La mancha humana
Cuando los nuestros viajan son valientes emprendedores; quienes vienen son rechazados como par¨¢sitos
Las familias se despliegan como mapamundis. En la madeja de tu memoria heredada se trenzan recuerdos de mestizaje: quienes buscaron mejor suerte en Am¨¦rica ¡ªBrasil, Argentina, Cuba¡ª; quienes emigraron a Suiza o Alemania en los a?os sesenta para huir de la pobreza; quienes se casaron aqu¨ª o all¨¢ con extranjeros. Tu madre imagina, con la prueba de sus ojos negros y un antiguo censo, el origen morisco del apellido Moreu; otros parientes dicen proceder de Francia. Tu padre evocaba historias remotas de antepasados sefard¨ªes, nunca supiste si f¨¢bula o verdad. Invadidas o invasoras, refugiadas, emigrantes, exiliadas: somos criaturas de la di¨¢spora.
Las huellas de una gen¨¦tica viajera y promiscua revelan nuestro pasado como especie migrante, aunque nos empe?emos en negar la evidencia. Los antiguos atenienses cre¨ªan que proced¨ªan de la misma tierra de su ciudad. En la noche de los tiempos, seg¨²n la mitolog¨ªa, el dios Hefesto intent¨® violar a la sabia Atenea. Ella lo rechaz¨® y, durante el forcejeo, el esperma se desliz¨® por su hermosa pierna hasta caer al suelo del ?tica, del que brot¨® Erictonio. Con esta leyenda refrendaban la propiedad de la tierra, su madre. Se proclamaban habitantes leg¨ªtimos, inm¨®viles, verdaderos hijos de la patria, en oposici¨®n a esos inmigrantes que siempre ser¨ªan, generaci¨®n tras generaci¨®n, forasteros intrusos. Adem¨¢s, como explica la antrop¨®loga Nicole Loraux, este pretexto legendario justificaba que las mujeres quedasen excluidas de la ciudadan¨ªa incluso en plena democracia. Ellas no descend¨ªan del terru?o, sino de la celeste y perversa Pandora que abri¨® la caja de los truenos. Y aunque par¨ªan a los varones atenienses, la maternidad simb¨®lica correspond¨ªa al polvo y el esti¨¦rcol del suelo.
En numerosas cosmogon¨ªas tradicionales, los seres humanos fueron creados con barro o sembrados como puerros o lechugas. Seg¨²n Loraux, la met¨¢fora de las ra¨ªces explicaba que el espacio c¨ªvico tiene un adentro y un afuera, subrayando as¨ª una n¨ªtida diferencia entre aut¨®ctonos y forasteros. Tal vez por eso, han existido siempre ¡ªa¨²n hoy¡ª ciudadanos-puerros que alardean de su pureza. Del adjetivo castus, ¡°puro¡± en lat¨ªn, proviene el concepto de ¡°casta¡±, la organizaci¨®n en grupos cerrados con privilegios o desventajas. Y tambi¨¦n la palabra ¡°castigo¡± para mestizos y contaminados. En El retablo de las maravillas, Cervantes muestra a dos p¨ªcaros que llegan a la aldea de Algarrobillas y ofrecen al alcalde mostrar un supuesto retablo m¨¢gico a cambio de suculentos dineros. Los timadores afirman que solo podr¨¢n ver las prodigiosas escenas quienes tengan sangre limpia, sin antepasados conversos o bastardos. En realidad, el retablo, como el traje nuevo del emperador, es solo palabrer¨ªa. Aunque la estafa resulta evidente a simple vista, toda la poblaci¨®n algarrobillense disimula. Nadie quiere hacerse sospechoso de ¡°padecer esa enfermedad¡±, es decir, pertenecer a la minor¨ªa rechazada e ileg¨ªtima, as¨ª que todos elogian y aplauden un espect¨¢culo inexistente.
Lo sucio, marrano, infectado o mestizo son t¨¦rminos usados para estigmatizar moralmente al otro: de ah¨ª derivan la limpieza ¨¦tnica y otras peligrosas met¨¢foras que tantas tragedias han desencadenado. Quiz¨¢ por eso, en nuestro Siglo de Oro, cuando la pureza de sangre se convirti¨® en obsesi¨®n, el manco Cervantes ¡ªsiempre bajo sospecha¡ª se atrevi¨® a so?ar un desali?ado caballero de La Mancha. La historia prueba que la realidad es la mancha, no la pureza, pero mantenemos la ficci¨®n con un interesado doble rasero. Ser aut¨®ctono en pa¨ªses de Occidente implica ventajas ¡ªnosotros primero¡ª, pero ser ind¨ªgena en territorios colonizados se carga de connotaciones peyorativas. Cuando los nuestros viajan son valientes emprendedores; quienes vienen son rechazados como par¨¢sitos. Ya lo denunci¨® en su s¨¢tira Cervantes: la identidad es un baile de m¨¢scaras al servicio del mejor pagador. Todos descendemos de un tiempo n¨®mada y somos extranjeros en la mayor parte del mundo, cuando franqueamos la l¨ªnea imaginaria de unas fronteras que existen ¨²nicamente en el atlas de las fantas¨ªas consensuadas. Si nuestras ra¨ªces son viajeras, solo una mente con pereza puede esgrimir pureza.
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