El fantasma de los hoteles de lujo
No hay mayor s¨ªntoma de prosperidad en una ciudad que una alta ocupaci¨®n hotelera, no hay mayor s¨ªmbolo de decadencia democr¨¢tica que un modelo econ¨®mico basado en el privilegio de unos pocos
Hace tiempo, la condesa de Romanones, que en paz descanse, me cont¨® que cuando lleg¨® a Madrid en los a?os cuarenta, el ¨²nico lugar de la ciudad donde se pod¨ªan encontrar pantis de cristal era en el Hotel Palace. En aquella villa y corte de la que ella hablaba todav¨ªa se ve¨ªan burros tirando de carromatos llenos de cestos de carb¨®n en un paseo de la Castellana flanqueado por palacetes, pero...
Reg¨ªstrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PA?S, puedes utilizarla para identificarte
Hace tiempo, la condesa de Romanones, que en paz descanse, me cont¨® que cuando lleg¨® a Madrid en los a?os cuarenta, el ¨²nico lugar de la ciudad donde se pod¨ªan encontrar pantis de cristal era en el Hotel Palace. En aquella villa y corte de la que ella hablaba todav¨ªa se ve¨ªan burros tirando de carromatos llenos de cestos de carb¨®n en un paseo de la Castellana flanqueado por palacetes, pero con firme de barro y lo que menos necesitaban la mayor¨ªa de las mujeres, que fregaban con sus propias manos los pa?ales de sus hijos y los calzoncillos de sus esposos, era comprarse unas medias transparentes con las que lucir bonitas piernas.
Y, sin embargo, aquella mercanc¨ªa era imprescindible para ella, Aline Griffith, que acababa de llegar desde la costa este de Estados Unidos con la excusa de trabajar como secretaria de direcci¨®n en las oficinas de una empresa petrol¨ªfera, aunque con el prop¨®sito real de ser una esp¨ªa de altos vuelos. En la barra del bar del Palace, el espacio diplom¨¢tico m¨¢s excitante de Europa, Aline encontraba soplos, pero tambi¨¦n caprichos imposibles de encontrar en una ciudad que tras la Guerra Civil se mor¨ªa de tristeza y de hambre.
La semana pasada, en una ciudad donde las mujeres locales todav¨ªa no pueden viajar sin el permiso de sus maridos, est¨¢n obligadas a caminar por las calles con la cabeza y el cuerpo tapados bajo telas negras y no les est¨¢ autorizado fumar en p¨²blico, yo pude fumar tranquilamente un cigarrillo asomada al balc¨®n de una terraza con vistas sobre el golfo p¨¦rsico. Fue en un hotel de cinco estrellas, donde todo lo que no pueden hacer los que viven de sus puertas hacia fuera, est¨¢ permitido de puerta adentro.
No hace falta viajar tan lejos para percibir que los hoteles siempre han sido lugares donde hay cierta inmunidad a la moral del mundo exterior: como barcos atracados en el asfalto, en ellos el capit¨¢n, que en este caso es el recepcionista, tiene permiso para dar su bendici¨®n a las parejas m¨¢s extra?as y proporcionar felicidad ef¨ªmera a los que los habitan.
Mi madre trabaj¨® muchos a?os en uno socialdem¨®crata, es decir, de tres estrellas; de esos que reciben con un abrazo de s¨¢banas limpias a viajantes que atraviesan la Pen¨ªnsula de cabo a rabo y a artistas que tocan en las fiestas patronales. En ¨¦l se serv¨ªa un delicioso desayuno continental: lo s¨¦ porque yo lo degust¨¦ el d¨ªa que mi progenitora (hola, mam¨¢, te quiero; gracias por haber madrugado por m¨ª tantos a?os de tu vida) consigui¨® concertarme una cita con mi ¨ªdolo, Chiquito de la Calzada, para que me firmase un aut¨®grafo.
No hay mayor s¨ªmbolo de prosperidad para una ciudad que una alta ocupaci¨®n hotelera. No hay mayor s¨ªmbolo de decadencia democr¨¢tica que un modelo econ¨®mico basado en el privilegio de unos pocos. En Madrid han abierto cinco hoteles de lujo en un a?o. Estupendo, mientras siga habiendo pantis y cigarrillos para todas.
Suscr¨ªbete aqu¨ª a nuestra newsletter diaria sobre Madrid.