Saturno devorando un calamar
Si no supi¨¦ramos que el guionista de la serie m¨¢s vista del momento se inspir¨® en las?desigualdades de Corea del Sur?para escribirla, ser¨ªa plausible que las musas le hubiesen venido buscando piso en Madrid
En la calle Toledo hay una tienda llamada Disfraces Paco cuyo escaparate en estos d¨ªas parece el mostrador de una carnicer¨ªa siniestra donde el g¨¦nero son pies de personas cortados, brazos desprendidos de troncos humanos, huesos astillados, rostros con carne colgante alegremente dispuestos.
A Mart¨ªn, el hijo de ocho a?os de mi amiga Marta del Riego, se le abr¨ªan los ojos como platos cuando los ve¨ªa el s¨¢bado por la ma?ana a la altura de su nariz, que pegaba en el cristal justo antes de agacharse. Quer¨ªa apartar la mirada, pero al mismo tiempo quer¨ªa mirar. Supe perfectamente que est¨¢bamos presenciando el momento fundacional en el que descubr¨ªa el morbo, esa laguna Estigia que hay entre la muerte, la vida, el dolor, el placer, el miedo, la risa y el sexo.
Seguramente porque se trata de una emoci¨®n muy compleja, todos recordamos las primeras veces que la sentimos: al cotillear una revista er¨®tica que nuestro hermano mayor ten¨ªa guardada en la mesilla de noche, al escuchar a lo lejos la matanza de un gorrino en el pueblo, al observar en lontananza las ramas de luz de un rayo en medio de la noche, al ver a un Cristo cubierto de sangre soportar latigazos en lo alto de un paso de Semana Santa movido por 12 hombres cubiertos de negro con cabezas c¨®nicas y agujeros en los ojos. Esta ¨²ltima imagen aterradora fue recurrente en mi infancia al igual que lo fueron en Pascua las visitas a mi calle de un se?or cuya trompeta apocal¨ªptica anunciaba en medio de la madrugada la muerte de Cristo. Odiaba el sonido de aquel instrumento, pero cada a?o esperaba con emoci¨®n su regreso.
No me impresion¨® nada saber la semana pasada que los ni?os de ahora imitan a escondidas en el patio del colegio la din¨¢mica de una serie de ficci¨®n en la que se ve a unas cuantas personas disfrazadas con los colores de Parch¨ªs matarse unas a otras a cambio de ganar un concurso. Si no hubiese le¨ªdo por ah¨ª que el guionista se inspir¨® en las desigualdades de Corea del Sur para escribirla, me parecer¨ªa plausible que las musas le hubiesen venido despu¨¦s de una semana buscando piso en Madrid.
El s¨¢bado por la tarde un ni?o de ocho a?os se par¨® a mirar fascinado una cabeza degollada cuyos remates sanguinolentos recordaban a Saturno devorando a su hijo. Colgaba en el techo de un escaparate de un bazar chino lleno de caretas de Halloween en la glorieta de Pir¨¢mides, un lugar donde se ve en el horizonte la Pradera de San Isidro, esa que tambi¨¦n pint¨® Goya, cuya silueta se acaba convirtiendo en un cementerio. A la derecha, las copas de los ¨¢rboles de sombra que se plantaron en los a?os setenta, a la izquierda, las picudas lanzas de cipreses que llevan ah¨ª siglos; a un lado, ni?os corriendo y jugando, al otro, cuerpos inertes; risas, jadeos y pelotas botando contra un silencio sepulcral; tiempo versus eternidad. Afortunados los que saben a ciencia cierta en qu¨¦ lado est¨¢n.
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