M¨²sica ext¨¢tica en Tarapith
En este pueblo indio se inicia una incursi¨®n por el Estado de Bengala al encuentro de los m¨ªsticos 'aghoris', antiguas mezquitas y sabrosos mangos
En Tarapith, un pueblo indio situado al sur de esa estrech¨ªsima y remota franja del Estado de Bengala Occidental comprimida entre la regi¨®n de Bihar y Banglad¨¦s, nadie parece saber, o m¨¢s bien querer saber, algo de los aghoris. Aunque junto al crematorio ubicado en los l¨ªmites de esta poblaci¨®n viven desde hace cientos de a?os individuos de esta comunidad de santones seguidores de Shiva, las respuestas que el viajero recibe al preguntar por ellos son invariables: ¡°?Aghoris?, no existen, solo son unos falsarios¡±. O ¡°aqu¨ª hace mucho que no hemos visto uno¡±. Ir a su encuentro es el primer objetivo de un viaje por el interior de Bengala; este octubre, el Gobierno ha anunciado que tras un a?o y medio con las fronteras cerradas por la pandemia el pa¨ªs se va a abrir a los turistas extranjeros a partir de noviembre.
Los sadhus (santones) de esta secta arrastran un ancestral malditismo y un rosario de acusaciones: nigromancia, canibalismo de cad¨¢veres, rituales prohibidos, sexualidad degenerada¡ Aun as¨ª, no es dif¨ªcil toparse con ellos. Basta con seguir la calle principal del pueblo, donde se erige el templo dedicado a la diosa Tara, una personalidad de la consorte de Shiva que da nombre al lugar, hasta un descampado junto al crematorio ¡ª?puerta de embarque hacia el nirvana¡ª que al caer la noche se ilumina con decenas de lamparillas de los vendedores de objetos religiosos y unas pocas hogueras en torno a las que meditan, charlan o duermen estos m¨ªsticos para quienes nada de lo que existe o se da en este mundo es malo per se, ya que tambi¨¦n ha sido creado o consentido por Dios. En Tarapith viven en peque?as chozas adornadas con calaveras que utilizan para ingerir bebidas con sustancias que ayudan a provocar el ¨¦xtasis, huesos provenientes de crematorios y pieles de serpientes.
Suena m¨²sica ext¨¢tica desde alg¨²n recodo del lugar y huele a carne quemada y varillas de incienso. Pero est¨¢ muy oscuro; los aghoris est¨¢n concentrados en visualizar a Tara, que suele aparecerse entre los restos incinerados en las noches de luna llena, y todos observan al pardesi, el extranjero intruso, con desconfianza, as¨ª que decido volver a la ma?ana siguiente para intentar que alguno me cuente algo de su verdad, o una milonga, porque, ahumado entre las cremaciones, el primer asceta con quien trabo conversaci¨®n al volver intenta convencerme de sus poderes m¨¢gicos mediante un anillo bailar¨ªn en un bol. Barbudo, como todos los sadhus, y de negro hasta el turbante, le acompa?a otro aghori muy afable, recubierto de pies a cabeza con la ceniza de lo que fueron cad¨¢veres. Ante el ¡°mago¡±, varios huesos humanos y el tridente de Shiva clavado a la entrada de su chabola.
Desde Tarapith, un par de autobuses me acercan en pocas horas en direcci¨®n noreste hasta Murshidabad, una localidad peque?a, rural, descongestionada y agradable a orillas del r¨ªo Hugli, un afluente del Ganges. Si Tarapith es la esencia del m¨¢s puro hinduismo, Murshidabad conserva toda la impronta musulmana de la antigua capital del glorioso Sultanato de Bengala, vasallo del Imperio Mogol en los tiempos de apogeo de Akbar o Shah Jahan e independiente hasta que los brit¨¢nicos derrotaron al nabab en la batalla de Plassey en 1757 y urdieron una traici¨®n para que uno de sus generales lo asesinara en la puerta de la muralla. Por ello, la primera visita es para rendir homenaje al bravo Siraj ud-Daulah ante los restos de la Puerta del Traidor, un arco de ladrillo que sobresale entre el frondoso bosque.
En Murshidabad, pr¨®spera ciudad hasta el expolio que comenz¨® con la derrota ante la Compa?¨ªa Brit¨¢nica de las Indias, el legado del Sultanato se plasma en los numerosos restos de mezquitas como la preciosa Katra, cementerios, imambaras (centros ceremoniales chi¨ªes), ca?ones de bronce, murallas y fuertes derruidos e invadidos por la jungla. Hay que visitarlos en bici o en autorickshaw, ya que est¨¢n muy desperdigados por los alrededores.
Uno se va con pena de Murshidabad, una de esas poqu¨ªsimas localidades-oasis que en la India sobreviven sin aglomeraci¨®n humana, ni urbanismo desbocado, ni cl¨¢xones, ni ruido, ni suciedad, ni apenas tr¨¢fico, y con un mont¨®n de antiguos monumentos desvencijados, como estampas de una novela de Salgari.
El mantra de las ¡®hijras¡¯
La principal estaci¨®n ferroviaria de Murshidabad est¨¢ a unos pocos kil¨®metros al norte, en Azimganj, y para llegar hay que cruzar el caudaloso Hugli en una balsa a motor repleta de motoristas, comerciantes, mujeres rodeadas de cr¨ªos y cabras; casi todos, tambi¨¦n las cabras, escrutan con timidez al extranjero perdido en un r¨ªo de la Bengala profunda.
En el tren, una familia que viene de una boda me invita a unos dulces y me cuenta un poco su vida, al tiempo que me asaeta a preguntas sobre la m¨ªa; otro pasajero se arranca con un tambor y al poco de que el convoy cruce el Ganges entran en el vag¨®n dos ?hijras ¡ªesas ancestrales figuras transg¨¦nero, maquilladas y vestidas con ropa de mujer, que son temidas, respetadas, divinizadas y al tiempo ridiculizadas en la India, un pa¨ªs donde todo lo que se diga de ¨¦l vale lo contrario¡ª e imponen las manos en la cabeza de los pasajeros para bendecirlos mientras recitan un mantra. ¡°Les damos dinero para que no nos pongan en rid¨ªculo al montarnos un esc¨¢ndalo¡±, cuenta Nitesh, un estudiante bengal¨ª que se desvive por explicarme lo que no entienda, que es casi todo.
Malda, junto a la l¨ªnea fronteriza de Banglad¨¦s y en el camino hacia las laderas del Himalaya, tiene poco inter¨¦s para el viajero, salvo el de tomar el pulso a una ciudad india de tama?o medio en la que es dif¨ªcil ver a un extranjero o el de probar sus excelentes mangos. Pero es donde hay que contratar un veh¨ªcu?lo, un taxi o un lento autorickshaw ¡ªque en casi toda Bengala son el¨¦ctricos¡ª para recorrer en una jornada las ruinas de Gaur y Pandua, a unos 10 kil¨®metros al norte y 25 al sur, respectivamente. Esparcidas y rodeadas de bosques se hallan la magn¨ªfica mezquita Baradwari, en Gaur, construida en las primeras d¨¦cadas del siglo XVI, y la darwaza Dakhil (portal¨®n monumental); las delicadas mezquitas Sona y Adina, en Pandua (siglo XIV), y el precioso mausoleo de Eklakhi, cuyo nombre deriva del coste de las obras para su construcci¨®n ¡ªek lakh, 100.000 rupias¡ª y bajo cuya b¨®veda reposan los restos de un sult¨¢n, su esposa e hijo. E intern¨¢ndose por los senderos del bosque aparecen minaretes de piedra ocre, puertas de las viejas murallas y tumbas de altos dignatarios.
Ya en Calcuta, la capital de Bengala Occidental, que hoy se llama Kolkata en honor al pueblo de pescadores desde donde los brit¨¢nicos comenzaron a pulir su joya de la corona colonial, tras un plato de gambas al excelente curry malai ¡ªa base de leche de coco, jugo y hojas de lima, canela o clavo, entre otros ingredientes¡ª en el restaurante The Bhoj Company, curioseo en el bazar de Chowringhee Road entre los tenderetes de saris, varillas de incienso, DVD de pel¨ªculas de buenos y malos de Tollywood ¡ªindustria del cine en lengua bengal¨ª¡ª, instrumentos de percusi¨®n, objetos religiosos y un mont¨®n de baratijas para una clientela ¨¢vida de consumir, tras muchos a?os de austeridad en la que era una de las urbes m¨¢s pobres del mundo. En plena calle, dos comerciantes de brillantes tejidos se afanan en inflar de cintura para abajo el cuerpo de un maniqu¨ª con una bomba para neum¨¢ticos. Al finalizar, uno de ellos aprieta el trasero del figur¨ªn para comprobar si encajar¨¢ en un pantal¨®n estrecho. Lo que se vive en Bengala, al igual que en toda la India, no se vive en ning¨²n otro lugar.
Luis Mazarrasa es autor de ¡®La ruta de los mogoles¡¯ (editorial Almuzara).
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