Relato de verano | ¡®Ficciones de la vida¡¯, por Gioconda Belli
Compartir cada verano, verse envejecer, crecer, reproducirse y morir era el nudo que creaba amistades duraderas, intimidad y unas felices vacaciones
La pradera se extend¨ªa plana y verde hasta el pie de una monta?a contra un cielo l¨ªmpido, intensamente azul. Del centro de la monta?a una lengua de tierra naranja se deslizaba como hecha para viajar en tobog¨¢n, coronada por enormes con¨ªferas de troncos rojizos. El ¨¢rea de c¨¦sped verde brillante donde se llevaba a cabo el matrimonio en aquel rancho-hotel en el oeste de Estados Unidos lindaba al fondo con el cerco que enmarcaba el corredor por donde los caballos iban y volv¨ªan del establo.
Dos maderos verticales, altos, unidos por un madero transversal compon¨ªan una suerte de r¨²stico portal, un encuadre visual para la boda que se celebraba en el espacio de esa puerta ilusoria.
La novia y el novio hab¨ªan escrito su propia ceremonia. Sus lecturas eran fragmentos de poemas de E. E. Cummings. Una mujer alta les hizo la pregunta consabida: ?Tomas a esta mujer / tomas a este hombre como esposa, como esposo?
A lo lejos, sobre un promontorio, el negro sombrero de un vaquero hizo una se?al hacia el corral en el mismo instante en que los novios se dijeron el s¨ª. Por el corredor del establo, al fondo del sitio de la ceremonia, se oy¨® un estruendo. Doscientos caballos pasaron de s¨²bito galopando a la vista de los novios y sus invitados. Las crines de todos colores, los cuerpos fuertes, la energ¨ªa de tantos caballos desplegando su libertad y belleza era un aplauso de cascos y un despliegue de ¨ªmpetu que simbolizaba la fuerza de la naturaleza que es el amor entre un hombre y una mujer. Fue inesperado. En las caras de los invitados se observ¨® el aliento suspendido ante aquellos magn¨ªficos potros y yeguas de pelo lustroso yendo sin frenos hacia la pradera. Nada de globos o palomas blancas, esto solo pod¨ªa imaginarse all¨ª, en el legendario Oeste.
Contra el cielo azul sobre el que la noche empezaba a derramar su tinta, la luna parec¨ªa una sonrisa vertical. La pareja de nuevos esposos y todos los presentes lloraban al tiempo que celebraban. Y es que la felicidad y el duelo no pod¨ªan haber estado m¨¢s apareados en esa ceremonia. Igual que los caballos, la vida tambi¨¦n galopa hacia la muerte.
Pocos d¨ªas antes, en ese mismo rancho de veraneantes que optaban por vivir sus vacaciones en medio de la agreste hermosura del Oeste, emprendiendo a diario despu¨¦s del desayuno en la casa comunal largos recorridos a caballo por bosques o desfiladeros, cabalgando lo mismo en una pradera que orillando el r¨ªo donde ir¨ªan por la tarde a pescar o hacer caminatas en medio de rocas de todos los tonos del rojizo al pizarra, el hombre que tendr¨ªa que haber oficiado el matrimonio por expreso deseo y amor de los novios hab¨ªa muerto s¨²bitamente.
No hab¨ªa sido una muerte violenta, ni la muerte de un hombre joven; hab¨ªa sido la muerte de una de esas personas que mientras viven parecen inmortales. La desposada, sus hermanos y el marido reci¨¦n estrenado lo hab¨ªan adoptado como abuelo y ten¨ªan con ¨¦l una relaci¨®n de amigos entra?ables en la que la diferencia de edad no era obst¨¢culo en absoluto. Lou no se comportaba ni se mov¨ªa como el anciano que sus noventa y cinco a?os supon¨ªan que fuera. Era un hombre fuerte, de ojos claros, poco pelo, paso firme y mente no solo l¨²cida, sino ¨¢gil y ocurrente para el humor. Italiano de nacimiento, hab¨ªa dirigido una empresa de computadoras en Europa cuando ¨¦stas eran enormes aparatos que ocupaban varias habitaciones. Su amor por los veranos en ese rancho se lo hab¨ªa traspasado a la novia, hija de la esposa de Charlie, su hijo. As¨ª fue como, para casarse, la chica decidi¨® no solo casarse all¨ª, sino pedirle a Lou que oficiara la ceremonia. Sab¨ªa que bastaba sacar por internet una licencia de la Iglesia Universal de la Vida, para que, quien ella y el novio escogieran, sustituyera al juez, sin que esto afectara la validez legal del matrimonio.
Conmovido, orgulloso y feliz, Lou decidi¨® llegar dos semanas antes al rancho donde se celebrar¨ªa la boda. El d¨ªa de su llegada, por la noche, exhibi¨® su credencial durante la cena ofreciendo casar a quien quisiera. Sus bromas animaron la tertulia en el comedor de largas mesas de la casa comunal. La mayor¨ªa se conoc¨ªan. Esa vacaci¨®n era tradici¨®n de generaciones. Cada verano las familias llegaban con sus ni?os. Estos crec¨ªan, se casaban y arribaban luego con sus peque?os. Cada verano el ciclo de la vida era palpable. La rueda daba vueltas y ese compartir ¨ªntimo y anual de verse envejecer, crecer, reproducirse y morir era el nudo que creaba amistades duraderas, intimidad y unas felices vacaciones.
Tras la cena, cuando atardec¨ªa, Lou tuvo fr¨ªo. Se despidi¨®, y con Nancy, la compa?era de sus a?os de viudez, empez¨® a subir las gradas hasta la casa que ocupaba frente al comedor. Tras subir unas pocas, quiso hacer un alto y sentarse all¨ª mismo. Estaba un poco mareado. Se sent¨®, tom¨® la mano de Nancy, y mientras el sol ca¨ªa sobre el techo del comedor comunal, se inclin¨® suavemente hacia adelante y muri¨®. El hombre que hab¨ªa desertado del Ej¨¦rcito de Mussolini para unirse a los partisanos de Tito en Yugoslavia no pod¨ªa haber esperado mejor fin: una muerte entre amigos, en un lugar que amaba, con Nancy a su lado y sin sufrir.
?Ah!, pero c¨®mo sufrieron los amigos, sus hijos, sus nueras y sobre todo la pareja a punto de matrimonio. En un solo llanto, la novia, el novio y su familia adelantaron el viaje al rancho, ya no para la boda sino para el duelo. Yo era la madre de esa novia desconsolada. Los veranos viaj¨¢bamos al rancho en coche: tomaba dos d¨ªas cruzar desde Los ?ngeles a Wyoming, pero la traves¨ªa nos llevaba desde el desierto de Mojave, por los ca?ones de Arizona y las iglesias mormonas y rocas de Utah, hasta las Monta?as Rocosas y las Big Horn. Era un viaje largo, pero optamos por hacerlo. Necesit¨¢bamos ese tiempo para asimilar la muerte repentina de un ser central en nuestras vidas que, contra toda l¨®gica, llegamos a sentir como inmortal. A todo esto, mi hija mayor, embarazada de gemelos en San Francisco, sufr¨ªa doblemente. Desisti¨® de ir a la boda por la cercan¨ªa de su fecha de parto, pero ahora tampoco podr¨ªa despedirse de quien tanto quer¨ªa.
En sencilla capilla funeraria, en el peque?o pueblo de B¨²falo, Wyoming, Lou nos recibi¨® en su ata¨²d abierto, quieto y bien vestido. Pudimos besarlo y sentir su piel fr¨ªa, tocarlo a pesar de que no abriera los ojos o sonriera. Del rancho llegaron los amigos y tambi¨¦n los empleados, los vaqueros que llevaban a los hu¨¦spedes a recorrer las praderas, las mesas, los bosques y las rocas cada ma?ana. Aunque ya no montara, Lou iba al corral a ver marchar a los jinetes. El personal lo quer¨ªa por su ¨¢nimo siempre bromista y campechano.
Corta fue la discusi¨®n para decidir que la boda no deb¨ªa cancelarse. Un esp¨ªritu de luto no iba con nuestro muerto. La boda se hizo y fue hermosa, vino y l¨¢grimas, un in memoriam con amor, dentro del amor.
Con los invitados y amigos cercanos, en una fila de jinetes, subimos a caballo con las cenizas de Lou a un risco donde ve¨ªamos el bosque, las extra?as mesas y formaciones rocosas y el verdor de la vegetaci¨®n que bordeaba la cinta del r¨ªo que cruza por el rancho. Un ¨¢guila circundaba nuestra caravana de montados. Bajamos de los caballos. Hicimos un c¨ªrculo. John, viejo amigo, ley¨® un pasaje de Cicer¨®n sobre la amistad. Luego Charlie, en ese d¨ªa claro de cielo azul, lanz¨® al viento el polvillo gris de lo que hab¨ªa sido su padre, despidi¨¦ndolo con un ¡°ciao, papi¡±. Brillaba el polvo gris al esparcirse.
Regresando al corral, baj¨¦ del caballo. Una chica de la oficina lleg¨® agitada a buscarme.
¡ªLlam¨® su yerno. Su hija est¨¢ de parto en el hospital. La llamar¨¢ cuando nazcan los beb¨¦s.
Corr¨ª al tel¨¦fono. Me sent¨¦ a esperar. En ese remoto lugar no hab¨ªa a¨²n se?al para los celulares. Pens¨¦ c¨®mo en solo tres semanas mi familia hab¨ªa vivido muerte, boda y ahora nacimiento. Pens¨¦ en las emociones, fuertes y desatadas como esos caballos que corr¨ªan crines al aire. Pens¨¦ en mi suegro flotando ya en esas monta?as, y¨¦ndose sin apagar la alegr¨ªa.
Son¨® el tel¨¦fono. Era mi yerno. Hab¨ªan nacido los gemelos.
Al que naci¨® primero lo llamar¨ªan Lou.
Gioconda Belli
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