Vivir sin m¨¢scara
Un rid¨ªculo pudor impide cubrirme el rostro para ocultarme y no ser yo, demasiado d¨¦bil y transparente para lo que demanda el oficio o la vida misma
A¨²n con el pijama puesto, remov¨ªa en la bolsa del cotill¨®n entre paquetes de confeti, chillonas guirnaldas de papel brillante y fr¨¢giles espantasuegras hasta dar con el preciado e invariable antifaz: negro o verde o dorado. Era la liturgia matinal de cada 1 de enero mientras mis padres segu¨ªan durmiendo, recuper¨¢ndose de la fiesta a la que hab¨ªan acudido. Algunos a?os, con suerte, hab¨ªa tambi¨¦n una nariz de punta roja unida a un bigotito negro. Y de esa guisa corr¨ªa por casa, hasta que los mayores se despertaban: esas bolsas eran para que jug¨¢ramos mi hermana y yo, as¨ª estaba acordado, pero me daba un no s¨¦ qu¨¦ que me vieran enmascarado.
Me encantaba de ni?o llevar sombreros, caretas, lentes y poseo hoy una docena larga de gorras, un par de sombreros y tres pares de gafas de sol, pero ni entonces ni ahora me he puesto casi nunca nada de todo eso encima, ni tan siquiera en estos ¨²ltimos tiempos de pura apariencia, donde ficci¨®n, mentira y realidad son inseparables. ¡°La cara debe estar siempre despejada¡±, me aleccionaba la abuela, contraria a barbas y bigotes, rostro limpio quiz¨¢ como plasmaci¨®n de que no hab¨ªa nada que ocultar, de que uno era de fiar, espejo del alma. A saber.
Ni que fuera para protegerme o para hacer surgir pulsiones o alg¨²n rasgo del car¨¢cter ocultos me hubiera venido bien en alguna ocasi¨®n en la vida ponerme algo de todo aquello como parapeto, reflexiono ante la inquietante m¨¢scara neol¨ªtica (esos dientes, esos agujeros para at¨¢rsela, supongo) hallada en Horvat Duma (Judea), del 7.000 antes de Cristo, y cuya reproducci¨®n recibe al visitante de La m¨¢scara no miente nunca en el CCCB, exposici¨®n a la que (freudianamente) he acudido el ¨²ltimo d¨ªa del a?o. Imponente: casi por s¨ª sola justifica la visita. Calzarse en el rostro algo as¨ª, pienso, apenas una vez, ni que hubiera sido para poder formar parte de un ej¨¦rcito furioso, de una cacer¨ªa salvaje, ser uno de los jinetes fantasmales, ese mito documentado en 1835 por Jacob Grimm (mit¨®logo y herman¨ªsimo de Wilhelm) y que plasma un cuadro de Cordes.
En aquella tienda ante el vendedor descort¨¦s que me enchuf¨® un producto caduco, frente a la amiga dorada la ¨²nica vez solos en aquel bar, tras el conductor desafiante que oblig¨® al frenazo y a¨²n insulta, cu¨¢n necesaria entonces una m¨¢scara que ayudara a hacer crecer la distancia entre quien la lleva y el acto o la frase que comete. De ese efecto abusaron los primigenios fundadores del Ku Klux Klan, en 1865: ¡°?Que quiz¨¢ parecemos se?ores? Nosotros venimos del infierno¡±, le solt¨® un encapuchado con un traje rojo (como un Santa Claus de mal gusto) a un hombre negro que, a pesar de asaltar su casa, a¨²n les trataba de usted. Lograr esa distancia que permit¨ªa el gran negocio del l¨ªder kukluxklanero William Joseph Simmons, empresario que fabricaba los h¨¢bitos y las capuchas obligatorias para los miles de afiliados a la secta, que pod¨ªan hasta encargar modelo a partir de boletines de pedido en un no tan lejano 1923.
Igual tem¨ªa que, si me pon¨ªa una m¨¢scara, me ocurriera como la que usa un personaje del c¨®mic de Watchmen y ella sola prefigurara un dibujo del test de Rorschach que trasluciera mi personalidad, esa rid¨ªcula verg¨¹enza a protegerme que me impide esa necesidad de ocultarme para no ser yo, demasiado d¨¦bil y transparente para lo que demanda el oficio o la vida misma. Curiosa paradoja: quedar al descubierto, incapaz de pertrecharse con un caparaz¨®n, antes mostrar las flaquezas que provocar desconfianza o miedo. Pero al menos parapetarse ni que fuera tras una m¨¢scara copia de uno mismo, una como las que Anna Coleman Ladd pintaba en 1917 para los mutilados rostros de los soldados franceses en la Primera Guerra Mundial, desfigurados por los gases, caras rotas no est¨¦ticamente muy alejadas de las monstruosas m¨¢scaras antig¨¢s: el infierno en la Tierra.
?Por qu¨¦ no somos o actuamos como queremos ser? Y fantaseo con llevar o bien el largo antifaz del caballero jaguar (ferocidad) o la del caballero ¨¢guila (estrategia), los dos grados militares de los antiguos aztecas, como unas salas atr¨¢s jugaba mentalmente asignando las siete horripilantes m¨¢scaras Perchta (deidad de los Alpes germ¨¢nicos, Salzburgo, siglo XIX) a otros tantos esp¨ªritus malignos que han cruzado mi vida: los cuernos oscuros o la agresiva ortodoncia de las caretas encajan f¨¢cil con rostros, comportamientos.
El literario Fant?mas representaba escapar de la nov¨ªsima antropolog¨ªa criminal, mientras no dejaba de ser un ojo en la subcultura de los violentos apaches de los bajos fondos parisienses, un subsuelo ca¨®tico de unos 30.000 maleantes frente a unos 8.000 polic¨ªas en el Par¨ªs de 1907. Un poco entre dos aguas como ¨¦l, descubro que ser desenmascarado es la m¨¢s grande humillaci¨®n para un jugador de lucha mexicana, simbolizada en fotos, carteles, pel¨ªculas y un desfile de 39 mascarillas¡ Si alguna vez el periodismo me proporcion¨® una p¨¢tina de careta de cinismo o impostura, en estas cr¨®nicas cayeron todas. De nuevo, en carne viva.
Siempre intent¨¦ protegerme. Los Reyes Magos de alg¨²n a?o de principios de los 70 cumplieron y trajeron Las mil caras del agente secreto: bigotes y barbas postizas, dientes grandes y negruzcos, gafas negras con nariz incorporada, careta de pl¨¢stico¡ El desuso de los a?os la derriti¨® casi intacta y la peg¨® a la caja, como las gomas de los objetos perdieron su elasticidad y el pelo se cay¨®, ¨¢spero, como descubr¨ª no hace tanto.
Signo ancestral de peligro, clandestinidad o secreto, la mascarilla, en este hoy pand¨¦mico, es elemento solidario, mientras la cara despejada que reivindicaba mi abuela, basti¨®n moral de casa, es la que perturba. Igual estos tiempos parad¨®jicos me sirvan para vencer reticencias. Vivir sin m¨¢scara, qu¨¦ iluso.
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