Del imposible P¨ªpila
Un intento de clonar lo heroico acaba por los suelos frente a un carrito de hot-dogs
Hace sesenta kilos de peso y casi cuatro d¨¦cadas de tiempo, mis hermanos tuvieron la ocurrencia de probar mi naciente vocaci¨®n hist¨®rica someti¨¦ndome a lo que podr¨ªa llamarse una hermen¨¦utica corporal; es decir, poner a prueba o interpretar f¨ªsicamente la veracidad de la leyenda del P¨ªpila, h¨¦roe an¨®nimo que seg¨²n dicen carg¨® una pesada losa sobre sus espaldas para escudarse de las balas y pedradas que lanzaban desde la Alh¨®ndiga de Granaditas y as¨ª, llegar hasta el port¨®n para quemarlo con una tea. Como bien dijo Ibarg¨¹engoitia: ¡°El P¨ªpila hist¨®rico, si es que existi¨®, requiere una docena de P¨ªpilas, que son los que llevan la le?a y la dejan contra la puerta, y es la fogata lo que incendia la puerta. Con una tea no se quema una puerta de alh¨®ndiga¡±, pero mis hermanos lo quer¨ªan verificar o desmentir; cuantim¨¢s, que yo ya hab¨ªa dizque revelado mi intenci¨®n de ser alg¨²n d¨ªa historiador.
Toto consigui¨® qui¨¦nsabed¨®nde una digna rebanada de piedra caliza, digamos equivalente a una l¨¢pida que m¨¢s o menos me amarraron a la espalda, form¨¢ndose con mi cuerpo una escuadra perfecta de 45grados. Lito daba ¨®rdenes, como reencarnaci¨®n del general Allende, mientras Paco parec¨ªa un callado Aldama. Nos falt¨® alguien que representara al cura Hidalgo y una buena Corregidora, pero la madrugada no daba para tanto y adem¨¢s, Nacho y Chago apenas iban en la escuela primaria y quiz¨¢ sobra mencionar que el experiment¨® exig¨ªa la abundante degustaci¨®n de bebidas alcoh¨®licas.
Hasta donde recuerdo, el intento de clonar lo heroico de abajo hacia arriba ¨Ces decir, arrancando de la base de la explanada de la Alh¨®ndiga (m¨¢s o menos por d¨®nde quedaba Chenchos Bar) hacia el port¨®n en lo alto era absolutamente imposible, con o sin piedra. Si el intento de recreaci¨®n arrancaba en la esquina de la Alh¨®ndiga con la ahora calle de Mendiz¨¢bal (donde por cierto, sigue en pie la torre morisca de azulejos azules que fue despacho de mi bisabuelo Pedro F¨¦lix, sobrevolando la bajadita hacia el Mercado Hidalgo que parece una estaci¨®n de ferrocarril sin rieles), repito: de bajada, con esa y quiz¨¢ hasta dos l¨¢pidas encima, no s¨®lo fui capaz de avanzar no pocos metros, sino de simular la antorcha con la atinada chispa de un encendedor Bic (de los que no sab¨ªan fallar, que buena falta le har¨ªa al mentado P¨ªpila hist¨®rico, si es que existi¨®).
Por supuesto, no llegu¨¦ a la puerta y m¨¢s bien ca¨ª rendido al pie de un carrito de hot-dogs que no aparece en ninguna de las gloriosas p¨¢ginas de la historia patria. Pocos a?os despu¨¦s, se lo narr¨¦ a mi Maestro Luis Gonz¨¢lez y nos carcaje¨¢bamos a mand¨ªbula batiente con ese af¨¢n inverificable de la historia de bronce por envolvernos en banderas, memorizar frases acartonadas supuestamente balbuceadas por los pr¨®ceres (como si las hubieran lanzado en medio del proscenio) y esa anquilosada necesidad c¨ªvico-pol¨ªtica por declarar intocables las glorias y dorados laureles de un pret¨¦rito tatuado en m¨¢rmol.
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