La risa en los huesos
Es el delirio que normalmente suscitan las obras del Bosco en el Museo del Prado, pero ahora 'reloaded' con todas las obras de su firma y de su taller
A pesar de que s¨®lo podemos entrar con cita previa y en grupos supuestamente dosificados, de pronto nos vamos amontonando en salones cuyos muros empiezan a estrecharse lentamente. Vamos zigzagueando como ovejas en homenaje a la trashumancia, entre anaqueles curveados y oleajes de berridos que suben y bajan de volumen seg¨²n el acaloramiento de la masa. A mi lado, una parvada de guacamayas cacarea chismes del pasado fin de semana electoral y un tr¨ªo de p¨¢jaros an¨®nimos sobrevuela la escena oteando gl¨²teos y buscando presa. Al hombre que se queda catat¨®nico frente a lo que parece una ventana al ¨®leo le sale una trompeta de la oreja izquierda y una monja entiende de pronto todos los misterios del mundo con todo lo que le dice al o¨ªdo un negro boquer¨®n que lleva pegado a la oreja. A pocos metros por delante de m¨ª, sonr¨ªe un hombre que lleva un embudo de hojalata por sombrero y a su lado, una criada de burka ligera balancea un libro abierto sobre su cr¨¢neo, mientras siete ancianos contemplan sin palabras un biombo abierto, todos boquiabiertos como si compartieran el mismo?dolor de muelas.
Un pintor de siglos pasados que ha logrado plasmar en tiempo real las gorras y las chanclas de los turistas que se afanan en admirar su grandeza
Dice Antonio Mu?oz Molina ¡°hay que llegar cuanto antes al Museo del Prado para no perderse un pormenor, una pincelada, una veladura, el escalofr¨ªo teol¨®gico y la carcajada de El Bosco, la risa en los huesos¡± y lleva raz¨®n, pero lo que narro en el primer p¨¢rrafo no son im¨¢genes de ese delirio policrom¨¢tico y febril que conocemos como El jard¨ªn de las delicias del inmortal pintor tan desconocido y tan admirado, sino retratos al vuelo del sinf¨ªn de pr¨®jimos, pr¨®ximos y extra?os, ajenos y clones que se agolpan en cada pelot¨®n de visita: por all¨ª, la nube de ojos rasgados que levita al un¨ªsono como parvada de gorrioncillos fotogr¨¢ficos y por aqu¨ª, tres m¨¢stiles de inmensa estatura, con los brazos colgantes por debajo de las rodillas; all¨ª, frente a Las tentaciones de san Antonio abad, la cofrad¨ªa an¨®nima de jubilados de Carabanchel que han venido en sandalias para cumplir una manda cultural y all¨¢ al fondo, se enfila la colegiata de infantes semidesnudos con pelaje multicolor y piercings al vuelo que saliendo del museo han de dirigirse al primer sal¨®n de tatuajes que encuentren a su paso para?reproducir en muslos y b¨ªceps algunos detalles de La extracci¨®n de la piedra de la locura. Alrededor de la mesa circular que muestra como ruleta de azar los coloridos abismos de cada uno de Los siete pecados capitales, se agolpan cuatro alegres francesas que no tienen problema alguno en apoyarse al filo de la mesa como si estuvieran en un museo interactivo y es un milagro que no hay biombo que se tambalee, ni cuadro que parezca descolgarse, ni alarma que suene cuando un distra¨ªdo anciano se atreve a tocar con la yema del me?ique el cuadro entra?able que muestra un bel¨¦n improvisado bajo una caba?a en ruinas.
Parece cosa de encantamiento y pretexto para otro hartazgo; parece una pesadilla que ha de provocarme otra muestra de callada intolerancia y, sin embargo, no es m¨¢s que la ins¨®lita verificaci¨®n de un milagro: un pintor de siglos pasados que ha logrado plasmar en tiempo real las gorras y las chanclas de los turistas que se afanan en admirar su grandeza. Le llamaban El Bosco m¨¢s por el lugar de su querencia que por la constancia de su bautismo y de qui¨¦n sabe qu¨¦ manera logr¨® ensortijar en tablas milagrosas ¨Cque han de resistir el paso de los siglos (o las yemas de cualquier me?ique)¡ªlos colores intactos y la imaginaci¨®n desbordada donde inmensos huevos de avestruz se abren para mostrar la descarnada carnalidad de los pecados innombrables, entre jardines de cipreses que en realidad son escaleras hacia raros ¨¢rboles ros¨¢ceos que parecen versos cantados por John, Paul, George y Ringo en su recorrido por un interminable campo de fresas. Entre nubes, vuelan peces con campesinos como pasajeros y en una esquina se extiende el t¨²nel de luz que parece el ojo de la conciencia; sobre?carretas llevan los cuerpos dormidos de animales desconocidos que se hab¨ªan convertido en extensiones de la memoria.
Es el delirio que normalmente suscitan las obras del Bosco en el Museo del Prado, pero ahora reloaded con todas las obras de su firma y de su taller, de sus disc¨ªpulos e imitadores que han tra¨ªdo de todas partes del mundo para esta celebraci¨®n de sus 500 a?os de eternidad y para contextualizar el universo paralelo donde no hay un solo espectador que no salga imantado, identificado e incluso, impregnado por tanta maravilla de silencio que se confunde con la conversaci¨®n en oleajes y esa rara carcajada que parece salir de los propios cuadros. Es la risa que casta?ea en las extremidades de la Muerte pintada con guada?a y la que guiaba los pinceles y los pigmentos del propio Bosco al retratarnos. Es la risa de rodos los que no dan cr¨¦dito de su infinito talento de dibujante en esos peque?os rect¨¢ngulos de papel amarillento que han tra¨ªdo desde Berl¨ªn: fin¨ªsimas l¨ªneas en sepia, casi invisibles, donde queda el inexplicable boceto de un hombre rid¨ªculo, de inmensa cabeza, sin cuerpo, con una melena como mazorca. Id¨¦ntico a Donald Trump. Es la risa de la incredulidad y la?callada sonrisa del asombro y s¨ª: nada m¨¢s y nada menos, que la risa de los huesos que se van apretujando entre el gent¨ªo, como r¨ªo de todos los peces y colores en un universo intacto, mar infinito de una l¨¢grima que parece gota de lluvia en la esquina de un ojo aparentemente compartido.
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