A la sombra de Felipe Gonz¨¢lez en su mejor noche
Julio Feo, quien forj¨® al l¨ªder del socialismo espa?ol en la Transici¨®n, y el fot¨®grafo de EL PA?S Pablo Juli¨¢, que retrat¨® aquella jornada hist¨®rica, recuerdan como testigos el d¨ªa en que Gonz¨¢lez gan¨® y esper¨® el triunfo en casa del primero
No recuerdan qu¨¦ comieron, pero s¨ª que algo bebieron y fumaron mucho. Hoy es una inc¨®gnita el men¨². Pero debi¨® tratarse de algo ligero. Porque uno no espera la mayor¨ªa absoluta con ardor de est¨®mago. Debes tener la digesti¨®n muy bien hecha y procurar que no se te escapen demasiado los gases. S¨ª recuerda Julio Feo, el hombre que construy¨® al l¨ªder llamado a transformar Espa?a, aquello que Jos¨¦ Luis Mart¨ªn Prieto cont¨® al d¨ªa siguiente en su cr¨®nica para EL PA?S. ¡°Alguien pregunt¨® ¡ªcuenta Feo ahora en su casa de Segovia¡ª: ¡®?Cu¨¢ntos somos para comer?¡¯. Y Felipe Gonz¨¢lez respondi¨®: ¡®Ocho en la mesa y 200 en el Congreso¡±.
Lo dijo por redondear. Pero seguramente pens¨® que ser¨ªan menos, aunque al final llegaran a m¨¢s: 202. Un ba?o. De hecho, aquel d¨ªa, 28 de octubre de 1982, quien iba siendo investido paso a paso presidente del Gobierno por los espa?oles en las urnas con 10 millones de votos sent¨ªa el inc¨®modo cosquilleo de la responsabilidad si arrasaba y todav¨ªa hablaba en condicional: ¡°Si ganamos¡¡±.
Quienes recuerdan hoy el ambiente del d¨ªa de la victoria hace 40 a?os, tanto Feo como el fot¨®grafo de EL PA?S Pablo Juli¨¢, insisten m¨¢s en la tensi¨®n relajada, en esos chistes que salen del nerviosismo previo que le entra a uno justo en la frontera del antes y el despu¨¦s, como para relativizar ¡ªincluso domar¡ª la euforia.
Eran pocos. Los justos. Nadie sab¨ªa d¨®nde estaban. Les sali¨® bordada su maniobra de distracci¨®n. Gonz¨¢lez y Carmen Romero, su esposa de entonces, acudieron a votar al barrio madrile?o de La Estrella, donde viv¨ªan, y despu¨¦s, callejeando a base de zigzagueos eficaces en el coche que conduc¨ªa Juan Alarc¨®n, su ch¨®fer, acabar¨ªan en Antonio Cavero, 37, el chalet de Julio Feo. ¡°A m¨ª entonces nadie me conoc¨ªa¡±, comenta quien sabe echarse atr¨¢s despu¨¦s de haber fijado el foco para los de delante. Hoy es un mito de la comunicaci¨®n pol¨ªtica, ya retirado, a sus 86 a?os. All¨ª ten¨ªan previsto pasar el d¨ªa la pareja, el conductor, tambi¨¦n Jos¨¦ Luis Moneo, el m¨¦dico que atend¨ªa a Felipe, preocupado por sus n¨®dulos en la voz aquel d¨ªa; Ana Navarro, su secretaria; la entonces esposa del anfitri¨®n, ?ngela Kutsch, y su hija Vanessa. Tambi¨¦n los escoltas y Pelayo, el basset hound mascota de la casa, que olisqueaba a los presentes.
Llegaron por la ma?ana y cerraron los visillos. Habilitaron el s¨®tano para los encargados de la seguridad con el objeto de no dar pistas a los vecinos, y esperaron las noticias a trav¨¦s de un televisor peque?ito con antenas a modo de cuerno y dos l¨ªneas de tel¨¦fono: una conectada al Ministerio del Interior y otra a la sede del PSOE. Desde la primera, Juan Jos¨¦ Ros¨®n, el entonces ministro encargado de la seguridad y el orden p¨²blico, les pidi¨® un favor: que se contuvieran a la hora de celebrar el triunfo, confirman tanto Feo como Juli¨¢. Aquello cabre¨® a Felipe. Lo consideraba una dejaci¨®n de responsabilidades por parte del entonces Gobierno de UCD. Aun as¨ª, se lo prometieron. Continuaban las amenazas golpistas y persist¨ªa el miedo a que los m¨¢s ultras se sintieran provocados en la calle. La otra l¨ªnea quedaba libre para hablar con la sede del partido. All¨ª, Alfonso Guerra les iba contando, a base de datos, las previsiones del tsunami de esca?os. ?l s¨ª recuerda qu¨¦ comi¨® aquel d¨ªa: solo galletas.
Ros¨®n y el futuro vicepresidente socialista eran las ¨²nicas personas fuera de aquella casa, situada en el entorno de la calle Arturo Soria de Madrid, que sab¨ªan d¨®nde se encontraban. Todo hab¨ªa sido preparado con esmero, criterio cient¨ªfico y rigor. El triunfo, me refiero. Lleg¨® despu¨¦s de un marat¨®n por etapas. En 1975, cuando Franco enferm¨® ya irreversiblemente, Julio Feo propuso a Alfonso Guerra que convendr¨ªa ir pensando en aprender a ganar elecciones. ?l se hab¨ªa empapado de sociolog¨ªa pol¨ªtica en Estados Unidos, donde estudi¨® la maquinaria electoral de los a?os sesenta en las universidades de Stanford y Columbia. Guerra le hizo caso y, a la vez que el clan sevillano tomaba un partido que parec¨ªa un geri¨¢trico, cre¨® el Instituto de T¨¦cnicas Electorales (ITE).
El resto fue empezar a calentar con dos elecciones previas en 1977 y 1979 y un golpe de mano sin el que seguramente hubiese sido imposible ganar: la renuncia de Felipe al marxismo, tambi¨¦n en 1979, que le hizo salir por la puerta de atr¨¢s del congreso de su partido para volver por la grande. Fue una maniobra que recuerda a la que d¨¦cadas despu¨¦s llevara a cabo Pedro S¨¢nchez. Distinto contexto, parecida estrategia. ¡°Pues s¨ª, tiene que ver¡±, comenta Feo.
Pero volvamos a la voluble cotidianidad de aquel d¨ªa, que encerraba una especie de pac¨ªfico Big Bang en pleno oto?o. A ese tiempo muerto de la espera, como el de una familia que debe controlar los nervios durante un parto primerizo. Hab¨ªan hecho bien el trabajo. Una campa?a impecable con un lema sencillo: Por el cambio. Feo sab¨ªa que contaba con un pura sangre: ¡°Todo un l¨ªder. En los m¨ªtines arrasaba. Antes de entrar en cualquier ciudad, qued¨¢bamos con gente del partido que nos contaba la situaci¨®n, ¨¦l tomaba unas notas y lo soltaba¡±.
As¨ª forjaba sus discursos, aderezados con una mezcla de geopol¨ªtica, esperanza, gotas de utop¨ªa posible y cuestiones concretas de cada lugar. ¡°Recorrimos el pa¨ªs en dos autobuses. En uno ¨ªbamos nosotros y en otro, la prensa. Se me ocurri¨® viendo el Mundial de f¨²tbol. C¨®mo llegaban los equipos en aquellos veh¨ªculos. Lo copi¨¦ de ah¨ª. Y funcion¨®¡±, dice Feo.
Hubo hasta siestas esa tarde del 28-O. Tambi¨¦n planes de legislatura lanzados al aire. Hablaron, cuenta en la cr¨®nica Mart¨ªn Prieto, de permitir la televisi¨®n privada, acercarse a los militares y los cuerpos policiales, de c¨®mo el Rey aquel les hab¨ªa asegurado que aceptar¨ªa el dictamen de las urnas. Se impon¨ªa templar gaitas, ahuyentar el miedo y administrar la esperanza. De la OTAN, de Europa y la necesidad de recuperar el orgullo de ser espa?oles mediante la cultura, aunque enterrando el pesimismo del 98, todav¨ªa vigente. De su intenci¨®n de llevar de vuelta a Adolfo Su¨¢rez a La Moncloa para que les abriera los cajones porque, dec¨ªan, Leopoldo Calvo-Sotelo, su sustituto, ni se hab¨ªa molestado.
Cuando todo quedara claro saldr¨ªan como hab¨ªan llegado, discretamente, para dirigirse al Hotel Palace y soltar un discurso medido, con sentido de Estado, generosidad, agradecimiento, mano tendida y algo de paracetamol para quienes pensaban que con la llegada de los socialistas poco menos que se iban a quedar sin los ahorros del banco. Pero ese momento deb¨ªa esperar. Hasta entonces conven¨ªa seguir conjugando el condicional, aunque a Felipe se le escapara aquello de ¡°ocho en la mesa y 200 en el Congreso¡±. ¡°Fue una boutade¡±, dice Julio Feo. No tanto. Se hab¨ªa quedado corto.
Calma, mucha calma, les ped¨ªa por favor el Gobierno ya medio saliente. ¡°Por eso se me ocurri¨® que se tumbara para hacerle la foto. Y como Felipe siempre ten¨ªa que agarrarse a algo, le dijo a la hija de Julio que se acercara¡±, cuenta Pablo Juli¨¢. As¨ª fue como la peque?a Vanessa, de ocho a?os, qued¨® inmortalizada en la primera p¨¢gina de la edici¨®n de EL PA?S.
Mart¨ªn Prieto se llev¨® el carrete al peri¨®dico. ¡°Se lo di, pero Felipe hab¨ªa puesto una condici¨®n. Pod¨ªan salir todas las im¨¢genes menos una: la que se le ve brindando con los escoltas¡±, recuerda el fot¨®grafo en Sevilla, donde nos encontramos en una terraza del barrio de Santa Cruz. ¡°No quer¨ªa que le vieran celebrando con champ¨¢n, por esa cosa de transmitir lo austero¡±. A¨²n no se atrev¨ªan a desafiar ciertos tab¨²es. Y el del champ¨¢n era uno, aunque fuera malo.
Hacia las ocho de la tarde, con las urnas cerradas, llam¨® Guerra con las vietnamitas. As¨ª llamaban, dice Pablo Juli¨¢, a una t¨¦cnica propia de medici¨®n de resultados. ¡°Ponme con el presidente del Gobierno¡¡±. Felipe cogi¨® el tel¨¦fono: ¡°Apunta: 202¡å. Lo clav¨®. Manten¨ªan la calma, pero sab¨ªan que hab¨ªan batido una marca democr¨¢tica dif¨ªcil de repetir. ¡°All¨ª todos est¨¢bamos ya felices, menos una persona¡±, cuenta Julio Feo. Habla de Carmen Romero, que entendi¨® hasta qu¨¦ punto su vida iba a transformarse. Mientras Felipe se dispon¨ªa a montarse a lomos de un pa¨ªs que lo apoy¨® en masa, a ella se le ven¨ªa el mundo encima. Pablo Juli¨¢ tambi¨¦n lo cree. Lo vio en su cara.
Se fueron para el Palace. Entraron por la cocina, dio el discurso y subieron a una suite. All¨ª, Guerra y Gonz¨¢lez saludaron desde el balc¨®n y quedaron congelados en una imagen hist¨®rica. Parec¨ªan bien avenidos, pero ya entonces cada uno reclamaba para s¨ª su propia parcela de poder: ¡°En el fondo, era m¨¢s un Gobierno de coalici¨®n entre guerristas y felipistas que otra cosa¡±, dice Feo. Pero esa es otra historia.
La de aquel d¨ªa se cierra con el responsable de la campa?a y el fot¨®grafo perdi¨¦ndose por las calles de Madrid, para celebrar cada uno con sus amigos. ?Y Felipe? Ellos no saben d¨®nde fue. Tampoco a Feo le hab¨ªa hablado de futuro. Una semana despu¨¦s le llam¨®: ¡°Cuento contigo, ?no?¡±. Hab¨ªa pensado que fuera portavoz del Gobierno. Despu¨¦s cambi¨®. ¡°Ser¨¢s secretario general de la Presidencia¡±. ?Qu¨¦ es eso?, pregunt¨® Feo. ¡°Hacerme la vida f¨¢cil¡±.
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