Aprender a volar
M¨¢s de una vez me he preguntado qu¨¦ coger¨ªa si me dijeran que s¨®lo tengo unos minutos para salvar algo de mi casa.
Semana tras semana, el lento apocalipsis de La Palma sigue su curso, mientras el resto de los ciudadanos nos acostumbramos a que haya una isla espa?ola en la que hierve la tierra y la vida conocida se termina. Este cataclismo impresionante no es m¨¢s que un peque?o estornudo del planeta y vuelve a colocarnos en nuestro ¨ªnfimo lugar de hormigas pataleantes; aunque, a decir verdad, empiezan a ser demasiadas lecciones de humildad, con la pandemia ya nos habr¨ªa bastado.
En el momento en que escribo este art¨ªculo (ya saben que tarda 15 d¨ªas en publicarse), han desaparecido unos 1.000 edificios tras el beso fatal de la lengua de fuego. M¨¢s de una vez me he preguntado estos d¨ªas qu¨¦ coger¨ªa yo si me dijeran que s¨®lo tengo minutos para salvar algo de mi casa... Para preservar una pizca de mi mundo antes de que se pierda para siempre, sometido a ese grado de destrucci¨®n tan absoluto que origina una erupci¨®n volc¨¢nica. Tras una inundaci¨®n, un hurac¨¢n, un incendio, incluso un terremoto, por lo menos quedan las astillas, los escombros, los restos que tu hogar ha dejado en el suelo. Pero una calcinaci¨®n de dimensiones b¨ªblicas como ¨¦sta acaba con todo: con las huellas del pasado, con el territorio, hasta con la forma de la isla. Quiz¨¢ sea la destrucci¨®n mayor que quepa imaginar, y se me ocurre que eso a?ade un plus de desolaci¨®n. Ni siquiera puede uno llorar entre las ruinas.
As¨ª que, como digo, de cuando en cuando me he puesto a pensar qu¨¦ me llevar¨ªa. Miro alrededor con desaliento: mi despacho, la sala, el dormitorio, la cocina. Mi casa est¨¢ tan llena. El ser humano tiende indefectiblemente a acaparar, somos urracas caprichosas. Quince minutos: mi perra, su arn¨¦s, su correa, su cartilla; el m¨®vil, la tableta, el port¨¢til y los cables; los cuadernos y las notas de mi libro actual. Todo eso ya pesa bastante y tampoco se pueden llevar cosas de peso. Las pocas joyas de oro que tengo. Un par de mudas, de jers¨¦is, de pantalones, y ropa de abrigo por si acaso. Cepillo de dientes, algunas medicinas. Ya han pasado los 15 minutos, tengo que irme. Nada m¨¢s cruzar la puerta quiero regresar a coger el dibujo que me hizo mi madre, la cajita de laca que me regal¨® Pablo, el lagarto de piedra que me dio Ursula K. Le Guin, pero ya no me dejan. ?Y las fotos que no tengo copiadas en el m¨®vil, los cuadros, los bonitos objetos llenos para m¨ª de significado, los documentos oficiales que dan fe de qui¨¦n soy o qui¨¦n era? Adi¨®s a todo esto, adi¨®s a mi vida, que ser¨¢ sepultada bajo abrasadoras toneladas de roca l¨ªquida.
Por ahora han sido desalojadas 6.200 personas y muchas de ellas lo han perdido todo, lo cual es decir demasiado en un mundo en el que se valoran tanto las posesiones que a veces llegan a suplantar a los individuos. Por no hablar de las casas en s¨ª; nuestra sociedad le da mucha importancia a la adquisici¨®n de un techo y, pese a que las cifras han bajado desde la crisis de 2008, el 76% de los espa?oles posee vivienda propia (la media de la UE es del 70%). Qu¨¦ duro, qu¨¦ dur¨ªsimo debe de ser quedarse sin nada. Lo cual me ha hecho recordar a la marabunta de desplazados que hay en el planeta. Seg¨²n ACNUR, a finales de 2020 hab¨ªa 82,4 millones de personas que hab¨ªan tenido que abandonar sus hogares a la fuerza, por persecuci¨®n, conflictos y violencia. La mayor¨ªa de ellos no s¨®lo ha perdido cuanto ten¨ªa, sino que, adem¨¢s, carece de papeles, de pa¨ªs, de una seguridad m¨ªnima, de ayuda.
Hace tiempo le¨ª un reportaje no s¨¦ d¨®nde sobre c¨®mo era la vida de los supervivientes de cat¨¢strofes. Uno de los entrevistados me impresion¨®; era un hombre de mediana edad cuya casa hab¨ªa ardido hasta los cimientos unos a?os antes. Y dec¨ªa que hab¨ªa llorado mucho, que se hab¨ªa desesperado, que hab¨ªa tenido incluso pensamientos suicidas. Pero que luego hab¨ªa empezado a sentir una extra?a ligereza, una libertad estimulante; que quedarse sin nada le dio la oportunidad de volver a empezar. El fuego hab¨ªa sido en cierta medida purificador y su nueva vida le gustaba m¨¢s. Aunque para eso, claro, hay que aprender a volar. Yo no s¨¦ si sabr¨ªa, si podr¨ªa. Me parece todo muy dif¨ªcil, un verdadero trauma. Pero, por otra parte, la capacidad de adaptaci¨®n del ser humano es inaudita. Ojal¨¢ los vecinos de La Palma puedan levantar el vuelo de alg¨²n modo.
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