Viaje a un restaurante fascista
En Casa Pepe se exalta la carnaza casi tanto como el franquismo. Una integrante del equipo de El Comidista visita el esperp¨¦ntico restaurante donde Franco sigue sentado a la mesa.
En la salida 243 de la autov¨ªa Madrid-C¨¢diz, en la falda de un peque?o mont¨ªculo, se alza el templo del ¨¢guila, el ¨²ltimo -?ja! ?El ¨²ltimo, dice!- reducto del fascismo: Casa Pepe. Ya desde un rato antes de la salida que hay que tomar, rojigualdos carteles nos hacen gui?os indic¨¢ndonos que Casa Pepe est¨¢ ah¨ª, cada vez m¨¢s cerca, esper¨¢ndonos. A primera vista, el restaurante podr¨ªa ser un cl¨¢sico local de carretera, si no fuera por lo poco que se ha escatimado en rojo y amarillo, el viejo cami¨®n militar que indica "??H¨¦roes!! 1941-1944" y que presume de haber estado presente en varias batallas de la Divisi¨®n Azul, y la profusi¨®n de banderitas de Espa?a en los coches del repleto aparcamiento, que me hacen estremecer recordando mi primera vez en Casa Pepe.
Hace unos a?os, guiados por la curiosidad y el af¨¢n de echar unas risas, a un novio que ten¨ªa y a m¨ª se nos ocurri¨® parar en el conocido restaurante franquista. Entramos, admiramos con cierto terror aquel horror vacui de memorabilia fascista que adornaba el lugar, los productos con la cara de Franco, las familias estilo Von Trapp, los se?ores con pelo engominado hacia atr¨¢s, caracolillos en la nuca y chaleco acolchado -hab¨ªa alguno que incluso llevaba palillo en la boca-, y nos fuimos, no sin antes burlarnos un poco de todo aquello como dos adolescentes en pleno pavo (es decir, haciendo que disimul¨¢bamos, pero sin disimular, se?alando con risa hist¨¦rica garrafas de aceite con la efigie de Franco y caramelines rojigualdos).
Cuando quisimos retomar el viaje, nos dimos cuenta de que nos hab¨ªamos dejado las luces encendidas y el coche se hab¨ªa quedado sin bater¨ªa. Fui yo -por ser mujer y resultar, por lo tanto, menos proclive a violentar a uno de aquellos elementos- la encargada de entrar de nuevo al bar y decir con voz temblorosa: "Se nos ha quedado el coche sin bater¨ªa. ?Ser¨ªan ustedes tan amables de ayudarnos?". Y ah¨ª que se vino el m¨¢s Torrente de todos, el de gafas de polic¨ªa m¨¢s casposas y pin de la bandera falangista en el chalequ¨ªn, a arrancar su coche y prestarnos sus pinzas. Las dos Espa?as unidas por unas pinzas de bater¨ªa, ah¨ª, en el aparcamiento de Casa Pepe, hasta que nuestro coche arranc¨®.
Me deshice en agradecimientos, peque?as reverencias hist¨¦ricas, creo que casi le beso el pin de la Falange de puro miedo. Desde entonces, siempre relaciono esa monta?ita que hay detr¨¢s de Casa Pepe con la muerte, porque s¨¦ que ah¨ª podr¨ªa haber acabado enterrada yo, en una fosa com¨²n de j¨®venes aventureros que se rieron demasiado atrevidamente de los bustos de Franco a cinco euros y que despu¨¦s se quedaron sin bater¨ªa.
Por este trauma del pasado, esta vez decido ir bien preparada. Sin llegar a disfrazarme de pija, porque ese es el t¨ªpico trampantojo que se huele a kil¨®metros, me pongo una camisa nueva (m¨¢s tarde, en medio de la comida, me dar¨¦ cuenta de que, adem¨¢s de ser nueva, lleva unos peque?os bordados en rojo, y no puedo evitar un estremecimiento de risa), zapatos brillantes, falda modosa. Previamente, he indicado al amigo que se ha apuntado al plan que haga lo propio, y luce un abrigo color camel que nos da un aspecto de conjunto que, sin llegar a la est¨¦tica fachopija de nuestros tiempos, tampoco desentona en exceso.
Hay un tercer amigo que prefiere quedarse en el coche comiendo de su t¨¢per vegetariano y pasa del plan. Quiz¨¢s porque ¨¦l s¨ª que vivi¨® durante el franquismo, y lo que para nosotros es un parque tem¨¢tico ante el que escandalizarnos y mofarnos, para ¨¦l es una vuelta a una ¨¦poca opresiva. Saltan a mi cerebro algunas notas de temor: estamos dejando solo en el aparcamiento de Casa Pepe, rodeado de antenas de coche con banderas con pollo, a un hombre homosexual que hace a?os fingi¨® problemas psiqui¨¢tricos para librarse de la mili. ?Es posible que una bomba as¨ª no detone? Echando la mirada atr¨¢s, un poco compungidos, nos internamos en el templo del fascismo.
"Rojo que vuela, a la cazuela" era el lema del due?o de Casa Pepe, Juan Navarro, fallecido en 2013, hijo del fundador de la venta y verdadero alma m¨¢ter del negocio. Frases del estilo pueblan las paredes y vitrinas de todo el espacio. En la barra, unos se?ores acodados nos miran de soslayo. En general, la clientela parece consciente del lugar en el que est¨¢ y aparenta afinidad con ¨¦l, orgullo de pasear sus cuerpos entre ¨¢guilas y ¨®leos del Caudillo. S¨®lo un par de grupos parecen algo perdidos en su inocencia, como si en su colegio la maestra se hubiese saltado la lecci¨®n de la Dictadura, y Casa Pepe fuese un bar m¨¢s a la orillita de la carretera. Pero el ambiente general es de perla, castellanos con pantal¨®n color crema y prole correteando alrededor, todos con el lazo de la cabeza a juego con los calcetines, como si viniesen de hacerse la foto de familia numerosa.
Lo cierto es que, si hubiese que definir el tipo de garito que tienen montado en Casa Pepe, no hay lugar que se acoja mejor a ese palabro tan espa?ol, tan de abuelo tierno que invita a torreznos por su cumplea?os. Porque Casa Pepe no es un restaurante, sino un RESTOR?N. Ya sentados a la mesa, inmersos en ese ambiente-reliquia, con fotos de batallones fascistas, escudos y banderas, intimidados por el rostro del Francis brillando en cada rinc¨®n y muy entregados a nuestro papel de d¨®ciles visitantes sin malicia ninguna, tomamos la actitud del cliente lelo, del "p¨®ngame la especialidad de la casa, lo que usted quiera, yo soy una marioneta sin alma".
Si los camareros de los restoranes, a diferencia de los de los restaurantes, son criaturas que nada m¨¢s darte la carta ya se emparentan contigo, como si con la donaci¨®n de la carta se estableciese entre vosotros una cadenilla de ADN com¨²n, los camareros del restor¨¢n Casa Pepe directamente te pasan con la carta un certificado de paternidad. Y no hay nada que ame m¨¢s un camarero de restor¨¢n -y un padre- que ver a su cliente/hijo desarmado, desorientado. Nada que empodere m¨¢s al camarero de restor¨¢n que ver al cliente desprovisto de criterio.
Quiz¨¢s porque pens¨¢bamos que al abrir la boca se nos ver¨ªa el plumero, se nos oler¨ªan, yo qu¨¦ s¨¦, los tatuajes de juventud jipiosa ocultos bajo la ropa, las manifestaciones, cualquier desviaci¨®n sexual por la que L¨®pez Ibor nos someter¨ªa sin dudarlo al electroshock, dejamos que el camarero, palmaditas paternales mediante, nos convenza de que es buena idea pedir pat¨¦ de ciervo y lomo de orza como entrantes, y chulet¨®n como plato principal. Adi¨®s, pir¨¢mide alimenticia. El buen joven falangista debe hacer crecer su amor por el Caudillo a base prote¨ªna y m¨¢s prote¨ªna. Quiz¨¢s algo de hidrato, pero poco m¨¢s.
En la carta predomina lo animal y lo cercano: jam¨®n, lomo, chorizo, salchichones de bellota de Guijuelo, quesos manchegos puros de oveja, lomo de orza, chorizo de ciervo en orza, salmorejo cordob¨¦s, ajoblanco, membrillo de Puente Genil, pat¨¦ de perdiz casero, variedad en conservas selectas, butifarra de Granada, panceta ib¨¦rica, berenjenas y guindillas de Almagro, aceitunas de Ja¨¦n, miel de Despe?aperros.
Antes del banquete c¨¢rnico, se nos permite un breve preludio: traen una tapa de queso en aceite, con -atenci¨®n- banderitas de la Falange con asta de palillo. Este esperpento nos alborota un poco; siento la tentaci¨®n de clavarme la banderilla en el mo?o, por puro absurdo performativo. Pero me puede la prudencia: varias familias con aspecto de adeptos al r¨¦gimen comen a nuestro alrededor grandes bandejas de carnes varias. Un empastad¨ªsimo ¨®leo del rostro de Franco nos vigila desde la pared, tan cerca que podr¨ªamos mancharlo con salsa en un descuido (pero ni siquiera haremos la broma, porque, en el fondo, tenemos miedo).
Comemos con cohibida obediencia plato tras plato, masticando marcialmente toda la carne que nos sirven, y que es servida por el camarero indicando "cuidado, que esto quema m¨¢s que la palabra de una suegra", sin dejar de dar palmaditas en el hombro de mi acompa?ante. Casi todos sus comentarios nos retrotraen a otros tiempos en los que la correcci¨®n pol¨ªtica no atenazaba nuestros comportamientos; hay un tierno desenfado y una alegr¨ªa en el camarero que hacen que nos caiga bien. Al ver nuestro horror ante la abundant¨ªsima fuente de carne que nos pone delante, indica -siempre con palmaditas-: "Esto es cerrar los ojos y no pensar en nada".
Son las frases del abuelo que ha vivido hambrunas, para el que la cocina son productos b¨¢sicos hechos a la lumbre, pucheros borboteantes, y la comida debe degustarse como si uno fuera un jabal¨ª, sin demasiadas contemplaciones. No puedo negar que, de pronto, comiendo ese pat¨¦, ese lomo de orza y ese chulet¨®n, no encuentre cierto gusto en la animalidad que parece envolverlo todo. Me siento una degustadora de buenos productos de la zona -no se puede negar la calidad de todo lo que nos sirven, aunque lleve clavadas banderitas de la Falange- trasladada a una especie de ir¨®nico museo de la cera. Resulta poco cre¨ªble que ese escenario no resulte artificial y forzado, pat¨¦ticamente c¨®mico, a los que lo visitan con frecuencia. M¨¢s que restaurante-homenaje, la sensaci¨®n es la de estar visitando la casa-museo kitsch de alg¨²n perturbado.
Despu¨¦s de convencer al camarero de que no queremos postre con la misma ternura con la que lo har¨ªamos con una abuela que nos acaba de dar sesos fritos a cucharadas, pagamos y subimos a la planta de arriba. All¨ª se extiende un Francomarket (con tienda de charcuter¨ªa incluida) en la que cualquier producto a la vista -grandes quesos, botellas de vino, garrafas de aceite, pastas, botes de salsa- lleva impresa la bandera de la Falange o la efigie de Franco. Al fondo, adem¨¢s, uno puede adquirir al General¨ªsimo en diversos formatos: figurilla de metal, busto de cer¨¢mica pintado, fotograf¨ªa. Dado el delirio generalizado que flota en el lugar, extra?a que no haya directamente mu?ecos a tama?o real del Caudillo.
En un momento dado, caigo rendida al delirio esperp¨¦ntico, y estoy a punto de pagar cinco euros por unas galletas en cuya superficie hay una oblea con el rostro de Franco, a cuyo alrededor una frase reza: "C¨®mete esta galleta y ver¨¢s c¨®mo todo el mundo te respeta". A su lado, en otra galleta, esta con la bandera de la Falange, dice: "Si quieres sentirte espa?ol por dentro y por fuera, c¨®mete esta bandera". Ahogo una risa, y dos hombres de la barra cercana se giran con cara de matones de patio. Tras el curioseo, casi rodamos hasta el aparcamiento: siento como si me hubiese comido el ¨¢guila de la bandera. Pesadez estomacal, lentitud de movimientos, un caminar abotargado, pinchazos. Quiz¨¢s llamaban a Franco Paca la Culona por alguna raz¨®n. Al llegar al coche, rezo por que arranque sin problemas y no nos veamos obligados a volver pidiendo ayuda a los tipos de la barra. Aunque me enternece la imagen del camarero, bien dispuesto a llenar hasta los topes lo que sea, metiendo cucharadas de manteca de cerdo en el motor.
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