?Un h¨¢mster es un ingrediente?
En el mundo todo es comida. Nosotros mismos no somos m¨¢s que un saco de ingredientes en potencia a la vista de gusanos, buitres o pumas
La ¨²ltima vez que fui a por Hija a casa de su amigo me llev¨¦ un h¨¢mster de propina. Me abland¨¦, lo reconozco. No entiendo qu¨¦ necesidad hay de criar animales en un laboratorio para venderlos como juguetes, si no es la de fabricar en serie consumidores de pienso, jaulas y accesorios de pl¨¢stico. Pero me pudo la presi¨®n del grupo.
En el pueblo s¨®lo hay una quincena de ni?os. Van todos a la misma escuela. Juegan juntos cada tarde y cada noche de verano. Se pasan la ropa, los chichones, los virus, las batas y los libros unos a otros. Funcionan como un enjambre, y cuando los h¨¢msters de Adri¨¢n cr¨ªan, es ley que cada peque?o se lleve uno a su casa.
La familia de Adri¨¢n vive en una casa de pay¨¦s de las muchas que brotan esparcidas por el t¨¦rmino municipal. Cuidan un huerto y cr¨ªan gallinas y conejos para consumo propio. Al subir al coche con la rata en una caja de cart¨®n, Hija salt¨® con que quiere un conejo.
¡ª?Por supuesto! ¡ªrespond¨ª¡ª. ?Y dos y tres y cinco!
Qued¨® tiesa.
¡ªLos tendremos cuando haya terminado de arreglar el patio trasero¡ªprosegu¨ª¡ª y cuando haya aprendido a matarlos. La abuela Montserrat me ense?ar¨¢. Cuento con ello. Tendremos gallinas, tambi¨¦n.
¡ª?Podremos dejar crecer alguno? El padre de Adri¨¢n los mata muy deprisa y casi no nos da tiempo a jugar con ellos.
¡ªVale. No veo por qu¨¦ no. Al fin y al cabo, es para ablandar la carne de los animales viejos, un poco, que se invent¨® estofar.
Parece que tenemos un trato.
Si el h¨¢mster fuese un ser m¨¢s corpulento, me valdr¨ªa para hacer buenas paellas. Como no es el caso, cada vez que uno muere, de camino a buscar al siguiente arrojamos su cuerpecillo por la ventanilla del coche a la altura de la curva del pino alto de ramas bajas donde se posa la lechuza a asustar a los conductores noct¨¢mbulos, sabiendo que le estamos dando al cad¨¢ver un prop¨®sito de altura.
Para cundir y dar buenos arroces, los h¨¢msters tendr¨ªan que tener la envergadura de los coip¨²s, que hoy corren por todos los r¨ªos de Espa?a, o los capibaras, que dormitan en la simulaci¨®n de selva amaz¨®nica del Museo de la Ciencia de Barcelona. ¡°Donde hay capibaras hay quien se los come¡±, le respondo al chaval que se tiraba de los pelos en X (antes Twitter) al saber que, en Am¨¦rica Latina, y por Semana Santa, nada menos, estos roedores protagonizan guisos. ?B¨¢rbaros!
Dicen las notas de los colonos portugueses en ?frica que el hipop¨®tamo sabe a ternera. Estaba permitido comerlos por Cuaresma, porque la l¨®gica eclesi¨¢stica los consideraba pescado, por las horas que pasan en el agua. Los naturalistas de los Pirineos explican historias parecidas de la nutria. En conventos y abad¨ªas, ten¨ªan bula para comer patos en tiempo de ayuno, siguiendo el mismo razonamiento.
Pero el chico no se sorprend¨ªa de que hubiese quien sortea las prohibiciones que afligen al com¨²n de los mortales con triqui?uelas, sino de que exista quien come carne de un animal que ¨¦l considera abrazable sin remordimientos. Se horrorizar¨¢ el d¨ªa que descubra que aqu¨ª comemos conejo, bicho que en Estado Unidos se concibe s¨®lo como mascota, con total tranquilidad.
En el mundo todo es comida. Nosotros mismos no somos m¨¢s que un saco de ingredientes en potencia a la vista de gusanos, buitres o pumas. Incluso lo son los pececillos del estanque del edificio hist¨®rico de la Universidad de Barcelona, que sucumben peri¨®dicamente devorados por su depredador natural m¨¢s esbelto, la garza real. En el patio de la facultad de Matem¨¢ticas, hasta la semana pasada, hab¨ªa un mont¨®n de carpitas cometa naranjas. Hoy no queda ni una.
La consideraci¨®n de ¡°ingrediente v¨¢lido¡±, la decisi¨®n de aceptar pulpo como animal de compa?¨ªa o de encasillarlo como cena, es una construcci¨®n cultural. La visi¨®n que un humano tenga de un capibara no cambia la naturaleza del capibara. Que un claustro considere unos peces un elemento decorativo, no los hace menos apetecibles para la garza.
Este martes en Estados Unidos se postula como presidenciable un hombre que esgrime la acci¨®n de comer gato y perro como argumento para desnaturalizar la figura del inmigrante, deshumanizarlo, y convertirlo en un monstruo con el que no podamos empatizar.
Pero no s¨®lo aqu¨ª todos somos o hemos sido inmigrantes, hijos de inmigrantes, o susceptibles de emigrar, sino que en este pa¨ªs se ha comido gato con cierta normalidad hasta hace cuatro d¨ªas, y este hecho no puede ser utilizado para ridiculizar ni avergonzar a nadie. Sea falso o sea cierto. Ni cuando el gato se come por gusto, ni cuando comer gato es la respuesta a c¨®mo evitar que mueras de hambre t¨² o tus hijos.
Los gatos, aqu¨ª y en medio mundo, son o han sido comida. La expresi¨®n ¡°dar gato por liebre¡± no tendr¨ªa ning¨²n sentido ni por quien la dice ni por quien la oye si no recogiera una pr¨¢ctica relativamente corriente en el contexto en el que se acu?a por primera vez. Y no s¨®lo se ha cocinado gato cuando no ha habido alternativa, sino que en algunos momentos se ha considerado un manjar elevado.
En el Libro del Coch, escrito en 1520 por el Maestro Robert de Nola, gran chef de la corona catalano-aragonesa instalada en N¨¢poles, aparece una receta magn¨ªfica de Gato Asado. Pueden consultarla y admirar su caligraf¨ªa y sus ilustraciones en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Es inimaginable que el cocinero de la corte de los reyes incluyera una receta en su libro de un guiso que no tuviera rango de fastuoso y delicioso.
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