Cuento de diciembre 2 (El se?or Cotta)
Ahora que la mitad de los escritores del pa¨ªs le rogaban que los publicara, tuvo ocasi¨®n de vengarse de unos cuantos que le hab¨ªan hecho feos |?Columna de Javier Mar¨ªas
El se?or Cotta ten¨ªa un abundante pelo rojizo rematado por unas patillas rectas que casi convert¨ªan su cabeza en la de un mariscal napole¨®nico. Por desgracia, en lugar de vestir casacas de cuello alzado, segu¨ªa las modas m¨¢s tontas y ef¨ªmeras, desde monos de color caqui hasta pantalones ajustados de cuero negro. Y jubilaba tan r¨¢pidamente su vestuario que lo ¨²nico invariable en ¨¦l era la pelambrera cobriza, de la que se sent¨ªa muy orgulloso. De vez en cuando sacaba un peine de un bolsillo, buscaba un espejo y se domesticaba su onda rebelde. Pese a su falta de ¨¦xito, su convencimiento de que los cosechaba sin pausa lo llev¨® a comportarse como un divo, o como ¨¦l gustaba de decir, como un ¡°primer espada¡± o miembro del ¡°cogollito¡±. En los bolos a que era invitado, por ejemplo, exig¨ªa pasaje de primera, una suite en el hotel y todos los gastos pagados, para el abono de los cuales recolectaba facturas hasta cuando se compraba una corbata o una pluma en la ciudad visitada. Lo asombroso era que esta actitud le daba resultado: sus anfitriones, al o¨ªrlo reclamar con tanta imperiosidad y tanto aplomo, se cohib¨ªan y ced¨ªan a sus caprichos, aunque en el fondo supieran que su importancia real no casaba con la de sus pretensiones. Era como esas mujeres feas que, por abolengo o por car¨¢cter, atraviesan la vida como si fueran beldades y acaban persuadiendo de que lo son a no pocos galanes.
Hab¨ªa un elemento, no obstante, que socavaba el mundo ilusorio del se?or Cotta, y este era el dinero. Por mucho que gorroneara aqu¨ª y all¨¢, sus ganancias escaseaban, sobre todo para el tren de lujo que le impon¨ªa ¡°la cr¨¨me¡± literaria con la que aspiraba a codearse. En un corto espacio de tiempo murieron su padre ¡ªlo cual celebr¨® secretamente, pues ante los dem¨¢s se mostr¨® compungido¡ª y su madre ¡ªlo cual lo entristeci¨® de veras, pero ante los dem¨¢s se fingi¨® estoico y entero¡ª. Le dejaron una apreciable herencia, consistente sobre todo en varios pisos en una ciudad sin renombre pero adinerada, de la que ¨¦l era originario. Los vendi¨® a toda prisa, y con la fortuna resultante mont¨® una peque?a y exquisita editorial. Como era hombre estudioso y puesto al d¨ªa ¡ªya hab¨ªa escrito su fantasioso ensayo sobre Gordigorski, pese a que ¨¦ste jam¨¢s hab¨ªa existido¡ª, acert¨® con dos o tres t¨ªtulos que se vendieron excelentemente, lo cual hizo que su sello adquiriera prestigio y que numerosos autores cayeran en la superstici¨®n de creer que publicar en Enigma les abrir¨ªa las puertas de la alabanza cr¨ªtica y de la pasi¨®n lectora. Y as¨ª ocurri¨®, durante una ¨¦poca: los originales se apilaban en las oficinas de Enigma y el se?or Cotta ten¨ªa donde elegir, no s¨®lo entre noveles sino entre consagrados. Varios de estos ¨²ltimos contribuyeron a incrementarle el prestigio y el negocio, y algunos de los primeros fueron saludados como ¡°gigantes en ciernes de nuestras letras¡±, los cr¨ªticos dispuestos con frecuencia a hacer descubrimientos extraordinarios y ¡ªsi la gigantez se confirma¡ª a atribu¨ªrselos eternamente.
Al se?or Cotta lo complaci¨® sobremanera el poder as¨ª adquirido: ahora que la mitad de los escritores del pa¨ªs le rogaban que los publicara, tuvo ocasi¨®n de vengarse de unos cuantos que en su momento le hab¨ªan hecho feos, o no lo hab¨ªan invitado a algo, o le hab¨ªan arrebatado una conquista. Pero Cotta no quer¨ªa triunfar como editor de otros, sino como autor, lo que siempre hab¨ªa so?ado. Y al ser hombre infatigable y de ambici¨®n desmedida, pudo compaginar su labor editorial con la escritura, y logr¨® arrancar de su ordenador lo que ¨¦l mismo juzg¨® un texto magistral que adem¨¢s devorar¨ªa el p¨²blico. Fiado en la suerte que su editorial tra¨ªa, cometi¨® la inelegancia de publicarse a s¨ª mismo en ella, por ver si el aura de su marca se le contagiaba. Pero no fue as¨ª: su texto magistral obtuvo rese?as tibias, y el almac¨¦n de Enigma rebosaba con las devoluciones tristes de las librer¨ªas.
Esa inesperada amargura (ahora le costaba enga?arse, porque en su poder obraban cifras y por tanto comparaciones) lo condujo al mayor absurdo en que puede incurrir un editor: empez¨® a envidiar y a detestar a sus autores de m¨¢s ¨¦xito, y, lo que es peor, a boicotear sus libros. Si de un t¨ªtulo se suced¨ªan las reediciones, ment¨ªa al escritor, le comunicaba que sus ventas iban mal en contra de las apariencias, y se embolsaba las ganancias que le habr¨ªan correspondido. Pero esto no le bastaba: si las impresiones se acumulaban ¡ªaunque fueran ¡°clandestinas¡±, sin conocimiento ni provecho del creador¡ª, la verdad lo molestaba indeciblemente. As¨ª que, en un acto suicida, opt¨® por interrumpirlas. Los libreros le ped¨ªan ejemplares, y ¨¦l no se los serv¨ªa, confiado en que todo es pasajero y en que los lectores se hartar¨ªan de preguntar por un t¨ªtulo inencontrable y en que, antes o despu¨¦s, la demanda cesar¨ªa. Con ello se perjudicaba, pues dejaba de ingresar elevadas sumas de dinero, pero se sent¨ªa compensado por el chasco del autor, que ver¨ªa languidecer sus ventas y al que paulatinamente sumir¨ªa en la pobreza. Se lo ten¨ªa merecido, por robarle el protagonismo y por arrogante. El se?or Cotta no soportaba el ¨¦xito ajeno, y menos en su propia casa.
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