La Algameca Chica: el poblado ilegal de Cartagena, donde los vecinos limpian las calles, busca protecci¨®n
El asentamiento, en el que viven unas 200 personas, ha sobrevivido desde el siglo XIX gracias a una potente red comunitaria
Entrar en el poblado de la Algameca Chica, en Cartagena (Regi¨®n de Murcia), es como viajar cien a?os atr¨¢s en el tiempo: casas de madera suspendidas sobre el mar, sin red el¨¦ctrica, sin agua corriente, sin servicios p¨²blicos y con una vida comunitaria y vecinal que se asemeja a una red familiar. Este asentamiento ilegal lucha por demostrar que es un legado hist¨®rico, etnogr¨¢fico y de tradiciones en s¨ª mismo, al que hay que proteger y poner en valor como ejemplo de comunidad sostenible y de que una vida m¨¢s cercana a la naturaleza es posible.
Visto desde lejos, el poblado bien podr¨ªa estar en alg¨²n pa¨ªs de Latinoam¨¦rica, con sus casas de madera, cemento y uralita, de vivos colores, que se apelotonan desordenadas entre los desniveles y recovecos de la zona monta?osa sobre la que se levantan. O en el sudeste asi¨¢tico, con sus chozas levantadas literalmente sobre el agua de la rambla de Benipila, que divide en dos el asentamiento y que est¨¢ flanqueado por las barcas de sus moradores. Pero la Algameca Chica se ubica a solo 3 kil¨®metros del centro de Cartagena. Tiene su origen en el siglo XIX, cuando muchas familias instalaban cada verano sus ¡°barracas¡±, construcciones de madera que se desmontaban al llegar el oto?o. En 1881, explica a EL PA?S el historiador Jos¨¦ Ibarra, hay constancia cartogr¨¢fica de que hab¨ªa ya en la desembocadura de la rambla seis viviendas permanentes. Hoy son 110 casas, con una poblaci¨®n que llega a los 500 habitantes durante los meses de verano, y que se reduce a una decena de familias, unas 25 personas, residiendo de forma permanente.
Un lugar que se han convertido, en palabras de Ibarra, en ¡°un asentamiento urbano ingobernable¡± y un ¡°dolor de cabeza para las administraciones¡±. Desde el Ayuntamiento de Cartagena, reconocen la ilegalidad del poblado e inciden en que se halla en una zona inundable, pero se?alan que las casas se ubican en la denominada ¡°zona de polic¨ªa¡± de la rambla de Benipila, sobre la que tiene las competencias legales la Confederaci¨®n Hidrogr¨¢fica del Segura, dependiente del Estado. Adem¨¢s, los terrenos, apuntan, son propiedad del Ministerio de Defensa, que era el que daba los permisos temporales para la instalaci¨®n de las barracas. De hecho, el Estado ha planteado construir a escasos metros del poblado un nuevo centro de atenci¨®n temporal a extranjeros (CATE). Para Ibarra, la mara?a competencial llega tambi¨¦n a la comunidad aut¨®noma y a la Demarcaci¨®n de Costas, y ninguna de las administraciones se decide a tomar medida alguna porque lo que, en su opini¨®n, el enclave se ha convertido en un punto ¡°imposible de legalizar, pero tambi¨¦n de ilegalizar¡±.
Los vecinos son conscientes de que las casas contravienen cualquier ley de costas y de que se han levantado sin ning¨²n tipo de planeamiento urban¨ªstico, pero saben tambi¨¦n que constituyen un legado patrimonial y etnogr¨¢fico que hay que proteger. Aunque esto ¨²ltimo no siempre lo han tenido tan claro.
Lo explica el antrop¨®logo Diego Fern¨¢ndez que, en septiembre de 2022, puso en marcha un proyecto de desarrollo comunitario, no solo para mejorar la imagen que los cartageneros ten¨ªan de la Algameca Chica, sino tambi¨¦n la impresi¨®n de sus propios habitantes. ¡°Muchos de los que viven aqu¨ª hab¨ªan interiorizado el mensaje negativo de que el poblado era un sitio inseguro, abandonado, sucio¡±, explica. Un poblado chabolista, como tantos que hay en Espa?a. Sin embargo, al adentrarse en sus calles esa idea se aleja: no hay pobreza, marginalidad, delincuencia. La sensaci¨®n es m¨¢s bien la de haber viajado en el tiempo, a los pueblos de la Espa?a de mediados del siglo XX, con pocas comodidades, pero con un enorme sentido de la vida comunitaria y el bien com¨²n. Son los propios vecinos quienes limpian las calles, vigilan la zona, se ocupan de mantener en pie las barracas menos frecuentadas por sus due?os, se ayudan mutuamente. Unos organizan talleres infantiles los fines de semana; otros, visitas guiadas para dar a conocer la historia del lugar. Decoran calles y fachadas con pinturas y mosaicos, acondicionan barcos en desuso como elementos decorativos. O sacan un aperitivo a la puerta a quien se interesa por su historia, como hace Juan Jos¨¦ S¨¢nchez Vidal, un pastor evang¨¦lico retirado, de 73 a?os, que pas¨® todos los veranos de su infancia en una barraca en la margen izquierda de la rambla con sus siete hermanos y que ahora pasa sus d¨ªas (que no sus noches, especifica) en su propia barraca, en la margen derecha.
A trav¨¦s del proyecto de mediaci¨®n, explica el antrop¨®logo, se ha hecho una profunda labor de comunicaci¨®n, siempre de la mano de los propios vecinos, para poner en valor estas caracter¨ªsticas e incidir en la idea de que el poblado ¡°representa una cultura, una tradici¨®n, algo que hay que proteger¡±. En su opini¨®n, se han dado grandes pasos en ese sentido y la prueba es f¨¢cilmente constatable: caminando por el lugar una ma?ana de un lunes laborable cualquiera, es f¨¢cil cruzarse con grupos de senderistas, curiosos, jubilados, incluso alg¨²n que otro extranjero, GPS en mano.
El bullicio no es algo nuevo en el poblado. Ana Mar¨ªa Ortega Torres, de 79 a?os, es la memoria viva de la historia del asentamiento y conserva infinidad de fotograf¨ªas de la intensa vida en las antiguas barracas desmontables, de las fiestas que se organizaban por el d¨ªa de Santiago, del ¡°chambilero¡±, el hombre que recorr¨ªa el asentamiento vendiendo helados con un carret¨®n. De todos sus recuerdos, destaca la ¡°convivencia¡± que hab¨ªa ¡°entonces¡±, la camarader¨ªa de los vecinos, el jaleo de los ni?os en las noches de verano.
Gin¨¦s Lugilde fue uno de esos ni?os, y tambi¨¦n su mujer, Ana S¨¢nchez, de cuyos padres heredaron su barraca. Los dos usan la misma palabra para definir lo que para ellos es la Algameca Chica: ¡°libertad¡±. La que recuerdan de su infancia y adolescencia, y la que les da ahora poder alejarse del ruido y el estr¨¦s. Aunque, reconocen, la vida en la barraca no es f¨¢cil, porque todo hay que trabaj¨¢rselo. Por ejemplo, ¡°aqu¨ª se le da al agua el valor que realmente tiene, uno se lo piensa bien antes de malgastarla¡±, dice Andr¨¦s Plazas, que reside de forma permanente en el asentamiento. En la mayor¨ªa de barracas, el agua se almacena en dep¨®sitos de mil litros que hay que ir a llenar en un manantial natural cercano. Las aguas residuales se vierten en pozos ciegos.
La luz procede principalmente de placas fotovoltaicas instaladas en las cubiertas de las barracas. Algunas han comenzado tambi¨¦n a utilizar peque?os generadores e¨®licos. Jos¨¦ ?ngel Garc¨ªa, tesorero de la Asociaci¨®n de Vecinos de la Algameca Chica, y otro de los habitantes permanentes, ha sido el impulsor de la instalaci¨®n de esos sistemas, en su propia vivienda y en las de sus vecinos. Su barraca, que hered¨® de sus abuelos, es una de las m¨¢s antiguas, con unos 109 a?os, y conserva todav¨ªa el mecanismo que permite desmontar su estructura de madera. Sin escrituras o t¨ªtulos de propiedad, sin constancia en el catastro ni pago del IBI, Garc¨ªa est¨¢ empadronado en ella. Para hacerlo, cuenta, tuvo que pagar unos 50 euros al Ayuntamiento de Cartagena porque, al no existir administrativamente el poblado, la Polic¨ªa Local tuvo que personarse en el lugar y dar fe de que hab¨ªa una construcci¨®n habitada en el punto en que indicaba este vecino. ¡°Dar fe de algo que se conoce en todo el mundo¡±, bromea. En su casa tiene, como prueba irrefutable de ello, un mapamundi cuajado de chinchetas de los lugares de donde proceden las personas a las que ha ense?ado este entorno. ¡°Menos del Polo Norte, creo que de todas partes¡±, afirma, orgulloso.
Ese chorreo creciente de visitantes ha restado algo de paz a la Algameca Chica pero Garc¨ªa, como la mayor¨ªa de los vecinos, lo acepta de buen grado. Es consciente de que la ¨²nica forma de preservar este asentamiento es que, tambi¨¦n desde fuera, se vea como lo ven sus ojos: como un pedazo irremplazable de la historia, la tradici¨®n y la personalidad de Cartagena.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.