Obama no ser¨¢ el primero
La prioridad es interactuar con el mayor n¨²mero posible de cubanos: funcionarios, sociedad civil y gente de la calle
El secretario de Estado, John Kerry, visit¨® La Habana y probablemente Barack Obama querr¨¢ hacerlo, pero no ser¨¢ el primer presidente norteamericano en viajar a Cuba desde la ruptura diplom¨¢tica de 1961 porque se le adelant¨® George W. Bush en 2002, encarnado en el jefe de la Secci¨®n de Estados Unidos, James Cason, que desembarc¨® en la isla vicariamente, con plenos poderes en nombre de la democracia. El jefe de misi¨®n m¨¢s pol¨¦mico cedi¨® la sede diplom¨¢tica a los disidentes, les dot¨® de medios y se proclam¨® activista contra el comunismo y por las libertades.
Poco se sabe sobre las instrucciones que Obama haya impartido a Jeffrey DeLaurentis, encargado de negocios de la nueva Embajada, pero su discreto perfil indica que el apoyo a la oposici¨®n seguir¨¢ discretamente, sin las escenificaciones de su predecesor en el trienio 2002-05, a quien los cubanos rebautizaron con el alias de cabo Cason. No hubo gallo como ¨¦l al frente de oficina diplom¨¢tica del malec¨®n habanero desde que se abri¨® en 1977.
Procede repasar su modus operandi para identificar, por eliminaci¨®n, la previsible bit¨¢cora del nuevo encargado de negocios. Al poco de aterrizar en La Habana, el hombre de Bush estableci¨® un calendario de reuniones con los grupos opositores, les anim¨® a crear un partido pol¨ªtico y organiz¨® cursos de periodistas independientes, a los que r¨¢pidamente se apuntaron una decena de agentes de la seguridad cubana. Abri¨® 24 terminales de Internet en la legaci¨®n, distribuy¨® 30.000 aparatos de radio, peri¨®dicos de Miami, c¨¢maras fotogr¨¢ficas, bol¨ªgrafos y libretas, e invit¨® a otras Embajadas a sumarse a su cruzada.
¡°Les invit¨¦ a que me expulsaran pero no lo hicieron¡±. Sospechando que el atrevimiento del diplom¨¢tico escond¨ªa una provocaci¨®n del Departamento de Estado para cerrar las legaciones y exacerbar la crisis, la respuesta cubana fue el arresto de 75 disidentes, entre ellos los m¨¢s allegados al jefe de misi¨®n, ridiculizado en una serie de c¨®mics titulada Casos y cosas del cabo Cason. Ning¨²n funcionario cubano asist¨ªa a las recepciones extrajeras si detectaba presencia estadounidense.
Lejos de amilanarse, aquel prend¨ªa un pin de cabo en su guayabera y una de sus caricaturas en la s¨¢tira televisiva tremolaba en la banderola del coche oficial. Ilumin¨® la fachada de la oficina con el n¨²mero 75 y cinco kil¨®metros de cables con bombillas, y exhibi¨® una r¨¦plica de una celda durante un c¨®ctel en su residencia. Sus choques con el Gobierno fueron constantes. Cason contaba con 51 subordinados estadounidenses y 300 empleados cubanos. ¡°Nos vigilaban. No ten¨ªamos privacidad¡±. Para conseguirla, les prohibi¨® el acceso a las tres ¨²ltimas plantas de un edificio de seis. Al irse, admiti¨® su aislamiento: ¡°Nunca pude reunirme con ning¨²n profesor, periodista, juez o diputado¡±. La guerra era abierta. Un agente de inteligencia coment¨® que un d¨ªa se pring¨® la mano de mierda al abrir la puerta del coche. Sus colegas se rieron: ¡°Nosotros les hicimos lo mismo en Estados Unidos¡±, public¨® The New York Times.
Pero Jeffrey DeLaurentis no es James Cason, ni la Cuba de Fidel Castro es la Cuba de Ra¨²l Castro. La prioridad ahora es afinar el encaje de bolillos emprendido por Obama e interactuar con el mayor n¨²mero posible de cubanos: funcionarios, sociedad civil y gente de la calle. Levantada la prohibici¨®n vigente con el cabo, DeLaurentis podr¨¢ desplazarse por la isla, tomar el pulso a sus habitantes y proponer iniciativas a Washington para acelerar la liberalizaci¨®n econ¨®mica y social vigente en Cuba, e intentar la pol¨ªtica.
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