La columna que se escribi¨® sola
Como cada dos semanas me sent¨¦ a escribir el texto cuando la pantalla de mi computadora empez¨® a titilar. Fue el detonante de una serie de sucesos imprevistos
No soy de empezar un texto con el t¨ªtulo del mismo. Pero tampoco hab¨ªa sido, hasta ahora, un simple medio a trav¨¦s del cual se comunicar¨¢ un aspecto de la realidad. Y es que esta columna, como dice su t¨ªtulo y sugiere lo que acabo de escribir, se escribi¨® sola, utiliz¨¢ndome de vaso comunicante, de testigo reconvertido en meg¨¢fono. Pero mejor dejo las florituras, pues no hacen.
He aqu¨ª lo que sucedi¨®: como cada dos semanas, me sent¨¦ a escribir el texto que deb¨ªa publicar en este espacio ¡ªllevaba, de hecho, cuatro o cinco p¨¢rrafos¡ª, cuando la pantalla de mi computadora empez¨® a titilar. Eso, por lo menos, es lo que recuerdo: que primero empez¨® a titilar.
Poco despu¨¦s, mientras rele¨ªa las ¨²ltimas frases del texto ¡ªtexto que crec¨ªa en torno a esa idea de Simone Weil que asevera que, en pol¨ªtica, crear la ilusi¨®n de que algo que sucede est¨¢ dejando de suceder es peligroso pues no se intenta conjurar ni combatir aquello que se cree que est¨¢ en v¨ªas de extinci¨®n¡ª, aparecieron, entre los renglones, unas delgad¨ªsimas l¨ªneas negras. L¨ªneas que se encend¨ªan y se apagaban como las intermitentes de un auto, que subrayaban y dejaban de subrayar.
Por un momento, como buen enfermizo que soy ¡ªla gente suele pensar que soy hipocondriaco, pero esto se debe a que la gente, incluidos mis familiares, amigos y conocidos, no suele ser capaces de diferenciar a un enfermizo de un hipocondr¨ªaco¡ª, tem¨ª que en la pantalla no estuviera sucediendo nada y que fuera en mis ojos donde se hallaba el falso contacto. Me quit¨¦ los lentes y me tall¨¦ los p¨¢rpados, solo para descubrir que no, que no hab¨ªa ning¨²n problema en m¨ª, que la pantalla segu¨ªa titilando y que ah¨ª segu¨ªan las delgad¨ªsimas l¨ªneas intermitentes como sentencias horizontales.
Un ictus, un infarto cerebral, me dije, intentando oponer, otra vez, a las evidencias de la realidad, mi fragilidad fisiol¨®gica. Pero la realidad se mostr¨® inapelable: mientras llevaba a cabo uno de esos ejercicios que hay que hacer cuando se piensa que se est¨¢ sufriendo un accidente cerebrovascular ¡ªextender ambos brazos, flexionarlos de golpe, primero uno y despu¨¦s el otro, buscando tocar la punta de la nariz y sonre¨ªr, llev¨¢ndose a las comisuras de la boca ambas manos para constatar que no sonr¨ªe s¨®lo una¡ª, apareci¨®, en mitad de la pantalla, una columna blanca, vertical y gruesa como una botella.
Es la puta computadora, me dije, aterrado: voy a perder lo que llevo del art¨ªculo. Peor: voy a perder todos los textos que no he respaldado. Mucho peor: voy a perder la computadora y el chingado dineral que cost¨®, hace tres de a?os. Y apenas me repon¨ªa de este pensamiento cuando sucedieron dos cosas: la parte baja de la columna blanca se pint¨® de rojo escarlata y una voz me habl¨® desde el fondo de m¨ª mismo: ¡°m¨¢ndate por correo lo que llevas... m¨¢ndatele en chinga¡±. Empez¨® entonces una carrera fren¨¦tica: mientras abr¨ªa mi correo, la pantalla comenz¨® a ensombrecerse; mientras redactaba mi direcci¨®n, al ensombrecimiento se sum¨® una est¨¢tica general que llen¨® con millones de puntos la pantalla; mientras se cargaba el archivo, la pantalla se fue a negros.
¡°Me lleva la chingada¡±, grit¨¦ sobresaltando a la se?ora que a veces trabaja en mi casa. De m¨¢s est¨¢ decir que, aunque intent¨¦ encenderla, mi computadora no estuvo dispuesta a obedecer. Como de m¨¢s esta tambi¨¦n decir que, cuando tom¨¦ mi tel¨¦fono del escritorio y entr¨¦ en mi correo, no ten¨ªa ninguno de m¨ª para m¨ª mismo: la falla electr¨®nica hab¨ªa ganado la carrera, la descompostura me hab¨ªa jodido. ¡°Me lleva la chingada¡±, repet¨ª, gritando tan fuerte como pude. ¡°Ya vali¨® verga¡±, a?ad¨ª cuando Berenice ¡ªas¨ª se llama la se?ora que a veces trabaja en mi casa¡ª se acerc¨® preocupada, para preguntar qu¨¦ hab¨ªa pasado. ¡°Se muri¨® esta mierda¡±, dije, desencajado: ¡°se descompuso mi pinche computadora¡±. Entonces, convirti¨¦ndose en ¨¢ngel, Berenice me mir¨® a los ojos y dijo: ¡°Yo s¨¦ qui¨¦n te la arregla¡±. Luego, continu¨®: ¡°Mi vecino estudi¨® eso, el chavo es un genio y siempre quiso conmigo... en una de esas, ni te cobra¡±.
Las palabras de Berenice fueron el detonante de lo que pas¨® despu¨¦s, una serie de sucesos que tratar¨¦ de narrar lo m¨¢s conciso que pueda, para no extenderme demasiado y porque as¨ª, apurados, los experiment¨¦ ¡ªya dije que ac¨¢ soy solo un m¨¦dium¡ª: angustiado, tom¨¦ el tel¨¦fono ¡ªel mismo en el que se escribi¨® sola esta columna¡ª y marqu¨¦ el n¨²mero de la casa que Berenice me hab¨ªa dado, donde me contest¨® una se?ora que dijo que s¨ª, que era la casa de Omar ¡ªas¨ª se llamaba el vecino de Berenice¡ª y que ella era su madre, pero que, por desgracia, ¨¦l no se encontraba. No s¨¦ por qu¨¦, quiz¨¢ porque necesitaba verbalizar la desgracia, en vez de preguntarle a qu¨¦ hora pod¨ªa encontrarlo o, mejor, si su hijo ten¨ªa celular, me lanc¨¦ a contarle a la se?ora, c¨®mo aut¨®mata, como el ¨²ltimo rival de Prometeo, lo que me hab¨ªa pasado. Todo para que, al final, ella dijera: ¡°uy, pues la semana pasada, Omar lo habr¨ªa ayudado. Pero desde el jueves que se fue a la NASA¡±.
Antes de colgar, por suerte, la se?ora que acababa de darme aquel golpe, me resucit¨® con un titilar de la esperanza: ¡°Igual podr¨ªa ayudarte Rogelio¡±. ¡°?Rogelio?¡±, pregunt¨¦. ¡°S¨ª, Rogelio, el socio de mi hijo, bueno, su ex socio. ?l no se fue a la NASA. Sigue aqu¨ª, trabajando en el centro. Aunque no s¨¦ d¨®nde ni tengo su n¨²mero. Pero s¨¦ que tiene su negocio en el centro, cerca de la iglesia¡±, dijo: ¡°Lo s¨¦ porque mi hijo me cont¨® que ¨¦l se iba a apretar d¨®nde los negocios de su t¨ªa y su prima¡±. Cuando colgu¨¦, se abr¨ªan tres posibilidades: abrazar el min¨²sculo rayo de esperanza que era Rogelio, a quien tendr¨ªa que buscar quien sabe c¨®mo; ir cuanto antes a Cuernavaca, a buscar un centro especializado, o buscar en internet a alguien que arreglara computadoras en Tepoztl¨¢n. Por supuesto, fue la tercera opci¨®n la que intent¨¦ llevar a cabo.
Tras escribir en el buscador de mi tel¨¦fono ¡°reparaci¨®n computadoras Tepoztl¨¢n¡±, sin embargo, todas las opciones que aparecieron estaban relacionadas con el Montessori del pueblo y su sistema de ense?anza. La dimensi¨®n de dicha paradoja ¡ªincomprensible para m¨ª¡ª me hizo abrazar la racionalidad: tom¨¦ mi computadora y sub¨ª a mi auto, convencido de dirigirme a Cuernavaca, donde ubiqu¨¦ varios centros especializados. A un par de de cuadras, sin embargo, aquello que los griegos llamaban destino me hizo pronunciar, sin que pensara en ¨¦l ni mi cabeza me advirtiera lo que mi boca har¨ªa, el nombre de Rogelio.
Rogelio, dije y me convenc¨ª de la tonter¨ªa que era ir a Cuernavaca, pudiendo estacionar en el centro de Tepoztl¨¢n, para buscar el negocio de Rogelio. Minutos despu¨¦s, con mi computadora en las manos, empezo mi b¨²squeda, b¨²squeda que me llev¨® al sitio de taxis, a un local de reparaci¨®n de celulares, a una tintorer¨ªa y a la esquina de los Tallarines, donde, mientras le preguntaba a una se?ora que estaba sentada en la escalera de su miscel¨¢nea, escuch¨¦ que me chiflaban y me hac¨ªan se?as.
Mientras me acercaba, el muchacho que chiflara dijo: ¡°Soy yo... yo soy Rogelio¡±. Entonces aconteci¨® lo que me llev¨® a escribir esta columna, que se escribi¨®, como ya dije y puede comprobar el lector, sola: ¡°?Qu¨¦ le pas¨®?¡±, me pregunt¨® Rogelio, se?alando mi computadora. Pero antes de que le pudiera responder, me se?al¨® la entrada de una taquer¨ªa, ech¨® a andar hacia esta y dijo: ¡°No, mejor me cuentas adentro¡±.
Nos sentamos en la trastienda de la taquer¨ªa ¡ªnegocio de su t¨ªa¡ª, entre un par de coches y el local donde su prima le¨ªa la mano. ¡°No hacen nada¡±, me dijo se?alando un par de perros. ¡°Bueno, el que te est¨¢ oliendo muerde, pero no tiene dientes¡±, a?adi¨® luego, sonriendo y pidi¨¦ndome que le entregara mi computadora, mientras me contaba que antes ten¨ªa una lona afuera.
¡°Una lona preciosa, azul, grandota, con varias antenas y conmigo abrazando a Steve Jobs, pero me la robaron. Yo creo que la misma gente del Ayuntamiento, que est¨¢ contra la realidad, que niega las cosas que pasan, fingen, ya sabes, que la modernidad no ha llegado, como si as¨ª fueran a desaparecerla¡±.
C¨®mo el lector advertir¨¢, las se?ales pod¨ªan haberme hecho temer, levantarme e irme. Pero si el perro chimuelo no me hab¨ªa mordido ¡ªy si el discurso de Rogelio era tan parecido al de Simone Weil¡ª por qu¨¦ habr¨ªa yo de oponerme al designio de los dioses.
Sin pensarlo, le entregu¨¦ mi computadora a Rogelio, que la abri¨® y pregunt¨® qu¨¦ hab¨ªa pasado. Le cont¨¦, entonces, lo que el lector ya sabe. Un par de minutos despu¨¦s, Rogelio dio su veredicto, usando palabras expertas. ¡°A falta de que sea lo que pienso, te prometo que ma?ana tendr¨¢s tu computadora funcionando¡±, remat¨® hacia el final, antes de decirme cu¨¢nto iba a costarme y cu¨¢nto deb¨ªa dejar de adelanto.
Me sent¨ª, obviamente, feliz. Lo malo fue que, antes de despedirnos, cuando ya me hab¨ªa entregado a su sabidur¨ªa y me consideraba su amigo, me dijo: ¡°Eso s¨ª, el motivo es dif¨ªcil saberlo¡±. Y a?adi¨®: ¡°aunque me aventurar¨ªa a pensar que fue, por raro que te parezca, un rayo c¨®smico. A veces pasa eso, un rayo c¨®smico cae en una computadora¡±.
Mi rostro, que debi¨® palidecer, lo hizo a?adir: ¡°Es menos complicado de lo que parece: cae el rayo, cambia un cero por un uno y todo se desestabiliza¡±. De m¨¢s est¨¢ decir que me fui de aquel local tap¨¢ndome la cabeza, por si las dudas, sonriendo y maldiciendo a los dioses.
Y pensando, claro, dos cosas: que tengo varios amigos a los que les pas¨® justo eso: se les cambio un uno por un cero. Y que, si me iba bien, mi computadora servir¨ªa para hacer palomitas. Ya veremos, sin embargo, qu¨¦ decide Rogelio.
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