?Tienes el del gatito triste que dice ¡°Lloranding¡±? Los ¡®stickers¡¯ y la era de la distracci¨®n
El mundo sigue su funesto curso mientras nosotros nos afanamos en acumular pegatinas digitales en el m¨®vil. Acept¨¦moslo, relaj¨¦monos y disfrutemos de su presencia ubicua.
Unos dedos ocupados son unos dedos felices¡±, le escuch¨¦ decir a Woody Allen en una entrevista, y es que el entretenimiento es una fuente de bienestar nada desde?able: a lo mejor necesitamos menos de lo que pensamos para estar medianamente alegres. Con las necesidades b¨¢sicas cubiertas y la mente distra¨ªda se produce una versi¨®n contempor¨¢nea del ¡°pan y circo¡± que Juvenal mencion¨® all¨¢ por el siglo II en sus s¨¢tiras, situaci¨®n muy pr¨¢ctica para quienes detentan el poder, pues prefieren vernos ocupados en alg¨²n pasatiempo en lugar de mostrando inquietud por la procedencia del gas que nos calentar¨¢ en futuros inviernos.
Uno de esos pasatiempos, cada vez m¨¢s popular, est¨¢ al alcance de todos en nuestros tel¨¦fonos chiripitifl¨¢uticos: consiste en hacer acopio de stickers en WhatsApp o Telegram para despu¨¦s mostrarle al mundo la amplia colecci¨®n de dibujitos que hemos comisariado con esmero, como si fu¨¦semos baronesas Thyssen de la pegatina digital.
Lo m¨¢s parecido a los stickers que recuerdo son los cromos de mi infancia. No me refiero a los cl¨¢sicos cromos de ¨¢lbum, sino a esos troquelados que ven¨ªan en l¨¢minas y que pertenec¨ªan exclusivamente al universo de las ni?as: floreados, con angelotes de estilo victoriano y, los m¨¢s valiosos, con purpurina rociada sobre ellos. Las monjas de mi colegio no nos dejaban sentarnos en el patio a jugar con ellos o a cambiarlos; eran monjas posteriores al Concilio Vaticano II y nos quer¨ªan ver jugando al baloncesto o al balonvolea (as¨ª llam¨¢bamos entonces al voleibol), no aplatanadas traficando con nuestras preciadas estampitas que guard¨¢bamos en cajas de lata. Hoy, estar aplatanados traficando con estampitas virtuales es el pan nuestro de espelta de cada d¨ªa para gran parte de los adultos de cualquier continente, y aunque lleve a?os preocupando a ensayistas como Nicholas Carr, quien en Superficiales (Debolsillo) se preguntaba qu¨¦ estaba haciendo internet con nuestras mentes, y a Julia Bell, que en su ensayo Atenci¨®n radical (Alpha Decay) reflexiona sobre la era de la distracci¨®n que vivimos, ah¨ª seguimos, obteniendo satisfacciones inmediatas a base de cromos intangibles.
Hagan la prueba: en una charla funcional por Whats?App con alg¨²n contacto no demasiado cercano, tras la despedida al finalizar la conversaci¨®n, manden un ?sticker de un gato circunspecto junto a una copa de vino, o de un huevo frito que lanza besos a trav¨¦s de la clara. Ah¨ª su interlocutor, salvo que sea un teniente coronel de car¨¢cter adusto, abrir¨¢ su coraz¨®n y dar¨¢ comienzo una intensa y repentina amistad materializada en una partida de pimp¨®n trepidante a base de stickers, donde cada uno intentar¨¢ mostrar sus galones en forma de pegatina como si fuesen medallas al m¨¦rito civil. ?A que no tienes la del gatito triste que dice ¡°Lloranding¡±? ?Y la del perro con peluca? (bueno, una de las muchas de perros con peluca) ?Y la del Papa ri¨¦ndose a carcajadas? Y, por supuesto, alguien enviar¨¢ en alg¨²n momento su m¨¢s preciado tesoro: el sticker del Ecce Homo de Borja despu¨¦s de su fallido repinte, que viene con el subt¨ªtulo de ¡°Hice lo que pude¡±. Aunque, en ocasiones, ese compartir sin fronteras tiene ciertos l¨ªmites: por ejemplo, ese Carlos Menem que forma un corazoncito con las manos, enviado por una amiga argentina, hay que descartarlo para sujetos ib¨¦ricos que no lo valorar¨ªan suficientemente.
El mundo sigue su funesto curso y nosotros, mientras tanto, pasamos m¨¢s horas de la cuenta recortando fotos absurdas, transform¨¢ndolas y reenvi¨¢ndolas a tutipl¨¦n. De ah¨ª que haya elegido escribir sobre esta banalidad, porque los veo a todos ustedes ¡ªy a m¨ª misma¡ª comisariando su colecci¨®n de stickers del tel¨¦fono y comentando las novedades reci¨¦n adquiridas, y encuentro que el asunto merece atenci¨®n urgente. De hecho, este linimento para nuestras vidas magulladas que al mismo tiempo es fuente de distracci¨®n nociva ha generado inter¨¦s hasta en la comunidad universitaria. Si se escriben tesis sobre la composici¨®n de las pelusas del ombligo (Georg Steinhauser, Universidad T¨¦cnica de Viena), c¨®mo no dedicar tambi¨¦n atenci¨®n a este fen¨®meno. Y as¨ª es: me calo mis gafas de media distancia y entro en Google acad¨¦mico, donde doy con el trabajo fin de grado de un joven estudiante de la Universidad de Almer¨ªa que trata sobre los stickers desde el punto de vista etnoling¨¹¨ªstico. En Brasil tambi¨¦n exploran la ¡°intera??o bem-humorada¡± producida por las pegatinas digitales en WhatsApp. Toma ya. Y esto ha venido para quedarse, como el Festival de Memes celebrado en Buenos Aires en 2021 y el hom¨®nimo que se celebra este a?o en Madrid durante el mes de junio.
El escritor Jorge Carri¨®n, en un art¨ªculo que public¨® en The New York Times en espa?ol, calificaba a los memes con el acertado t¨¦rmino de ¡°artesan¨ªa precaria¡±. Aqu¨ª estamos incluso un escal¨®n m¨¢s abajo en cuanto a precariedad, pues el sticker es el primo peque?o del meme. Esta pobreza del sticker casero que a veces fabricamos para nuestros allegados (¡°M¨¢ndame la foto de tu gato y te lo convierto en pegatina virtual, o m¨¢ndame esa en la que sales comiendo un tri¨¢ngulo de pizza chorreante, que te catapulto a la fama con ella¡±) est¨¢ emparentada con la de los dibujos del D¨ªa de la Madre que regal¨¢bamos a las nuestras cada primer domingo de mayo. Pero ya los consideremos cromos que nos infantilizan o minipiezas de arte digital, los stickers forman parte de nuestra cotidianidad tanto como el abono transporte. As¨ª que, si no podemos contra ellos, relaj¨¦monos y disfrutemos de su ubicua presencia, que todav¨ªa les queda un buen rato entre nosotros.
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