Relato de verano | ¡®Dos de agosto¡¯, por Juan G¨®mez B¨¢rcena
El mismo d¨ªa, la misma habitaci¨®n, dos ¨¦pocas distintas. Agustina y Macarena pasan la noche en vela. El sue?o de una es la pesadilla de la otra. Tal vez el amanecer pueda resolver el enigma.
Un dos de agosto de qui¨¦n sabe cu¨¢ndo. Por ejemplo, de 2022. Por ejemplo. El sol en lo alto: abajo, un pueblo de Cantabria. Una treintena de casas de piedra dispersas por entre los eucaliptales, no lejos del mar. Es verano de 2022, pero tambi¨¦n es verano de 1797, y entonces ya no hay eucaliptos, sino robles aut¨®ctonos, y es verano del a?o 723 antes de Cristo, y entonces hay robles aut¨®ctonos pero ning¨²n pueblo. Pero no, no es tan atr¨¢s: es el verano de 2022 y como mucho es, tambi¨¦n, el verano de 1797. Un pueblo y una casa, la misma casa, que se repite en ambos tiempos como un eco que no cesa. Un zagu¨¢n con un abrevadero para que beban las vacas de 1797, convertido en un porche con sillones de mimbre y una campanilla de bronce para que los turistas de 2022 llamen a recepci¨®n. Un balc¨®n que ya no tiene colgadas panojas de ma¨ªz sino tres banderas descoloridas: Cantabria, Espa?a, la Uni¨®n Europea. Posada San Tirso, dice el letrero. Ning¨²n letrero en 1797, para qu¨¦, si en ese pueblo casi nadie sabe leer, y adem¨¢s ning¨²n forastero necesita hospedarse: qui¨¦n querr¨ªa.
Es el verano de 2022: las once habitaciones de la posada llenas y en una de ellas ¡ªla habitaci¨®n que la due?a de la posada llama pomposamente Suite Mar y Tierra¡ª duerme Macarena. S¨®lo que Macarena no duerme y tampoco est¨¢ exactamente sola. Ha pasado la mitad de la noche con los ojos clavados en el techo, dando vueltas y m¨¢s vueltas mientras a su lado ronca Mart¨ªn.
Es el verano de 1797: la misma habitaci¨®n y puede que incluso la misma cama ¡ªla habitaci¨®n que llaman simplemente el cuartuco de la Agustina¡ª y en ella est¨¢ durmiendo, claro, Agustina. S¨®lo que Agustina no duerme y tampoco est¨¢ exactamente sola. Ha pasado las ¨²ltimas siete horas retorci¨¦ndose de dolor en esa misma cama, tronchando entre los dientes un palo de cipr¨¦s tras otro, y desde hace poco menos de una hora ya no hay dolor; s¨®lo la tristeza honda de tener entre los brazos un bulto que bulle, todav¨ªa rojo de sangre y todav¨ªa sin nombre. El Pecado. La Deshonra. El Oprobio de la Familia. As¨ª se llama. As¨ª, al menos, viene llam¨¢ndolo la madre de Agustina, desde mucho antes de saber si ser¨ªa ni?o o ni?a; desde el mismo momento en que el vientre de su hija comenz¨® a hincharse el oto?o pasado, para su desgracia. Y ahora est¨¢n ah¨ª, el ni?o sin nombre en los brazos de Agustina; Agustina en la cama, con el rostro perlado de sudor y de l¨¢grimas; la madre de Agustina en la jamba de la puerta, con los brazos cruzados y los ojos secos de rabia.
¡ªQu¨¦ verg¨¹enza, Agustina. Qu¨¦ verg¨¹enza tan grande has tra¨ªdo a esta familia¡
Y Agustina que mira la manita agarrada a su dedo ¨ªndice, avergonzada y al mismo tiempo pregunt¨¢ndose c¨®mo esa manita puede ser motivo de verg¨¹enza.
Eso es exactamente lo que desea Macarena. Una manita que se agarre con fuerza a su dedo ¨ªndice. Un ni?o o una ni?a: tanto importa. Puede que incluso lo desee demasiado. Por eso Mart¨ªn y ella est¨¢n ah¨ª, lejos de Madrid, pasando las vacaciones en esa posada rural con 4,7 estrellas en TripAdvisor y las palabras ¡°relajante¡±, ¡°reparador¡± y ¡°para¨ªso¡± escritas hasta catorce veces en los comentarios de usuarios: porque necesita pensar en otra cosa. Porque cuando nuestra mente se empe?a demasiado en lograr algo, a veces nuestro cuerpo se bloquea. Nuestra ni?a interior pide un break. Nuestras hormonas dicen enough. ?stas podr¨ªan ser palabras de la kinesi¨®loga de Macarena o de su naturista o incluso de su acupunturista, pero son, en realidad, palabras del m¨¦dico que lleva atendi¨¦ndola tres a?os en una cl¨ªnica de reproducci¨®n asistida. De un tiempo a esta parte todo es confuso en la vida de Macarena: su naturista le habla del ADN y de microbiolog¨ªa, mientras que su embri¨®logo se siente autorizado para hablarle de ni?as interiores, de deseos reprimidos, de chakras. Y de paciencia: sobre todo de paciencia. No tengas prisa, Macarena: tienes que pensar en otra cosa. Y ah¨ª est¨¢n precisamente ahora, Macarena y Mart¨ªn, tumbados en la cama de la Posada San Tirso ¡ª???un lugar para desconectarse de todo y de todos!!!¡ª; Mart¨ªn roncando desde las once y cuarenta y cinco de la noche y Macarena con los ojos fijos en el techo; Macarena pensando en ese ni?o que no, en esa ni?a que no, todav¨ªa. Siempre la misma imagen: ella en la cama, sosteniendo a su beb¨¦ entre los brazos ¡ªtodav¨ªa rojo de sangre; todav¨ªa sin nombre¡ª. Llora el ni?o y llora tambi¨¦n ella. ?Por qu¨¦ podr¨ªa llorar una madre? Porque es demasiado feliz, claro; s¨®lo por eso.
¡ªQu¨¦ verg¨¹enza tan grande, Agustina. Qu¨¦ humillaci¨®n para todos los S¨¢nchez que fueron, que son y que ser¨¢n¡
El padre de la criatura era un peregrino que iba camino de Santiago; un hombre que hab¨ªa pasado en el pueblo un solo d¨ªa, y de ese d¨ªa no m¨¢s de una hora tumbado en la era, con Agustina. La culpa, razonaba su madre, era de la propia Agustina: porque no dijo que no. Que s¨ª tampoco dije, madre, responde Agustina, que ciertamente no tuvo tiempo de decir muchas palabras antes de que el forastero se le arrojara encima. En fin, resuelve su madre con un resoplido: de un modo u otro, el da?o estaba hecho. El da?o no era que Agustina tuviera, a menudo, pesadillas: el da?o no era el dolor, ni el miedo al resto de los hombres, ni la verg¨¹enza. El da?o era esa cosa chiquita que ha crecido en sus entra?as: esa barriga que ha habido que disimular ante los vecinos con fajos y m¨¢s refajos. Por no hablar de las muchas visitas que han hecho a do?a ?gueda, la vieja yerbera que vive en los montes de C¨®breces y de Novales, por ver si pod¨ªa detener la pre?ez con su magia.
Que rece siete padrenuestros al rev¨¦s, dec¨ªa la bruja.
Para la concepci¨®n son preferibles los d¨ªas catorce y quince del ciclo, receta a Macarena el m¨¦dico.
Que beba una cocci¨®n de ruda y enebro el primer domingo de mes.
No olvides tomar registro de la temperatura basal para estimar el momento de secreci¨®n de la progesterona.
Que susurre el nombre del padre en un pozo y luego lo ciegue con una piedra.
Y sobre todo, rel¨¢jate, Macarena; tienes que escuchar a tu ni?a interior.
Pero nada pudieron los conjuros del m¨¦dico ni tampoco la ciencia de la bruja, y por eso ahora Agustina y Macarena no pueden dormir. Macarena, que ve perfilarse poco a poco la rendija de la ventana con un resplandor azulado: otra noche en vela, piensa. Se incorpora silenciosamente, procurando no despertar a Mart¨ªn: sandalias para sus pies, un jersey de punto sobre los hombros, el paquete de Lucky en el bolsillo. Nadie en el pasillo; nadie en la recepci¨®n tampoco. Tras ella se levanta Agustina, todav¨ªa con las piernas temblequeantes. Dedica una ¨²ltima mirada ¡ª?una ¨²ltima mirada?¡ª al cuerpecito fr¨¢gil de ese ni?o que por fin se ha quedado dormido. Lentamente lo recuesta en el canasto de las hogazas, que tanto parece una cuna como un ata¨²d. En el pasillo se cruza con los ojos de su madre: una mirada que parece atravesar sus pensamientos.
¡ª?Qu¨¦ haces? ¡ªpregunta la madre, sin dejar de mirar el canasto que lleva entre los brazos.
No hace falta que Agustina responda. Ambas conocen la respuesta. Salvar el honor de la familia: eso es lo que est¨¢ a punto de hacer.
Afuera est¨¢ amaneciendo. Macarena recorre lentamente las callejas del pueblo, sintiendo el diminuto consuelo del tacto de los cigarros en el bolsillo. No se escucha nada: ni una voz humana, ni el motor de un coche. Las calles del pueblo en la madrugada de un d¨ªa cualquiera de 2022: un silencio id¨¦ntico al de cualquier madrugada de 1797. Ayer, en la playa de Oyambre, no dej¨® de encontrarse ni un momento con mujeres embarazadas en bikini: mujeres que se ba?aban, mujeres que paseaban, mujeres que tomaban el sol para sus hijos futuros. Le duele s¨®lo recordarlas. Tal vez por eso el silencio de las calles dormidas la llena de una sensaci¨®n parecida a la esperanza.
En alg¨²n momento, llega a la iglesia del pueblo. Siente de pronto el impulso de rezar, pero rezar a qui¨¦n. Adem¨¢s la iglesia est¨¢ cerrada. S¨®lo le queda apoyar la espalda contra la puerta de madera y dejarse resbalar hasta sentarse en la escalinata de entrada. De pronto le vienen, galopando desde Madrid, las palabras del m¨¦dico: y sobre todo, nada de tabaco. Macarena cierra los ojos y enciende el primer cigarrillo.
Justo entonces aparece frente al p¨®rtico de la iglesia Agustina, con un canasto entre los brazos: tambi¨¦n ella procura caminar sin hacer ruido. Mira a la derecha, mira a la izquierda, y deja el canasto en lo alto de la escalinata, junto al regazo de Macarena ¡ªen d¨ªa dos de agosto de este a?o de mil setecientos noventa y siete fue hallado en la puerta del Glorioso Santo Thirso de To?anes un ni?o, en un cesto de dos asas que har¨ªa como una fanega poco m¨¢s o menos escribir¨¢ al d¨ªa siguiente el p¨¢rroco en el libro de exp¨®sitos¡ª. Luego ejecuta una temerosa genuflexi¨®n ante la puerta de la iglesia y sale corriendo lo m¨¢s r¨¢pido que puede, sin mirar atr¨¢s.
Un llanto. De pronto a Macarena le ha parecido escucharlo muy cerca y muy dentro, como salido de sus entra?as: el llanto de un ni?o. Macarena se vuelve para mirar el escal¨®n vac¨ªo; ese escal¨®n donde no hay nada que mirar. Sonr¨ªe con tristeza. Debe de ser el viento, piensa, antes de arrojar la colilla. S¨®lo puede ser el viento.
Y por supuesto, no se equivoca.
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Juan G¨®mez B¨¢rcena (Santander, 37 a?os) es escritor y licenciado en Teor¨ªa de la Literatura, Historia y Filosof¨ªa. Ha escrito Los que duermen (2012), El cielo de Lima (2014), Kanada (2017), Ni siquiera los muertos (2020) y Lo dem¨¢s es aire (2022).
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