D¨ªa y noche en la grandiosa Abu Simbel
El monumento egipcio y los imponentes templos de Rams¨¦s II y de Nefertari, rescatados de las arenas del desierto y de la Gran Presa de Asu¨¢n, se merecen un recorrido con calma para paladear el paso del tiempo
El sol se da por vencido, hasta ma?ana, y pinta con tonos m¨¢s rojizos las estatuas de Rams¨¦s II, El Grande. Siendo figuras sedentes miden veinte metros de altura y sus caras se extienden por otros cuatro metros. Esos cuatro rostros, repetidos y nunca iguales, insin¨²an una leve sonrisa. No se trata de una nostalgia de la Gioconda. Es la iron¨ªa p¨¦trea de un hombre que quiso ser un dios, y no cualquiera sino el supremo Ra.
Rams¨¦s II (Usermaatra Setepenra Rams¨¦s Meriam¨®n, tercer fara¨®n de la decimonovena dinast¨ªa de reyes de Egipto) tampoco fue el ¨²nico entre monarcas y dictadores del mundo que alcanz¨® tal punto de vanagloria. Pero hace 3.300 a?os quiso apabullar incluso al futuro con su semblante. Y con su constelaci¨®n de templos grandiosos que recordaran su dominio en el Alto Egipto, pues Nubia fue el flor¨®n de su imperio.
El viajero que pernocta un tiempo en Abu Simbel?espera cenar una perca y un pur¨¦ de s¨¦samo y, sobre todo, paladear el paso del tiempo junto a unos templos rescatados de las arenas del desierto y luego, gracias a la Unesco, de la Gran Presa de Asu¨¢n.
Entre la veintena de templos trasladados en los a?os sesenta del siglo pasado sobresale el de Rams¨¦s, nombre que significa ¡°engendrado por Ra¡±. Todo era poco para plasmar su idea de poder en jerogl¨ªficos, pinturas y en sus colosales estatuas, las cuatro del templo grande y dos en el vecino templo de Nefertari. Era un fan¨¢tico de la ultratumba pero entretanto rein¨® 66 a?os, vivi¨® 90, y tuvo no menos de 100 hijos. Su momia se exhibe, junto con las de otros 17 reyes y cuatro reinas del Imperio Nuevo, en el nuevo Museo Nacional de la Civilizaci¨®n Egipcia (NMEC) en El Cairo.
Abu Simbel ha de tomarse con calma, como el karkad¨¦, t¨¦ de hibiscos rojos. En el oasis que ofrece el hotel Seti Abu Simbel se escucha la brisa que riza un brazo del lago Nasser. La piscina quiere emular el color lapisl¨¢zuli y las palmeras refrescan tanto como un zumo de lim¨®n con menta. Pero para las noches largas en este pueblo, construido a partir del salvamento de los templos, viene bien el aireado porche del?hotel Kabara Nubian House, donde llaman a un sudan¨¦s que despliega una alfombra y, como un alquimista, hace unos dedales de potente caf¨¦ con pimienta y jengibre.
Otra tarde, cuando escuadrones de patos sobrevuelan el lago Nasser, vas en barca con un capit¨¢n nubio que canta al tim¨®n. Ah¨ª enfrente est¨¢n las dos catedrales del Imperio Nuevo de Egipto. Y el portento de su supervivencia.
Siendo ya noche cerrada, en la explanada de los templos empieza el espect¨¢culo de luz y sonido. Choca que un locutor que hace de Rams¨¦s hable as¨ª de Nefertari: ¡°¡es un b¨¢lsamo la caricia de tu piel¡±, mientras se proyectan difusos jerogl¨ªficos en las negras fachadas fara¨®nicas. El l¨¢ser ha avanzado m¨¢s que la ret¨®rica.
Muchos en el nuevo Abu Simbel dan la cifra de hasta 44 pueblos nubios, los de sus padres y abuelos, que fueron inundados por el lago Nasser (o lago Nubia para los sudaneses). La frontera entre Egipto y Sud¨¢n est¨¢ a pocos kil¨®metros, otra cosa son sus azares y papeleos.
Hasta principios del siglo XIX los pastores nubios llamaban Ipsambol a un sitio donde los torsos gigantes de Rams¨¦s II asomaban entre la arena. Fue la maravilla encontrada por el italiano Giovanni Battista Belzoni y?el suizo Jacob Burckhardt. Tanto en los siglos XIX como XX no dejaron de ir turistas all¨ª, hasta las obras de la segunda y apote¨®sica presa de Asu¨¢n que remodel¨® el Nilo y la vida de Nubia. Todo eso y m¨¢s se recuerda en el Centro de Documentaci¨®n del Salvamento de Abu Simbel. Junto a su puerta han puesto una estatua de Rams¨¦s hecha de barro y colorines ya hoy desva¨ªdos. A pocos metros queda la mayor mezquita local. Su almu¨¦dano convoca a la oraci¨®n a viva voz. De ah¨ª un breve paseo lleva al complejo arqueol¨®gico. Han plantado macizos de buganvilias blancas y p¨²rpuras y no falta una hilera de vendedores que han aprendido unas palabras en muchos idiomas.
El ruido va desvaneci¨¦ndose a medida que penetras en esa especie de isla artificial que aloja las dos colinas con los templos de Rams¨¦s y Nefertari. Entiendes la haza?a que fue mover bloque a bloque los templos y remontar aqu¨ª el rompecabezas. Incluso se tuvieron que hacer dos lomas y dos enormes c¨²pulas de hormig¨®n armado para dar la apariencia de que son templos rupestres. Enfrente est¨¢ el lago tan tranquilo, o sometido detr¨¢s de una valla met¨¢lica.
Hay otro camino que va por la falda de la primera colina. Ya casi encima del templo de Rams¨¦s uno se topa con un peque?o mirador donde la gente va amontonando piedras. No dejan ah¨ª papeles, ni nombres, pero est¨¢ claro que se ha impuesto una costumbre al estilo de los candados de amor en los puentes. Tampoco parece ser una incitaci¨®n al culto de Rams¨¦s II, sino una admiraci¨®n pasajera.
Ante la fachada del templo grande vienen bien unos prism¨¢ticos para ver, por ejemplo, la hornacina donde se enaltece al dios Ra Horakthy. El Horus del Horizonte con su cabeza de halc¨®n. Y encima corre un friso de los babuinos protectores. El vest¨ªbulo (sala hip¨®stila) produce un nuevo respeto, fruto de las medidas usadas. En sus 18 metros de largo se alzan ocho estatuas de Osiris, el dios que resucit¨®, cada una de 10 metros.
Pocos pasos m¨¢s sit¨²an en el sancta sanctorum. Cuatro estatuas, por fin peque?as, de Rams¨¦s, Amun Ra, Ra Horakhty y Ptah. Un foco el¨¦ctrico los ilumina por igual, pero antiguamente, como anot¨® el historiador Jean-Fran?ois Champollion, el sol iluminaba ese conjunto en los equinoccios. Tras desplazar el templo se pretende que el 22 de febrero y de octubre, fechas que evocar¨ªan la coronaci¨®n y el nacimiento de Rams¨¦s, entre un rayo de sol desde la puerta para iluminar las tres primeras figuras mencionadas, no as¨ª a Ptah, el dios de las tinieblas. Lo cual suele acompa?arse con un folcl¨®rico Festival del Sol. En el gran templo no faltan bellas pinturas, aunque no muy bien iluminadas a excepci¨®n de las escenas del Rams¨¦s arquero en la batalla de Kadesh.
El templo peque?o se conoce como el de Nefertari, pero Rams¨¦s lo dedic¨® a la diosa Hathor, la vaca celestial, para que se identificara con su esposa y viceversa. Se ve en las pinturas de ofrendas a la reina diosa, tocada con dos cuernos vacunos y dos plumas blancas. Y con el disco solar, el signo de la mayor esperanza para los antiguos egipcios.
Luis Pancorbo es autor de ¡®Caviar, dioses y petr¨®leo. Una vuelta al mar Caspio¡¡¯ (editorial Renacimiento).
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