Vivir y llorar en Itaewon, el barrio de Se¨²l de la tragedia de Halloween
Una semana despu¨¦s de la muerte de 156 personas en una estampida en Corea del Sur, la zona que para muchos signific¨® la libertad intenta recuperarse
Decenas de zapatos alineados en la calle. No son del tipo que llevar¨ªa un oficinista, mucho menos un pol¨ªtico o un cura. Son deportivos, de los que la gente que tiene 20 o 30 a?os usa a diario. La mayor¨ªa est¨¢n muy sucios, como si hubieran sido pisoteados. Fueron pisoteados. Por varios minutos, por horas. Hay muchas tallas peque?as, de mujeres.
Aparte de los zapatos ¡ªno hay nada m¨¢s desasosegante que un zapato sin due?o¡ª, la polic¨ªa de Se¨²l tambi¨¦n recogi¨® tel¨¦fonos, abrigos, gafas, pelucas, orejas de conejito y m¨¢scaras de monstruos. Forman parte de los 1.500 kilos de objetos que quedaron esparcidos por la red de callejones donde murieron 156 personas durante las celebraciones de Halloween en el barrio de Itaewon. Cuando todav¨ªa no los hab¨ªan recogido, un hombre mayor, el due?o de una joyer¨ªa que est¨¢ justo en el callej¨®n donde murieron la mayor¨ªa de las personas, extendi¨® una estera temprano en la ma?ana del lunes, dos d¨ªas despu¨¦s de lo ocurrido. Sobre ella dispuso tazones con arroz, cucharas, palillos, platos con frutas y dos velas. Las encendi¨® y luego se arrodill¨® sobre el pavimento e hizo una venia profunda hasta tocar el suelo con la frente. Les ped¨ªa perd¨®n a los muertos. Alcanz¨® a hacer su ritual por unos minutos hasta que un polic¨ªa se le acerc¨®. Ten¨ªa que irse. Llegaron otros polic¨ªas. Les explic¨® por qu¨¦ deb¨ªa hacerlo. Por qu¨¦ era una obligaci¨®n. Les exigi¨® que le dejaran hacerlo. No hab¨ªa caso, ten¨ªa que levantarse. Antes llor¨® entre espasmos sobre el hombro de un agente como si su nieta hubiera muerto esa noche.
El viernes anterior camin¨¦ muy cerca de ese callej¨®n. Antes viv¨ªa a tan solo cinco minutos de ah¨ª, ahora a unos 15, pero a menudo recorro la zona. Itaewon es mi barrio, me mud¨¦ hace nueve a?os, los mismos que llevo en Se¨²l. Es donde he pasado m¨¢s tiempo, aparte del barrio donde crec¨ª en Bogot¨¢. En tres de los siete libros que he escrito, aparece Itaewon. Topofilia, psicogeograf¨ªa. Con esas palabras algunos explican la relaci¨®n intensa que tenemos con ciertos lugares. Es verdad que en las noches ya casi no voy por esas calles. La raz¨®n: demasiada gente. Pero aquel viernes volv¨ª, estuve en una fiesta desde la que se pod¨ªa ver el callej¨®n y la salida n¨²mero uno del metro, donde mucha gente se agolp¨® cuando llegaron los servicios de emergencia el d¨ªa de la tragedia. Luego fui a Mama Kim. Su nombre oficial es Grand Old Prey y es uno de los pocos bares que sobreviven del viejo Itaewon. Lo abri¨® en 1973 una mujer coreana y su esposo gringo. Solo se oye m¨²sica country. Antes iban muchos soldados norteamericanos estacionados en la base militar de Yongsan, a pocas manzanas. Ahora ya casi no se ven. Luego de casi 70 a?os de estar en la mitad de Se¨²l, por fin se fueron de la ciudad.
Itaewon comienza con los muros que rodean la base y termina con una de las mezquitas m¨¢s grandes del norte de Asia. En medio hay una mir¨ªada de bares, viejas sastrer¨ªas, restaurantes que sirven platos que solo se consiguen all¨ª. Comida uzbeka, nigeriana. Extranjeros y coreanos se han cruzado en esas calles desde siempre. Antes de los Juegos Ol¨ªmpicos de 1988 no muchos se atrev¨ªan a ir. Para varias generaciones el nombre de Itaewon equival¨ªa a peligro. Soldados, peleas, prostitutas, drogas, muertos ocasionales. Pero para otros significaba libertad. A¨²n es uno de los pocos barrios de la ciudad, por no decir del pa¨ªs, donde ser gay no es un tab¨². A trav¨¦s de Itaewon lleg¨® el rock y despu¨¦s el rap. Itaewon fue durante los tempranos a?os ochenta el ¨²nico barrio donde la gente se atrev¨ªa a vestirse de otra forma, mujeres con pantalones y pelo corto, hombres con accesorios. Solo all¨ª puede existir un bar transg¨¦nero al lado de una carnicer¨ªa halal. M¨¢s que un espacio geogr¨¢fico, es un espacio mental. Es un laboratorio necesario para un pa¨ªs con pocos inmigrantes y demasiadas constricciones sociales. Por eso gente de todas partes, no solo de Se¨²l, va a Itaewon.
Cuando sal¨ª tarde de Mama Kim todav¨ªa hab¨ªa much¨ªsima gente en las calles. El s¨¢bado ser¨¢ peor, pens¨¦. Por eso me qued¨¦ en casa. Cerca de las 11 de la noche los avisos de emergencia que el Gobierno env¨ªa en caso de desastre empezaron a aparecer en el celular. Uno tras otro. Poco despu¨¦s las sirenas se oyeron. Una tras otra. Los v¨ªdeos empezaron a circular. Mi esposa y yo nos dormimos con 50 muertos en la cabeza. Al otro d¨ªa nos despertamos con el triple. Dos tercios de ellos mujeres. Les era m¨¢s dif¨ªcil salir de la monta?a humana que las aplastaba.
El lunes siguiente atraves¨¦ Itaewon para llegar hasta el callej¨®n. En una plaza peque?a estaba casi listo el altar oficial. Como en los velatorios, la gente evitaba hacer ruido, alzar la voz. El silencio magnificaba todo. La calle principal, que parte el barrio en dos, todav¨ªa estaba cerrada y solo se ve¨ªan los buses de la polic¨ªa alineados. Esa misma polic¨ªa que lleg¨® tarde, que desestim¨® las 11 llamadas de auxilio previas. La primera fue a las 18.34 del s¨¢bado, cuatro horas antes de que varias personas tropezaran, cayeran al suelo y otras se les fueran encima en un efecto domin¨® que los dej¨® atrapados. Por eso no fue una estampida. Nadie pod¨ªa moverse. Seg¨²n los datos del metro de Se¨²l, esa noche 130.000 personas usaron la estaci¨®n de Itaewon.
A medida que me acercaba empec¨¦ a o¨ªr el repiqueteo de un instrumento de madera que acompa?a los cantos budistas. En la salida uno de la estaci¨®n, a 10 pasos del callej¨®n, se hab¨ªa montado un altar improvisado. Flores, botellas de licor abiertas como en los ritos funerarios coreanos, notas a mano. Tres monjes trataban de consolar con sus voces a los que nos hab¨ªamos reunido all¨ª, bajo un cielo de oto?o sin una sola nube.
Mi esposa a¨²n no se atreve a ir y no s¨¦ si podr¨¢. Vive en Itaewon desde 2006, cuando el barrio a¨²n cargaba con su fama rufianesca. Teme que esa fama regrese como una densa sombra y sea la excusa para borrar del todo lo que queda del viejo Itaewon. Para que las grandes cadenas ocupen las calles y con ellas llegue la uniformidad. Que se cierren los callejones donde acompa?aba a sus amigos a comprar camisetas hiphoperas a inicios de los 2000. En ese entonces todav¨ªa no se atrev¨ªa a ir de noche. Pronto perdi¨® el miedo y la recompensa fue impagable. La primera vez que prob¨® comida india fue precisamente en un restaurante de ese callej¨®n mortal. All¨ª tambi¨¦n hace muchos a?os quedaba B1, un peque?o club de m¨²sica electr¨®nica al que sol¨ªa ir, donde se dio cuenta de que la vida nocturna tiene un valor que va mucho m¨¢s all¨¢ del trago y la diversi¨®n. Como ella, como tantos coreanos, los j¨®venes muertos esa noche fueron a Itaewon a desprenderse por unas horas de la presi¨®n social que los atenaza y homogeneiza, a comprobar que hay otra manera de vivir y de estar con los otros.
El mi¨¦rcoles volv¨ª. El altar oficial ya estaba abierto. Custodiado por funcionarios, con caf¨¦ gratis, con flores gratis. El sol se colaba por las hojas amarillas de los ginkos y hac¨ªa el d¨ªa insoportablemente bello. Segu¨ª derecho y fui hasta el otro altar, el de la gente. No estaban los monjes, pero hab¨ªa crecido y se desbordaba, empezaba a ocupar la calle principal. A las botellas de licor ahora las acompa?aban galletas, yogures, pasteles de arroz. Bebida y comida para los difuntos. Y m¨¢s y m¨¢s flores. Y m¨¢s y m¨¢s notas. Tambi¨¦n fotos de los extranjeros. Entre los 26 que murieron esa noche, cinco nacieron en Ir¨¢n.
Frente al altar callejero pens¨¦ escribir en un post-it un trozo de un poema de Robert Liddell Lowe y dejarlo al lado de cientos de otros. No fui capaz, me temblaron las manos. Lo copio aqu¨ª: ¡°Este resplandeciente desconsuelo es todo lo que tengo de ustedes / que se fueron m¨¢s pronto de lo que una ola se va¡±.
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