La energ¨ªa como m¨¦todo
Margaret Thatcher naci¨® para mandar. Sus ojos claros, sus manos, su boca vivaz y casi siempre dispuesta a responder atacando¡ Ella estaba preparada para asumir el mando, de una casa, de un municipio, del rellano de una escalera, de un pa¨ªs
Margaret Thatcher naci¨® para mandar. Sus ojos claros, sus manos, su boca vivaz y casi siempre dispuesta a responder atacando¡ Ella estaba preparada para asumir el mando, de una casa, de un municipio, del rellano de una escalera, de un pa¨ªs. A su alrededor no se movi¨® nada, mientras mand¨®, que ella no decidiera; y cuando perdi¨® el mando, tras una revuelta conservadora, se fue amansando como una persona a la que le hubieran quitado la enorme energ¨ªa que la convirti¨® en interlocutora temible para los que tras unas horas de discusi¨®n fueran vencidos por el sue?o. Cuando dej¨® el mando, ya dej¨® de ser la Thatcher, fue Margaret Thatcher; escribi¨® libros para contar qu¨¦ fue como mandataria, pero cuando lleg¨® al segundo tomo de sus memorias y tuvo que decir c¨®mo hab¨ªa dicho adi¨®s a todo esto ya se pod¨ªa vislumbrar en su mirada, en sus ojos antes vivaces, en sus manos hechas para se?alar y dirigir, c¨®mo era esta mujer plena de energ¨ªa hasta que le quitaron la alfombra del poder del suelo.
Era una mujer inglesa, de los Midlands, y mandando era eso, la hija de un tendero que hab¨ªa decidido que las compras y las ventas se ten¨ªan que hacer de otra manera. Alg¨²n d¨ªa dijo que todo lo aprendi¨® all¨ª, en las tiendas. En ese territorio de tenderos y de servicios, donde mandar no es cualquier cosa, en la casa o en la tienda, supo que eso, atender y dirigir, seleccionar y obligar, es lo que se supone que debe hacer una persona bien nacida, fabricada por la historia dom¨¦stica para poner las cosas en orden, y adem¨¢s mandando a callar. La hija de un tendero que cuando se pon¨ªa el uniforme de ordenar enviaba a todo el mundo de zafarrancho de combate. Ese esp¨ªritu no lo perdi¨® nunca; en sus memorias se la ve mandando en lo menudo y en lo grande, fij¨¢ndose en las peque?as cosas (el ahorro, los puestos de trabajo de los que hab¨ªa alrededor, las menudencias e incluso la miseria), y tambi¨¦n en las de mayor calado, sin olvidar nunca el patio de atr¨¢s, los electores, la gente con la que en otro tiempo se encontr¨® en el rellano de la escalera o en la estaci¨®n gris de Grantham.
Fue elegida por eso, porque hablaba a los ojos en un pa¨ªs en el que se pide perd¨®n o permiso para entrar en los retretes. Ella era una mujer cualquiera, de su pueblo y de todas las estaciones; no la asustaban ni las guerras grandes ni las guerras de los suyos. Por decirlo como entonces se dec¨ªa en Inglaterra, era una mujer que llevaba los pantalones. Los llev¨® mucho rato. Al liderazgo mansurr¨®n de Edward Heatn le hac¨ªa falta, en el Partido Conservador, una persona de arrestos, alguien que subiera la gradaci¨®n de las ¨®rdenes, que no se parara en barras. A Harold Wilson, en el laborismo, lo hab¨ªa sucedido un mansurr¨®n, James Callaghan, y aquel pa¨ªs iba al desastre, dec¨ªa ella. Lo gritaba en los m¨ªtines; escuchaba a asesores ultraconservadores, como sir Keith Joseph, que contribuy¨® con sus consejos a hacerla a¨²n m¨¢s conservadora que liberal. Ella consider¨®, desde antes de asumir el poder, y lo asumi¨® de qu¨¦ manera, que a Gran Breta?a le hac¨ªan falta lecciones de moral y de energ¨ªa, liberalismo en vena; y por tanto inici¨® una persecuci¨®n sistem¨¢tica de los sindicatos, redujo su presencia poco a poco a la presencia testimonial de un grupo al que s¨®lo le falt¨® tacharlos de hoolingans para completar la revisi¨®n radical de su presencia en la sociedad. Como quiso, tambi¨¦n, tener presencia internacional, y su mandato coincidi¨® con el de Reagan, encontr¨® el camino expedito para ser ella la comandante en jefe europea del liderazgo liberal norteamericano. Hab¨ªa sido presentada en sociedad como una mujer que ven¨ªa a modernizar el partido; lo que no sab¨ªa su partido era que al final del d¨ªa de su mandato ya nadie pod¨ªa conocer al viejo partido tory. Ahora era el partido de la Thatcher. Acaso por eso ¨²ltimo se la quitaron de encima.
Vino a Espa?a a presentar sus sucesivos libros de memorias (dos vol¨²menes) cuando le hab¨ªan dado ya ese hachazo. En la primera ocasi¨®n (1994) a¨²n ten¨ªa restos de aquella energ¨ªa. Resisti¨® noches enteras de discusi¨®n con notables de la pol¨ªtica y los medios espa?oles, les discuti¨® hasta el color del cielo de la boca, y bebi¨® como cualquiera, y un poco m¨¢s whisky. Whisky, le gustaba el whisky. En la segunda ocasi¨®n, dos a?os m¨¢s tarde, ya la vida le fue diciendo a su o¨ªdo adiestrado para las malas noticias que nadie la esperaba para el t¨¦ fuera de su casa y de algunos circunloquios as¨ª. No lo dir¨ªa nunca, porque era tan orgullosa como sus ojos, sus manos, su boca vivaz, y porque hab¨ªa nacido para mandar, pero hubo un instante en que la venci¨® la melancol¨ªa de los que pierden su energ¨ªa cuando ya no tienen el sitial desde el que dieron ¨®rdenes. Se muri¨® ahora, pero hace rato que supo que el final viajaba con ella.
Juan Cruz fue corresponsal de EL PA?S en Londres entre 1976 y 1978 y editor de los libros de memorias de Margaret Thatcher.
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