Profundo
Tan solo Jos¨¦ Ignacio Cabrujas, el gran sat¨ªrico venezolano, brind¨® en su dramaturgia la cifra de lo que el petr¨®leo realmente obr¨® en nuestros esp¨ªritus
La condici¨®n de comarca petrolera habitada originalmente por ¡°grandes comedores de serpientes¡± ¡ªla imagen es del poeta Rafael Cadenas¡ª hizo de Venezuela, durante todo el siglo XX, el tema de una novel¨ªstica de intenci¨®n redentora en la que el invariable villano era un gringo con casco de corcho, piqueta de ge¨®logo y br¨²jula Brunton.
El argumento de esas novelas fue tambi¨¦n invariable: el hallazgo de inmensos yacimientos de hidrocarburos desquiciaba la Arcadia agr¨ªcola, feliz y virtuosa que cre¨ªamos ser. En los campamentos de nuestras ficciones petroleras anidaba la pereza, la prodigalidad, la imprevisi¨®n, las putas y el juego. El corolario de esas figuraciones es que el excremento de diablo trastoc¨® nuestra ¨ªndole, que antes de la llegada de la Standard Oil Co. no nos iba mal ni ¨¦ramos tan malas personas. Ese gringo taimado y codicioso nos traspasa desde R¨®mulo Gallegos hasta Adriano Gonz¨¢lez Le¨®n.
En el ¨¢mbito de las ideas que el petr¨®leo indujo en nuestras ¨¦lites, el siglo XX solo pari¨® una frase de resonancia agr¨ªcola ¡°?sembrar el petr¨®leo?¡± que, a decir verdad, como campanuda consigna de pol¨ªtica p¨²blica no nos llev¨® muy lejos.
Tan solo Jos¨¦ Ignacio Cabrujas (1937-1995), el gran sat¨ªrico venezolano, brind¨® en su dramaturgia la cifra de lo que el petr¨®leo realmente obr¨® en nuestros esp¨ªritus.
Los personajes de su pieza teatral Profundo cavan en el piso del cuarto trastero de un decr¨¦pito caser¨®n caraque?o en busca del proverbial entierro que ha de sacarlos de la pobreza, aunque no de la ruindad.
Los espectadores nunca llegan a saber cu¨¢ndo ocurren estos hechos porque los personajes cavan fuera del tiempo. Sin embargo, pocas veces ha dado nuestra literatura dram¨¢tica algo de tan irreductible actualidad. Uno de los habitantes, Lucrecia, tiene visiones que agrandan sus desvelos de reci¨¦n casada. En ellas, un fraile muerto en el siglo XVII imparte vagas admoniciones desde el m¨¢s all¨¢. Las visiones de Lucrecia corroboran las advertencias de una vieja rezandera, oficiante de nuestro particular catolicismo sincr¨¦tico: los habitantes del caser¨®n deben esforzarse en ser buenos, en apartar de s¨ª cualquier pensamiento torpe, cualquier acto pecaminoso, so pena de no hallar jam¨¢s el tesoro del padre Olegario.
Es as¨ª como Manganz¨®n, el joven esposo de Lucrecia mortifica su lujuria luego de meses sin hacer el amor con Lucrecia, la visionaria ext¨¢tica. Cada noche, el est¨®lido Manganz¨®n hace tambi¨¦n de retroexcavadora humana.
Entre tanto, los dem¨¢s habitantes de la casa, convertidos en auxiliares de la operaci¨®n, se acechan mutuamente y compiten a ver cu¨¢l de ellos concibe el pensamiento m¨¢s puro y bueno, la imagen m¨¢s beat¨ªfica y virtuosa. Pero cada contratiempo en la excavaci¨®n los desazona y continuamente estallan altercados cuyo lenguaje alcanza la procacidad m¨¢s absoluta.
Se instala ente ellos la doblez y no hay treta que no ensayen con tal de ganar cada quien el puesto m¨¢s ventajoso junto al hoyo a la hora de que la pala de Manganz¨®n choque con el cofre de fray Olegario. Al cabo, en mitad de una reyerta, se escucha el topetazo con algo s¨®lido all¨¢ abajo, ?un arc¨®n repleto de doblones?
Una mef¨ªtica pestilencia asciende entonces desde lo profundo e invade el cuartucho y la magia del teatro convierte la escena en la mesa de perforaci¨®n de un pozo petrolero.
Maganz¨®n es presa del frenes¨ª de un hallazgo y va arrojando a la superficie lo que va encontrando: un orinal, una cam¨¢ndula, una calavera, una jofaina, la empu?adura de un sable de caballer¨ªa, el estandarte de un regimiento independentista, un quepis, antiguas proclamas amarillentas y enmarcadas, unas espuelas herrumbrosas, el busto de un pr¨®cer desconocido, una desgarrada bandera de Venezuela: terrosas, miserables reliquias de la hueca e in¨²til teolog¨ªa bolivariana.
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