El joven que guarda la memoria de la Espa?a vaciada
David Ortega recopila y difunde por Twitter la historia y el patrimonio que descubre escuchando a los mayores y pate¨¢ndose solo la provincia castellana de Soria

David Ortega tiene 26 a?os, pero sus colegas creen que es un poco abuelo. Este joven ha asumido que sus amigos no comparten su actividad favorita: recorrer cada rinc¨®n de Soria para observar, anotar y fotografiar la historia y el patrimonio. El viento de la despoblaci¨®n amenaza con llevarse esta herencia, un olvido que aterra al soriano, que lamenta que su generaci¨®n est¨¦ demasiado preocupada por el futuro y atrapada por el presente como para valorar su pasado. La soledad que reina en sus rutas, donde escucha las historias de quienes a¨²n resisten, contrasta con la legi¨®n de seguidores virtuales pendiente de sus fotos y relatos de personajes y lugares v¨ªctimas del olvido. Casi 14.000 personas, equivalente al 15% de la provincia, siguen en su cuenta de Twitter (@Daviddcoba) las batallitas rescatadas de los pobladores de zonas con densidad demogr¨¢fica similar a la de Laponia. ¡°No veo m¨¢s que historias que contar y contar¡±, resume ¨¦l, que gasta vaqueros y botas c¨®modas, camisa oscura encima de una camiseta interior blanca y chaleco para combatir el relente. Unas pintas de lo m¨¢s normales. Comienza una jornada pateando Soria siguiendo a David, que de peque?o se ve¨ªa ¡°un poco bicho raro¡±.
¡°Perdonad si huele un poco a gallinas¡±, se excusa al despejar su Volkswagen Polo, fiel aliado entre carreteras que parecen tajos de asfalto entre inmensidades sin se?al humana. ?l se presenta en redes como ¡°nieto de Adolfo y Alicia, Mart¨ªn y Socorro¡± e insiste en que de momento no contempla escribir un libro o ¡°rentabilizar¡± sus aventuras; se conforma con difundir el patrimonio de su patria chica, rememorar costumbres no tan perdidas y pellizcar conciencias sobre el peligro de la despoblaci¨®n. Se le nota el entusiasmo al describir, con un vocabulario riqu¨ªsimo, esa pasi¨®n reflejada en su habitaci¨®n normal en un piso normal de un barrio normal. All¨ª almacena libros tan poco comunes entre sus coet¨¢neos como estudios sobre las desamortizaciones de Madoz y Mendiz¨¢bal, obras de los afincados en Soria Antonio Machado y Gustavo Adolfo B¨¦cquer, f¨®siles, un cuerno, el cr¨¢neo de un corzo y vol¨²menes con fotograf¨ªas que muestra para hablar de personajes sorianos como La Romana o El Zacar¨ªas, ilustres an¨®nimos ¡°que ten¨ªan un burro¡± y cuyas vidas ¡°dan para serie de Netflix¡±. En ese escritorio, este ¡°estudiante disperso¡± prepara la oposici¨®n con la que conf¨ªa asentarse en Soria: un puesto en la Administraci¨®n provincial. Una labor aparentemente poco excitante, pero vinculada a la Soria que quiere seguir explorando.

David curs¨® Derecho y Administraci¨®n y Direcci¨®n de Empresas en Madrid, donde pas¨® seis a?os sin cambiar de fijaci¨®n pese al relumbr¨®n capitalino. La vivienda familiar tambi¨¦n alberga broncas, sonr¨ªe: ¡°Mi madre me pide que me deje de tonter¨ªas y saque la oposici¨®n¡±. Su hermana, que a veces lo acompa?a, lo defiende: ¡°?Que haga lo que quiera!¡±. Con sus colegas queda para jugar al front¨®n con la raqueta que guarda junto a una cachava en el maletero: ¡°Quiero mucho a mis amigos, pero son de otro palo¡±. ?l se siente m¨¢s c¨®modo yendo solo. Sus amistades se han convertido en una mina y en una fuente de cabreo para David, que reconoce saberse el ¨¢rbol geneal¨®gico de su c¨ªrculo, pues as¨ª consigue llegar a personajes de pueblos inh¨®spitos donde la mejor forma de ganarse la confianza consiste en presentarse como ¡°conocido de¡± o ¡°familiar de¡±. ¡°?Pero c¨®mo no me ense?as esa casa!¡±, protesta cuando los j¨®venes le detallan, sin darle importancia, las caracter¨ªsticas del hogar de sus ancestros.
La primera etapa comienza en el cerro soriano de Santa Ana, desde donde se vislumbran la ciudad y el sinuoso recorrido del r¨ªo Duero, que el tuitero destaca como fuente de inspiraci¨®n para Machado o B¨¦cquer y que riega una provincia m¨¢s grande que Euskadi. Los buitres leonados observan desde el cielo gris el tr¨¢nsito del veh¨ªculo con el que llega al despoblado de Paredesroyas, donde solo acuden algunos ancianos para cuidar de sus huertos. Unas gallinas cloquean inquietas por la proximidad de un gato; las r¨¢fagas hacen golpear las persianas con pintura verde desgastada; el suspiro de David rompe el silencio ante la casona de sus antepasados: ¡°Esto se va a caer¡±. El chico ense?a con nostalgia las viejas habitaciones de los 10 hijos de su bisabuelo, cuyo gran entretenimiento era sentarse al abrigo del hogar a escuchar lecturas de la Biblia. Todo ha cambiado, pero all¨ª dentro todo sigue igual que hace 50 o m¨¢s a?os.
El soriano reflexiona en un sal¨®n con unas polvorientas P¨¢ginas Amarillas de 1988 y un surtido de reliquias que har¨ªan salivar a los amantes de lo antiguo: ¡°Estas tacitas de t¨¦ ahora te las ponen en los bares modernos de Madrid, es dif¨ªcil combatir a las modas¡±. Su etapa madrile?a y su observaci¨®n desde las redes sociales le permiten criticar la tendencia a considerar guay aquello que qued¨® abandonado: ¡°No s¨¦ si est¨¢n m¨¢s expuestos a la tonter¨ªa o qu¨¦ les pasa¡±. En ese sal¨®n pasaban mucho tiempo esos abuelos que, de juzgar a las nuevas generaciones, les dir¨ªan: ¡°Os quej¨¢is de gusto, viv¨ªs demasiado bien¡±. ?l, que descubre a diario ejemplos de lo que se sufr¨ªa anta?o, reh¨²ye ¡°idealizar lo anterior, es incompatible con la realidad, pero las coyunturas actuales nos llevan a mirar hacia atr¨¢s porque por primera vez en mucho tiempo hay desconfianza en el futuro¡±. El soriano adscribe este pensamiento a la ¡°necesidad de tener algo a lo que asirnos, si no, no somos nada¡±, pero avisa: no se puede ¡°romantizar¡± ¨¦pocas de hambre, desigualdad, falta de educaci¨®n o sanidad.

Esta advertencia resulta compatible con unos valores que s¨ª ve perdidos, como un ¡°sentimiento comunal¡± con pueblos vivos, con ancianos que fuesen respetados como caudales de historia y no como cargas que terminan en residencias: ¡°No cambio por nada haber ido a comer los domingos donde mis abuelos y que me dieran la propina¡±. Su labor en redes sociales, para las que mima las fotos y escudri?a, absorto, rincones de las casas y paisajes de arena rojiza, le permiten convertirse en un ¡°influencer rural¡±, admite entre risas, pero m¨¢s serio considera que esa misi¨®n le tranquiliza la conciencia por comunicar con las herramientas modernas la denostada sabidur¨ªa popular.
Toca repostar. El bar Cos¨ªn de G¨®mara (300 habitantes) refleja los contrastes de la zona. El restaurante, de potente men¨² del d¨ªa, lo regentan unas inmigrantes tras retirarse los anteriores due?os. La clientela, 24 hombres y una sola mujer, viene de toda la comarca. No hay competencia alrededor. David tira del vino con gaseosa, bebida oficial en esos lares, para confesar que ha aprendido a desilusionarse, a asumir que aquello que tanto disfruta ser¨¢ en poco tiempo un esqueleto de otra ¨¦poca. Las gentes pronto entran en coloquio con el chaval, que saca el libreto familiar para descubrir que guarda parentesco con un se?or apostado en la barra. ¡°?Este es nieto de Alfonso, El Pistolo!¡±, exclama el hombre a los parroquianos, y comenta con gusto sobre ¡°la Carmen, la Frosiana y la Virginia, que se meti¨® a monja¡±.
Nadie queda, desde hace d¨¦cadas, en Pe?alc¨¢zar. La carretera deja a 20 minutos de caminar entre rocas y plantas. Un viento que amenaza con derribar a la comitiva empuja hacia este antiguo asentamiento celt¨ªbero, visigodo, romano y ¨¢rabe, pero no actual. El ¨²ltimo habitante viv¨ªa solo cuando vot¨® en las primeras elecciones democr¨¢ticas, en 1978, poco antes de marchar. Timoteo, Demetrio o Patricio, nombres escritos a l¨¢piz en una de las pocas paredes a¨²n firmes, ya no viven all¨ª. Hoy solo hay ruinas y el ¨²nico techo que resiste cubre el campanario de la vieja iglesia. El paso del tiempo solo se ha compadecido de Dios. El gu¨ªa suspira: ¡°Me apenan los despoblados, pero m¨¢s que se vac¨ªen los pueblos medianos¡±. Al fondo, la tormenta avanza desde Arag¨®n, a cuyos l¨ªmites ha llegado la visita. Siguiente parada: Carabantes, de 10 habitantes. La conversaci¨®n de dos se?oras despeja el miedo a irse de vac¨ªo. Ambas charlan bajo una parra, imagen ic¨®nica en pueblos como este, entre seis mimosos gatos. El visitante despliega sus armas de seducci¨®n, a veces tan simples como darles a los mayores lo que m¨¢s necesitan, inter¨¦s. Marisa Mart¨ªnez y Filomena Maldonado, de 70 y 73 a?os, apartan sus recelos iniciales y muestran el pueblo una vez descubren lazos entre ellas y el muchacho. ¡°?Cu¨¢ntas veces tu bisabuelo Lucio me habr¨¢ dado de merendar!¡±, sonr¨ªe Marisa, que consigue juntar a la mayor¨ªa del censo: siete personas. El reivindicativo Andr¨¦s Gil, de 65, pronto ata cabos sobre el for¨¢neo que ha acudido a observar esas casas: ¡°?Yo te sigo en el Twitter, enhorabuena!¡±.

Esta exhibici¨®n de modernidad en tierras donde la cobertura flaquea se envuelve en el aroma de las chimeneas, que se encienden mientras el d¨ªa se apaga y los vecinos repliegan. David monta en el Polo, de vuelta a casa, tras una nueva jornada de aprendizaje y de cierta l¨¢stima. ¡°Esto es lo que me hace feliz, no aspiro a grandes metas, solo a trabajar en mi provincia y tener una familia grande¡±, evoca David, que pide reivindicar las oportunidades y la calidad de vida que pueden brindar estos parajes. El plan de futuro lo tiene claro. Solo queda por saber si su tierra se lo podr¨¢ ofrecer. ?l conf¨ªa en ello. Lo sabremos por Twitter.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.
Sobre la firma
