El l¨ªder carism¨¢tico, el complot, el pasado glorioso: los mitos de la pol¨ªtica producen monstruos
Nadie est¨¢ libre de la fascinaci¨®n por las mitolog¨ªas pol¨ªticas: prometen orden en vez de caos, seguridad en vez de miedo
En alg¨²n instituto del mundo, sentado en la ¨²ltima fila, dormita el pr¨®ximo Homero de nuestra Odisea pol¨ªtica. Material no ha de faltarle, pues hoy, como siempre, proliferan todo tipo de mitolog¨ªas: hordas b¨¢rbaras, j¨®venes lot¨®fagos, amazonas asesinas, grandes timoneles, naciones ang¨¦licas, ?tacas, Numancias y Troyas. Sobre todo Troyas. Seg¨²n estudia Raoul Girardet en Mitos y mitolog¨ªas pol¨ªticas, todas estas fantas¨ªas, que los pol¨ªticos llaman ¡°relatos¡±, y que yo prefiero llamar ¡°cuentos¡±, suelen organizarse en cuatro familias.
Primero est¨¢ la familia m¨ªtica de la edad de oro, que suspira por un pasado feliz y glorioso, en el que las naciones, religiones o razas todav¨ªa no se hab¨ªan adulterado ni mezclado. Edad que muchos consideran dichosa, no tanto porque se ignorasen las palabras de tuyo y m¨ªo (lo cual podr¨ªa darle malas ideas a los cabreros), sino porque cada uno estaba en su casa y Dios en la de todos. Si fuese una bandera, su lema ser¨ªa: ¡°Orden y regreso¡±.
En segundo lugar se halla el mito del complot, que responsabiliza de todos los males a alg¨²n grupo mal¨¦volo o resentido, que estar¨ªa dispuesto a maquinar contra la buena gente de toda la vida con el objetivo de hacerse con el poder. De este modo, la angustiosa complejidad del mundo, que nos envuelve como una niebla contra la que no sabemos c¨®mo luchar, se transforma por arte de magia en una serie de miedos, simples y concretos, que creemos poder conocer y controlar. En pol¨ªtica y en religi¨®n, contra el diablo se vive mejor.
En tercer lugar est¨¢ el mito del l¨ªder carism¨¢tico, del que se espera que libere a la comunidad amenazada por las fuerzas del mal. Son los Jerem¨ªas que anuncian la inminencia de un apocalipsis que nunca se produce, los Savonarolas que caminan descalzos sobre las brasas de la hoguera de las vanidades, los Torquemadas que juran coger por los cuernos a un demonio de paja que ellos mismos han rellenado, los timoneles que prometen devolvernos a ?taca de una tacada, y los caudillos, los f¨¹hrer y dem¨¢s flautistas de Hamel¨ªn que, en vez de llevarse las ratas al r¨ªo, se llevan a los ni?os a la guerra.
En cuarto y ¨²ltimo lugar se halla el mito de la unidad. Religiosa, nacional, racial, no importa, porque lo que realmente la define es el odio que siente hacia sus enemigos, exteriores o interiores, casi siempre tan imaginarios como ella misma. Desarreglada por un estado permanente de excepci¨®n, la comunidad se siente legitimada a mentir, a marginar o a matar en defensa propia, erigi¨¦ndose de ese modo en una verdadera unidad de desatino en lo universal.
Parece que el algoritmo de la historia nos sugiere siempre la misma pel¨ªcula: un lugar maravilloso habitado por un grupo de gente buena y simp¨¢tica se ve atacado por una horda oscura de seres malvados de los que ser¨¢ salvado gracias a un h¨¦roe que les devolver¨¢ su unidad y su fuerza originarias. S¨®lo los collares cambian, los perros feroces y los amos de la casa permanecen.
Pero que los mitos pol¨ªticos sean una especie de estructuras trascendentales que se repiten de generaci¨®n en degeneraci¨®n no significa que debamos resignarnos a ellos. Puede que estemos condenados a vagar en un laberinto de espejos deformantes. Pero aun as¨ª podemos estudiar la bal¨ªstica de sus distorsiones, con el objetivo de contrarrestarlas, como en las anamorfosis barrocas. Quiz¨¢ as¨ª la historia deje de repetirse, no ya como tragedia o farsa, como dec¨ªa Marx, sino como un v¨ªdeo de gatos que saltan al verse en el espejo.
Por eso, frente al mito de la edad de oro prefiero la realidad de este presente de barro (que es perfecto para un cerdo de la piara de Epicuro). Si el ser humano es m¨¢s o menos el mismo en todas las ¨¦pocas y en todos los lugares, no tiene sentido a?orar el para¨ªso y el hombre ed¨¦nico, ni esperar la parus¨ªa y el hombre nuevo, sino cultivar este ¡°jard¨ªn imperfecto¡± que somos, seg¨²n la feliz expresi¨®n de Montaigne. Mejor prohibirse, con P¨ªndaro, el ¡°aspirar a la vida inmortal¡±, para obligarnos, en cambio, a ¡°agotar toda la extensi¨®n de lo posible¡±. Me basta, pues, con defender aquellas pol¨ªticas sociales que logren reducir el sufrimiento y la ignorancia, pues creo, con Paul ?luard, que otros mundos son posibles, s¨®lo que dentro de este mundo.
Frente al mito del complot, prefiero buscar, tras el reba?o imaginario de los chivos expiatorios, a los gigantes reales de la ignorancia, la injusticia, el fanatismo y el nihilismo. Y tratar de resistir a la tentaci¨®n de la simplicidad, porque el mal tiene muchas fuentes, y muchos afluentes, aunque es posible que la principal causa de nuestros males resida precisamente en creer que todos nuestros males proceden de una ¨²nica causa.
Tampoco quiero dejarme seducir por el mito del l¨ªder carism¨¢tico. Prefiero asumir que nadie vendr¨¢ a salvarnos, por la sencilla raz¨®n de que todos los que vinieron a hacerlo acabaron trayendo con ellos la perdici¨®n. Es mejor aceptar que no existen soluciones sencillas para problemas complejos, y que todo lo que hay es seguir luchando heridos y juntos, desde el suelo, y animados por esa ¨¦pica de la derrota sin rendici¨®n que anima a los poetas de Bola?o o a los soldados de Salamina de Cercas.
Finalmente, me guardar¨¦ del mito de la unidad. Porque imaginarnos parte de una comunidad pura e inmutable, cuando la realidad es ondulante y diversa, es condenarnos a la visi¨®n de Polifemo, que lo ve todo con un solo ojo (y cuya ¨²nica cortes¨ªa es devorarnos los ¨²ltimos). M¨¢s que al lobo, le temo al reba?o feroz. Y si, como nos ense?¨® Benedict Anderson, estamos condenados a vivir en ¡°comunidades imaginadas¡±, tratemos de imaginarlas justas, libres y plurales, porque, como dec¨ªa Calder¨®n, ¡°aun en sue?os no se pierde el hacer bien¡±.
Nadie se halla libre de la fascinaci¨®n de las mitolog¨ªas pol¨ªticas. Nos prometen orden en vez de caos, sencillez en vez de complejidad, seguridad en vez de miedo y compa?¨ªa en vez de soledad. De lejos son sirenas marinas, y su canto es hipn¨®tico, pero una vez que nos hemos arrojado a sus brazos se tornan sirenas antia¨¦reas y no tardan en caer las bombas. No hace falta ser Homero para saber que s¨®lo existe un remedio para que no nos lancemos todos al mar, y es que nos atemos al m¨¢stil de la justicia social y nos tapemos los o¨ªdos con la cera de una educaci¨®n verdaderamente ilustrada. Quiz¨¢ as¨ª podamos hacer m¨¢s amable el viaje, porque de volver a ?taca ya podemos irnos olvidando. Y no pasa nada, porque, como dijo Kavafis, nos basta el largo camino.
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