El rostro en la naturaleza humana
Precisamente de los mam¨ªferos hemos heredado, por un curioso proceso de inversi¨®n, una de las expresiones faciales m¨¢s genuinamente humanas: la sonrisa. Desde muy peque?os, los ni?os responden con especial intensidad a las caras
Dice un viejo refr¨¢n castellano que ¡°la cara es el espejo del alma¡±. Aunque tratemos de disimularlo (y algunos sean expertos), nuestros rostros expresan de manera directa e inmediata, los estados de ¨¢nimo que nos atraviesan. Las sensaciones y emociones que experimentamos, en cada momento, se traducen en impulsos nerviosos que modelan los m¨²sculos faciales. Formas pr¨¢cticamente universales, seg¨²n las investigaciones pioneras del bi¨®logo ingl¨¦s Ch...
Dice un viejo refr¨¢n castellano que ¡°la cara es el espejo del alma¡±. Aunque tratemos de disimularlo (y algunos sean expertos), nuestros rostros expresan de manera directa e inmediata, los estados de ¨¢nimo que nos atraviesan. Las sensaciones y emociones que experimentamos, en cada momento, se traducen en impulsos nerviosos que modelan los m¨²sculos faciales. Formas pr¨¢cticamente universales, seg¨²n las investigaciones pioneras del bi¨®logo ingl¨¦s Charles Darwin, publicadas en La expresi¨®n de las emociones en el hombre y los animales (1872). Gracias a la invenci¨®n de la fotograf¨ªa, Darwin estudi¨® los rostros de beb¨¦s, ni?os, j¨®venes, adultos, ancianos, actores, enfermos mentales¡ y tambi¨¦n de animales. Lleg¨® a la conclusi¨®n que expresamos estados emocionales similares, con id¨¦nticos gestos faciales, m¨¢s all¨¢ de las diferencias de edad, de g¨¦nero, el estado de salud, la etnia e incluso la especie. Los exquisitos, delicados y sutiles sentimientos humanos asociados al sufrimiento, la ternura, el miedo, la verg¨¹enza, la ira, la alegr¨ªa, la tristeza¡ Tienen un reflejo ancestral en nuestras caras. Aunque dejamos traslucir nuestras emociones con expresiones faciales similares, el rostro es una especie de huella dactilar que nos hace ¨²nicos e irrepetibles.
No existen dos caras iguales entre los m¨¢s de 7.500 millones de personas que habitamos actualmente el planeta. Los mismos elementos se combinan en formas, tama?os, y relaciones variadas, para obtener configuraciones singulares. Son un excelente ejemplo de lo que los griegos llamaban un hol¨®n[es algo que es a la vez un todo y una parte], y los alemanes una Gestalt: un sistema complejo, una totalidad indisociable e irrepetible, mucho m¨¢s que la suma de sus partes. Por eso, cuando no podemos ver la totalidad, tendemos instintivamente a intentar completarla¡ Desde muy peque?os, ni?os y ni?as responden con especial intensidad a las caras y son capaces de reconocer los rostros, primero de sus cuidadores y familiares, y m¨¢s adelante tambi¨¦n de los extra?os. Inicialmente, identifican las formas, tama?os y colores de sus principales componentes (ojos, boca, nariz.), y los reflejan, por ejemplo, en sus dibujos. M¨¢s adelante, son capaces de percibir tambi¨¦n las estructuras subyacentes (distancias, ¨¢ngulos, proporciones¡).
Precisamente de los mam¨ªferos hemos heredado, por un curioso proceso de inversi¨®n, una de las expresiones faciales m¨¢s genuinamente humanas: la sonrisa. En el reino animal, ense?ar los dientes es una respuesta defensiva que significa m¨¢s o menos: ?Cuidado! Si piensas atacarme, aqu¨ª estoy! Responder¨¦ con toda mi fuerza!. Los humanos, en cambio, utilizamos este gesto para enviar un mensaje pacificador: Soy amigable, inofensiva. Puedes relajarte, estoy tranquila. A lo largo de la evoluci¨®n, la sonrisa ha adquirido un efecto antiestr¨¦s y calmante. Favorece la producci¨®n de endorfinas, (las famosas hormonas de la felicidad), y nos ayuda a sentirnos c¨®modas. En nuestros viajes al extranjero, todas hemos vivido la primera experiencia de sentirnos en casa, con solo contemplar un rostro amable y sonriente. La sonrisa aporta bienestar y, adem¨¢s, es contagiosa. Los beb¨¦s muestran un reflejo innato desde sus primeras horas de vida y, en tan solo unas semanas, lo utilizan para responder a est¨ªmulos externos, sin que nadie les haya ense?ado. Probablemente, en el momento de incorporarse sobre sus extremidades inferiores, lo primero que nuestros ancestros hom¨ªnidos vieron fue el rostro de sus semejantes.
El contacto emocional a trav¨¦s de los gestos faciales es una caracter¨ªstica esencial de los animales sociales, abiertos al otro, que profundamente somos. Una especie que, como ninguna otra, se siente atra¨ªda hacia los espejos, quiz¨¢s porque en ese doble juego de la mirada, de la relaci¨®n, tejemos los lazos sociales y construimos nuestra identidad y nuestra diferencia. Porque al sentir a los dem¨¢s, nos sentimos tambi¨¦n a nosotras mismas. La privaci¨®n sensorio-afectiva nos produce ansiedad, se vive como una situaci¨®n de peligro. Genera malestar, dolor ps¨ªquico¡y las criaturas pueden llegar a morir si les falta ese nutriente. Estamos dise?adas para estar en interacci¨®n con los dem¨¢s, para sincronizarnos emocionalmente con nuestros semejantes. En un cl¨¢sico experimento de los a?os setenta, el investigador estadounidense Edward Thronick pidi¨® a unas madres que mostraran a sus beb¨¦s, por unos instantes, un rostro r¨ªgido y fr¨ªo. Los peque?os notaban inmediatamente el cambio de actitud y hac¨ªan todo lo posible por recuperar la conexi¨®n; cuando no lo consegu¨ªan, expresaban claramente su malestar con gritos y llantos.
La ruptura de la conexi¨®n emocional con el otro, a trav¨¦s del rostro, afecta tambi¨¦n a los adultos, que tendemos a sentirnos molestos e inquietos, o incluso rechazados. Aunque desde los siete meses, ni?os y ni?as son capaces de distinguir diferentes expresiones faciales, el aprendizaje de los sutiles, complejos y ricos procesos de la comunicaci¨®n humana (mayoritariamente no verbal) requiere largo tiempo. Un estudio del investigador Lawrence Campbell (2016), con una muestra de casi 500 ni?os y ni?as ingleses, de edades comprendidas entre seis y 16 a?os, encontr¨®, por ejemplo, que emociones como el miedo, la sorpresa o el asco, no llegan a identificarse correctamente hasta los 16 a?os.
Hace unos d¨ªas, una madre me cont¨® que su hija de siete a?os tuvo que cambiar de escuela este a?o: ¡°Tres meses despu¨¦s del inicio de curso, es incapaz de reconocer a sus compa?eros y compa?eras ni de recordar sus nombres -la mascarilla se lo dificulta-¡±. Creo que esta vivencia, y las de muchas otras familias, docentes, ni?os y ni?as, deber¨ªan inspirar una profunda reflexi¨®n sobre lo que estamos haciendo con la infancia. La expresi¨®n emocional en el rostro es patrimonio de nuestra especie, atesorado a lo largo de cientos de miles de a?os. Sin ella, no podemos llamarnos ni vivir ni sentirnos plenamente humanas.
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