?Callaos, hipogl¨²cidos!: la inmensa huella de un maestro
Hay maestros que se te quedan pegados en el alma como un Boomer de fresa ¨¢cida a la suela del zapato. Son los buenos, los que te sacuden la raz¨®n en clase y se van contigo a casa en la mochila cuando suena el timbre
El otro d¨ªa me entr¨® algo en el ojo. Era una pelusa de nostalgia del tama?o de un becerro. Y una, al¨¦rgica como es al polvo, polen y gram¨ªneas, dio rienda suelta a una marea de lagrimones que corr¨ªan mejilla abajo tropezando unos con otros. En un v¨ªdeo colgado en Facebook, Don Pedro, el profesor de Matem¨¢ticas que nos ense?¨® las ecuaciones y la vida a varias generaciones de chavales en el Agra de Ra¨ªces de Cee (A Coru?a), se desped¨ªa para siempre del instituto, de la docencia y de sus ¨²ltimos alumnos. ?l ¡ªel ¨²ltimo maestro con trato de don, reivindicaba¡ª colgaba la tiza ante un auditorio lleno de adolescentes que aplaud¨ªa a rabiar. La jubilaci¨®n le esperaba al otro lado de la puerta del patio. ¡°Os quiero un mont¨®n. Me acordar¨¦ de vosotros toda la vida¡±, dijo entre sollozos. Y nosotros de ¨¦l.
Hay maestros que se te quedan pegados en el alma como un Boomer de fresa ¨¢cida a la suela del zapato. Son los buenos, los que te sacuden la raz¨®n en clase y se van contigo a casa en la mochila cuando suena el timbre. Don Pedro, por ejemplo, ten¨ªa el don en el nombre y en la gracia para hacer divertida una clase de Matem¨¢ticas: se inventaba c¨®micos personajes para protagonizar los problemas de c¨¢lculo, como Mar¨ªa de los Gases o la T¨ªa Eufrasia de Cabanude, y hac¨ªa protagonistas a los alumnos en los ejercicios de aritm¨¦tica: ¡°Cada ocho minutos me da la lata Jorge y cada seis minutos, Vanessa me dice que no entiende. Al entrar en clase, Jorge me dio la lata y Vanessa ten¨ªa una duda. En una clase de 50 minutos, ?cu¨¢ntas veces coinciden los dos, uno dando la lata y la otra preguntando?¡±, nos dict¨® en una clase de primero de ESO. Era divertido y travieso, al punto de interrumpir la tarea poniendo un dedo en el ojo a cualquier alumno al grito de: ¡°?Hola! ?Molesto?¡±; pero tambi¨¦n sab¨ªa llamar al orden a las clases revoltosas parafraseando al insigne Homer Simpson: ¡°?Callaos, hipogl¨²cidos!¡±, soltaba enfurecido. Y call¨¢bamos.
Don Pedro era el poli bueno, un b¨¢lsamo de cercan¨ªa para esos ni?os de 12 a?os que acaban de cruzar por primera vez las hostiles puertas del instituto. Lejos del cobijo que da la escuela primaria, ¨¦l y su mujer, Do?a Marisa, profesora de Ciencias Naturales de todo el mundo desde que tengo conciencia, eran el punto de anclaje a la infancia. Un poco maestros, un poco padres. Siempre ah¨ª.
Do?a Marisa tambi¨¦n se jubil¨® el a?o pasado con la fama intachable de severa e impasible. Merecida y entrenada cada d¨ªa, en las distancias largas no daba lugar a la chanza y un grito suyo hac¨ªa temblar hasta a las colchonetas del gimnasio. Hab¨ªa que excavar un poco, prestar atenci¨®n a los detalles y vivirla de cerca para ver, en cambio, la empat¨ªa inmensa con sus alumnos o su pertinaz obstinaci¨®n para no dejar a nadie atr¨¢s. Nos re?¨ªa y nos mimaba a partes iguales, pero siempre nos hac¨ªa mejores. Cuando se fue, las chavalas de mi aldea le mandamos un ramo de flores al instituto: ¡°Todo lo que construiste en las aulas, con la disciplina de los gritos atronadores y el cari?o de los abrazos en los d¨ªas tristes, sigue latiendo en cada una de nosotras¡±, le escribimos. Ella, agradecida y emocionada, nos come a besos cada vez que nos ve por la calle y a¨²n nos sigue buscando por el pueblo para juntarnos a todas e invitarnos a un caf¨¦. Inmensa la do?a.
Si supiesen algunos maestros lo que han hecho por nosotros¡ O de nosotros. De alguna manera, somos todos una especie de lego de nuestros mejores y peores profesores, piecitas sueltas que unos y otros van moldeando y encajando con las dem¨¢s, anclando a las de atr¨¢s y dejando hueco a las que vienen, guiando el camino para terminar el mu?eco final. No se olvidan los malos docentes, los que dejaron fantasmas o traumas injustos que a¨²n se arrastran; pero de los buenos te acuerdas m¨¢s.
La profe Ana, maestra de la escuela unitaria donde todo empezaba, me ense?¨® a leer y a escribir. Y a plantar una lenteja en un vaso de yogur. Y a pintar por dentro de la l¨ªnea. Y a que no pasa nada si te caes y te manchas un poco el pantal¨®n o te rascas la rodilla. Porque casi todo tiene arreglo. No lo sab¨ªa entonces, pero ella me dio las herramientas para ganarme hoy el pan y Concha Blanco, escritora y profesora de Gallego en el instituto, me mostr¨®, sin saberlo, el camino a esta profesi¨®n al inocularme, en un trabajo de clase, la idea del periodismo.
La huella de un maestro es inmensa. Llega hasta los lugares m¨¢s insospechados. Pocos podr¨¢n decir, por ejemplo, que han recitado La vida es sue?o, de Calder¨®n de la Barca, en una discoteca. Quiz¨¢s solo Fran Perea, mis amigas y yo. El cantante lo hizo el otro d¨ªa en su concierto en el Apolo y nosotras, durante muchos s¨¢bados, en nuestro pub de cabecera mientras sonaba de fondo Franz Ferdinand o los Strokes. Resulta que el dj, Brais, comparti¨® con nosotras profesor de literatura, el gran Casti?eira, y todos nos sab¨ªamos al dedillo el mon¨®logo de Segismundo, que recit¨¢bamos sin respirar a voz en grito en el bar.
Sabes que un maestro es como un Boomer de fresa ¨¢cida en la suela del zapato cuando lo recuerdas y sonr¨ªes. Cuando se te mete algo en el ojo en su despedida o cuando te ves explic¨¢ndole a alguien el Romancero Gitano en la barra del bar. Tambi¨¦n cuando te lo encuentras por la calle despu¨¦s de mucho tiempo y solo te sale decir: ¡°Jol¨ªn, gracias por todo¡±.
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