Jos¨¦ Antonio, siempre mi m¨¦dico de cabecera
¡°Yo no quiero otro m¨¦dico. Yo quiero que Jos¨¦ Antonio me atienda siempre. Y que toda esta mierda no sea verdad¡±, escribe Cecilia Hertrampf, una de sus pacientes. El coronavirus se lo llev¨® hace una semana
Mi marido sali¨® escopetado de su despacho y entr¨® a nuestra habitaci¨®n a las 9.30 del jueves pasado para despertarme. Era mi primera libranza tras 15 d¨ªas sin dejar de trabajar ma?ana y tarde desde casa. ¡°?Tu m¨¦dico de cabecera se llama Jos¨¦ Antonio Fern¨¢ndez L¨®pez?¡±. La pregunta me noque¨®. Me incorpor¨¦ de un salto: ¡°Se ha muerto¡±, solt¨¦ sin apenas pensarlo. Pero deseando estar equivocada.
El d¨ªa anterior hab¨ªa ido andando al centro de salud para pedirle una receta. Sab¨ªa que Jos¨¦ Antonio no iba a estar porque era de tarde, y ¨¦l atend¨ªa durante el turno de ma?ana. Pero la enfermera que me sali¨® a recibir a la calle, tras pedirme la tarjeta sanitaria y echarle un ojo, me asegur¨® que otro doctor me llamar¨ªa al d¨ªa siguiente: el m¨ªo estaba de baja.
No s¨¦ si detr¨¢s de la mascarilla de siete euros que llevaba ese d¨ªa pudo notar mi mueca de terror. Un mes y pico antes, sobre el 20 de marzo, hab¨ªa tenido cita telef¨®nica por esa misma receta. Cuando son¨®, cog¨ª el m¨®vil esperando o¨ªr su voz y pensando preguntarle qu¨¦ tal esos primeros d¨ªas de saturaci¨®n en el ambulatorio. Pero aunque el n¨²mero del que me llamaban era el de su consulta, quien contest¨® no era ¨¦l. ¡°Jos¨¦ Antonio est¨¢ malito¡±, me dijo. Y si ya entonces sent¨ª miedo de que la causa fuera el maldito bicho y no me atrev¨ª ni a mentarlo, cinco semanas despu¨¦s me qued¨¦ helada al inundarme la certeza.
Jos¨¦ Antonio nunca re?¨ªa ni se enfadaba. Nunca perd¨ªa la sonrisa, su t¨¦cnica infalible para lograr que le obedecieran. Jam¨¢s se me cruz¨® por la mente que los ¨²ltimos d¨ªas de febrero iba a despedirme de ¨¦l por ¨²ltima vez. ¡°Ponte una alarma en el m¨®vil¡±, me dijo. Tem¨ªa que olvidara que varias semanas despu¨¦s deb¨ªa llevarle unos an¨¢lisis de sangre.
Cuatro meses estuvimos vi¨¦ndonos todos los viernes. Me romp¨ª dos dedos de la mano y me oblig¨® a cogerme una baja largu¨ªsima, que jam¨¢s me plante¨¦ completar, pero que acab¨¦ cumpliendo al pie de la letra, rendida ante la l¨®gica irrefutable de sus consejos.
Jos¨¦ Antonio nunca re?¨ªa ni se enfadaba. Nunca perd¨ªa la sonrisa, su t¨¦cnica infalible para lograr que le obedecieranCecilia Hertrampf
En ese tiempo sin trabajar pasaron muchas cosas, incluyendo mi primera depresi¨®n. Entraba a su consulta con ansiedad, pero los ojos enormes y azules de Jos¨¦ Antonio me devolv¨ªan la calma. Se encog¨ªa de hombros y me renovaba la baja: ¡°Estas fracturas dan problemas si no curan bien. ?Y t¨² tecleas todo el d¨ªa!¡±, me dijo tantas veces que al final me convenci¨®. De quedarme en casa y de ir al psiquiatra. De pensar m¨¢s en m¨ª.
Si me daban cita a las 11.35, iba a mi hora pero consciente de que, con suerte, no saldr¨ªa del ambulatorio antes de las dos. Jos¨¦ Antonio se tomaba su tiempo con cada paciente. Explicaba, examinaba, comprend¨ªa, animaba. Atend¨ªa. Y nadie de los que esper¨¢bamos se pon¨ªa nervioso ni se levantaba para quejarse a la recepci¨®n. ?ramos verdaderos pacientes. (Conjugar en pasado al hablar de su trabajo me destroza).
La noche del d¨ªa que me enter¨¦ de su muerte, entr¨¦ en Facebook. Muchos vecinos se desped¨ªan con cari?o en los grupos del pueblo, repletos de fotos, p¨¢rrafos trist¨ªsimos y otros m¨¢s simples, decenas de sencillos DEP. Llor¨¦ otra vez y tecle¨¦ con rabia: ¡°Yo no quiero otro m¨¦dico. Yo quiero que Jos¨¦ Antonio me atienda siempre. Siempre. Y que toda esta mierda no sea verdad¡±.
Cecilia Hertrampf es periodista de EL PA?S.
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