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Columna
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Cuando el virus nos encerr¨® en casa, las pantallas nos dejaron sin casa

La cultura del teletrabajo, los directos y las reuniones virtuales han echado abajo nuestra puerta

Eliane Brum
Getty Images

Termino el 2020, el a?o que anuncia que ha llegado la era de las pandemias, con extra?os s¨ªntomas. La idea de hacer otro directo, otra reuni¨®n por Jitsi, Zoom o Google, o incluso por WhatsApp, me da n¨¢useas. Escribir, como lo hago ahora, mientras las noticias y los mensajes surgen en una esquina de la pantalla, me marea y agota. Los amigos me piden happy hours de A?o Nuevo. Me encantar¨ªa. Pero no puedo. Sabemos que la exposici¨®n excesiva a las pantallas cansa y puede causar trastornos e incluso enfermedades. Sin embargo, la experiencia actual va mucho m¨¢s all¨¢. El teletrabajo, los directos y las reuniones virtuales han cambiado el concepto de casa. O quiz¨¢s han provocado algo a¨²n m¨¢s radical, al desahuciarnos no solo de casa, sino tambi¨¦n de la posibilidad de hacer de nuestra casa una casa.

La mayor¨ªa de los que tuvieron la oportunidad de permanecer entre cuatro paredes durante la mayor parte del a?o para protegerse del virus viven, como yo, una experiencia sin precedentes en la trayectoria humana: la de estar 24 horas en casa y, a la vez, no tener casa. La pandemia nos ha tra¨ªdo la paradoja de descubrir que somos sintechos bajo techo. M¨¢s que sintechos, hemos descubierto que somos simpuertas. Sin una puerta, no existe la llave del entendimiento.

S¨ª, aquellos que tienen la oportunidad de teletrabajar, que significa trabajar desde casa, son privilegiados en un planeta acorralado por el virus. Pensar en la desigualdad en la era de las pandemias es pensar en qui¨¦n puede desempe?ar sus funciones profesionales ¡°a distancia¡± y qui¨¦n no. La mayor¨ªa de los que no pueden trabajar a distancia son las mismas personas que tienen m¨¢s probabilidades de constar en las peores estad¨ªsticas: los m¨¢s pobres, los negros, las mujeres.

Afirmar que la pandemia expone y agrava la desigualdad social, racial y de g¨¦nero es una obviedad que varios estudios han demostrado a lo largo de 2020. La iniquidad abismal de Brasil ¡ªy, en menor medida, de la mayor¨ªa de los pa¨ªses del planeta¡ª impone como privilegio lo que es un derecho b¨¢sico: poder protegerse de una amenaza. Es as¨ª, como privilegiada, que discurro aqu¨ª sobre la experiencia de descubrirnos sin casa, una experiencia que no es solo subjetiva. A pesar de las paredes de concreto que nos rodean, sentirse sin casa es una experiencia muy concreta.

?Qu¨¦ es una casa?

Esta pregunta entr¨® en mi vida como periodista cuando la hidroel¨¦ctrica Belo Monte se impuso al r¨ªo Xing¨² y a sus pueblos. Para los ribere?os, expulsados de las islas y de la margen del r¨ªo para que se construyera la central, casa era una idea concretizada a partir de la experiencia de vivir en la selva y ser selva. Para los directores de Norte Energia SA, la empresa concesionaria de la central, y otras empresas subcontratadas, as¨ª como para los abogados que consumaban las ¡°negociaciones¡± en las que nunca se negoci¨® nada, porque todo se impuso, casa era algo cuya referencia era la experiencia de vivir en ciudades del centro-sur de Brasil.

Como quien ten¨ªa ¡ªy tiene¡ª el poder era la empresa, el valor de la indemnizaci¨®n y de otras compensaciones se determin¨® sin tener en cuenta la experiencia cultural y objetiva de quien viv¨ªa un concepto ampliado de lo que es una casa, un concepto arquitect¨®nico diferente de lo que es una casa, otro tipo de material con el que se puede crear una casa. Los tecn¨®cratas aplastaron esa experiencia completamente diferente de lo que era una casa. No solo por ignorancia, sino porque, al tener el poder de determinar que lo que era una casa no lo era, o que lo que era una casa no era una buena casa, el valor monetario de la indemnizaci¨®n y las compensaciones fueron mucho menores o, en algunos casos, inexistentes.

Presenciar esa violencia implant¨® definitivamente en mi cabeza la cuesti¨®n de qu¨¦ es una casa, y la he expandido a otros territorios objetivos y, especialmente, subjetivos. Como periodista, he escrito reportajes sobre un hombre que se hizo una casa dentro de un gran ¨¢rbol, en plena ¨¢rea urbana de Porto Alegre. He hablado sobre una familia que construy¨® una casa bajo un viaducto, convirtiendo la vida cotidiana en una experiencia donde cab¨ªa preparar el desayuno, arreglar y llevar a los hijos a la escuela todos los d¨ªas para asegurarse de que tuvieran una educaci¨®n formal. He sido testigo de lo que se convirti¨® en uno de los reportajes m¨¢s impactantes de mi vida, en el que un grupo de ni?os de la calle crearon su casa en las alcantarillas de la ciudad. Se autodenominaban Tortugas Ninja, como en la pel¨ªcula que se estrenaba entonces en los cines.

Tambi¨¦n tuve varias experiencias de casa con diferentes pueblos ind¨ªgenas. Algunas colectivas, como la de los yanomamis; otras de unidades familiares, aunque tambi¨¦n hay diferentes entendimientos sobre cu¨¢l es la red de relaciones que constituye lo que cada etnia llama familia. Las humanidades son variadas y experimentan diferentes formas de tejer relaciones con la naturaleza. O, en el caso de la minor¨ªa blanca y dominante ¡ªla que llama civilizaci¨®n a su experiencia y err¨®neamente la considera universal o incluso superior¡ª, de romper con la naturaleza.

Caminando por los muchos Brasiles en busca de historias que contar, he visto a la gente inventarse todo tipo de casas, incluso invisibles, cuando es necesario fantasear con paredes en las esquinas concurridas de ciudades gigantes como S?o Paulo, para establecer un l¨ªmite simb¨®lico entre la familia y el mundo siempre amenazante para quienes tienen poco m¨¢s que su propio cuerpo. Y, por supuesto, tambi¨¦n he entrado en mansiones y palacios. Parte del encanto de ser periodista es la posibilidad de tener acceso a lugares a los que nunca tendr¨ªamos en otras profesiones.

A pesar de la diversidad de experiencias, estas muchas construcciones de lo que es una casa tienen algo en com¨²n, algo que va m¨¢s all¨¢ de las diferencias de tama?o, material, arquitectura, contexto y geograf¨ªa. Es la idea de casa como lugar donde cada uno hace su propio espacio, el lugar que cada uno reserva para s¨ª mismo o para su familia o para el grupo. Es la idea de casa como refugio. Es la idea de casa como protecci¨®n contra la lluvia y el sol excesivo, contra animales que pueden querer convertirnos en cena, contra quienes no conocemos y por lo tanto no sabemos si quieren hacernos da?o o no. Es la idea de casa como espacio de abrigo y descanso, como un mundo dentro del mundo donde hacemos lo m¨¢s importante, como alimentarnos, reproducirnos y amarnos.

Si la casa se convierte en oficina, deja de ser casa

Cuando nuestra casa deja de representar ese conjunto de significados, no importa qu¨¦ forma tenga, se produce una perturbaci¨®n. Bien porque el agresor vive ah¨ª, ya sea el padre, un padrastro o un t¨ªo que abusa, ya sea un marido o compa?ero violento. Y entonces la casa ya no garantiza seguridad, protecci¨®n y abrigo. O bien porque la casa ha sido asaltada y saqueada, o porque algo violentamente disruptivo ha sucedido en el interior y la casa ahora guarda un recuerdo con el que nos resulta dif¨ªcil lidiar. Entonces la casa ya no puede ser un refugio. La casa se descasa, porque, solos o acompa?ados, de cualquier manera estamos casados, en el sentido de que hemos formado una casa. Y formar una casa es necesario.

Estar descasado, en el sentido de estar sin casa, es lo que les sucede a los que, desde marzo, han estado trabajando desde casa y su casa se ha convertido tambi¨¦n en la oficina. Pero la experiencia cotidiana ha demostrado que, si la casa se convierte en oficina, deja de ser casa.

Cuando el trabajo invade nuestra casa 24 horas al d¨ªa, 7 d¨ªas a la semana, perdemos la casa. Y, con ella, el refugio, el descanso, el remanso. Y tambi¨¦n el espacio de intimidad que los de afuera solo alcanzar¨ªan si quisi¨¦ramos abrirles la puerta. Principalmente hemos perdido la puerta. Y una casa sin puerta no es una casa. Aunque esta puerta sea invisible, como en el caso de los sintechos, la barrera que la imaginaci¨®n concretiza cumple su papel simb¨®lico de hacer de borde, de poner un l¨ªmite. En el modo pand¨¦mico, ocurre lo contrario. Aunque materialmente haya una puerta de madera o incluso de hierro, gruesa y llena de cerraduras complicadas, precedida por la puerta del edificio y tambi¨¦n la puerta de la verja, como hoy en d¨ªa vive parte de la clase media urbana, aun as¨ª no hay ninguna puerta, porque no hay ning¨²n l¨ªmite a lo que invade la casa a trav¨¦s de las pantallas ¡ªtodas las pantallas¡ª desde el interior.

Estas muchas puertas y cerraduras que se han multiplicado para, supuestamente, mantenernos a salvo solo son capaces de poner alg¨²n l¨ªmite a los asaltantes cl¨¢sicos. Sin embargo, hoy existe otro tipo de asaltante, que puede robarnos algo mucho m¨¢s importante, incluso irreemplazable y frecuentemente irrecuperable, que los bienes materiales. La invasi¨®n contempor¨¢nea es la que nos roba el tiempo y secuestra el espacio donde se viven los afectos, la intimidad, los placeres y las subjetividades. Tiempo en el sentido que defini¨® el gran pensador brasile?o Ant?nio C?ndido (1918-2017), tiempo como el tejido de nuestras vidas, como todo lo que tenemos, como algo que no se puede monetizar. Este asalto, a medio y largo plazo, puede causar muchos m¨¢s estragos al cuerpo-mente que lo que convencionalmente llamamos asalto.

La tecnolog¨ªa y, de una manera totalmente trastornadora y veloz, Internet ya nos hab¨ªan sacado de casa cuando est¨¢bamos dentro. Quiz¨¢s el primer ataque fue el tel¨¦fono, pero recuerdo que no era cort¨¦s llamar a casa de la gente por la noche despu¨¦s de cierta, generalmente temprano, y por la ma?ana antes de cierta hora, ni tampoco a la hora de la comida, que sol¨ªa hacerse a la misma hora en todas las casas. Y un jefe nunca llamar¨ªa a casa de un subordinado durante un fin de semana o un d¨ªa festivo si no fuera, literalmente, un caso de vida o muerte. Incluso en el periodismo, solo nos molestaba en nuestro d¨ªa libre si literalmente se ca¨ªa un avi¨®n u ocurr¨ªa una masacre en alg¨²n lugar que exigiera viajar inmediatamente. Y, aun as¨ª, empezaba disculp¨¢ndose por perturbar nuestra intimidad e interrumpir nuestro descanso.

Internet cambi¨® muy r¨¢pidamente las convenciones sociales, antes de que la mayor¨ªa pudiera ni siquiera entenderla y antes de que incluso sus creadores pudieran comprender su impacto. Internet, como casi todo, se hizo y se hace vivi¨¦ndola. De la misma forma que la gente cree que puede escribir en las redes sociales lo primero que se les pasa por la cabeza, sin filtros ni frenos, tambi¨¦n se ha convertido en algo habitual enviar mensajes de WhatsApp a cualquier momento o por cualquier motivo o sin ning¨²n motivo, solo porque se supone que el otro est¨¢ a tu disposici¨®n o, a menudo, es tu saco de boxeo. Nadie enviar¨ªa diez cartas a alguien el mismo d¨ªa, pero casi todos creen que es perfectamente ¡°normal¡± enviar mensajes y memes y v¨ªdeos y enlaces en una ma?ana, confundiendo el poder con el deber.

Estamos precisamente en una ¨¦poca en que, desde los ciudadanos hasta los gobernantes, todos creen que, porque pueden, deben. O, m¨¢s probablemente, se ha eliminado el cuestionamiento sobre si se debe o no hacer o decir algo, y, por lo tanto, el ¨²nico verbo que se ejerce es ¡°poder¡±. La ¨¦poca de Internet, que es la ¨¦poca de la velocidad, ha eliminado para muchos la etapa obligatoria de reflexi¨®n. Todos estamos pagando un precio muy alto por este cambio brusco y a¨²n infradimensionado que ha encogido o incluso eliminado el tiempo dedicado a la ponderaci¨®n antes de la acci¨®n o la reacci¨®n. Su impacto es la corrosi¨®n de todas las relaciones, empezando por los gobernantes, que comenzaron a comunicarse a trav¨¦s de las redes sociales, conectados directamente con sus votantes, en algunos casos con sus fieles, pero desconectados del acto de responsabilidad que es gobernar.

Todo se complica infinitamente m¨¢s cuando el mundo del trabajo nos invade la casa. Con la comunicaci¨®n f¨¢cil e inmediata que permite la tecnolog¨ªa, los l¨ªmites que antes estaban determinados por la jornada laboral ahora se superan o incluso se ignoran. La precarizaci¨®n de las condiciones de trabajo, el desdibujamiento de las fronteras entre la vida privada y la profesional, la voracidad del tiempo y, con ella, la corrosi¨®n de la vida, ya se hab¨ªan convertido en cuestiones cruciales de nuestra ¨¦poca.

Con el teletrabajo, las condiciones se han vuelto a¨²n m¨¢s precarias. La vida se ha trastornado con m¨¢s rapidez que con la aparici¨®n de Internet. Aunque era veloz, Internet fue al menos progresivamente veloz. El teletrabajo se impuso literalmente de la noche a la ma?ana, determinado por las necesidades de la cuarentena o el confinamiento. Y, para muchos, con el teletrabajo de la compa?era o del compa?ero y tambi¨¦n con los ni?os sin escuela.

A los ni?os, a su vez, se les pidi¨® que comprendieran lo incomprensible: que la casa hab¨ªa dejado de ser casa para convertirse en el lugar de trabajo donde los padres son todav¨ªa menos accesibles y, por todas las razones, tienen menos paciencia y disponibilidad. Los padres est¨¢n totalmente presentes y, a la vez, casi totalmente ausentes. Est¨¢n casi completamente en otro lugar, aunque est¨¦n completamente dentro de casa. Los impactos de esta experiencia en los ni?os de todas las edades est¨¢n siendo muy mal dimensionados. Es muy dif¨ªcil que las familias se ocupen de algo que los padres ni siquiera entienden y con lo que tambi¨¦n sufren mucho. Los padres tambi¨¦n sienten que carecen de las herramientas para lidiar con la casa trastornada por la pandemia.

S¨ªntomas de ¡°descasamiento¡±

Siguiendo mi propia experiencia, as¨ª como la de amigos y conocidos, me di cuenta de que, al principio, quedarse en casa fue muy interesante. La coartada perfecta para quienes ya no pod¨ªan soportar viajar y correr de un lado a otro, de un mundo a otro. Para quienes viven en grandes ciudades, desplazarse al trabajo suele tardar, ser estresante y costoso. As¨ª que la gente crey¨® que, a bote pronto, tendr¨ªa al menos una hora m¨¢s para s¨ª misma. Muchos ilusos creyeron que podr¨ªan leer todos los libros apilados en la mesilla y que finalmente se pondr¨ªan al d¨ªa con las pel¨ªculas y series. Trabajar en pijama o ch¨¢ndal tambi¨¦n sonaba c¨®modo. Estar en casa todav¨ªa ofrec¨ªa la ventaja de tener lejos a los compa?eros de trabajo pesados y a los jefes abusivos.

Mucha gente dec¨ªa que no volver¨ªa a la oficina o al consultorio o a lo que fuera porque se demostr¨® que es posible y mejor trabajar desde casa. Sobre todo, varias empresas empezaron a echar la cuenta de cu¨¢nto podr¨ªan ahorrar cuando cada empleado se convirtiera en una isla definitivamente. Muchas de estas compa?¨ªas, incluso, no estaban dispuestas a pagar los costes de esta isla, que es, al fin y al cabo, la casa de la persona. Sosten¨ªan que cada individuo deb¨ªa pagar sus facturas de la luz, internet, etc., aunque los costes hayan aumentado por las necesidades de uso profesional.

Y entonces empez¨® el imperio del Gran Hermano, y la rutina empez¨® a dictarla el angustiante, a veces enloquecedor, sonido de los mensajes que llegaban por WhatsApp o de los correos electr¨®nicos que hac¨ªan cola en la pantalla. Claro, se puede ¡°silenciar¡± el sonido de los mensajes, pero ?qui¨¦n va a silenciar al jefe, al proveedor, a fulanito que tiene que decir cu¨¢ndo es la fecha de entrega, a menganito que enviar¨¢ informaci¨®n importante, a zutanito que necesita documentos? Las horas fueron invadidas como nunca antes. ?C¨®mo puede uno silenciar o apagar el m¨®vil al acostarse si sus seres queridos est¨¢n solos en medio de una pandemia y pueden necesitar ayuda en cualquier momento?

Si antes era imposible organizar un gran n¨²mero de reuniones al d¨ªa porque hab¨ªa el tiempo del desplazamiento, ahora la gente est¨¢ en casa. Se ha podido triplicar el n¨²mero de encuentros (o desencuentros), a veces sin saber cu¨¢ndo van a terminar. Los directos y las reuniones en l¨ªnea, que han permitido que el mundo se conectara para trazar estrategias para hacer frente a la pandemia, para hacer colectas solidarias o simplemente para hablar, se volvieron demasiado f¨¢ciles y, por ende, demasiado excesivos. Todos quieren tener reuniones en l¨ªnea y hacer directos por cualquier motivo. Todo se convierte inmediatamente en una actuaci¨®n. Las horas que se cre¨ªan libres al eliminar el tiempo del desplazamiento de casa al trabajo fueron absorbidas... por el trabajo. Y se a?adieron otras que no estaban all¨ª. La excusa social de ¡°no estar¨¦ en casa¡± o ¡°he salido un momento¡± desapareci¨®. Ahora todos saben d¨®nde est¨¢ cada uno. En casa.

Esa fue la secuencia alucinante de eventos que echaron abajo la puerta de casa. Sin puerta, la casa dej¨® de tener paredes y, sin paredes, ya no ten¨ªa sentido ninguna estructura. Nos convertimos en simpuertas y con demasiadas ventanas, pero una especie de ventanas invertidas, desde las que no se contempla el exterior, sino que somos observados en el interior. Reproducimos la experiencia lacerante de los animales confinados en zool¨®gicos, criados en cautiverio.

La tecnolog¨ªa que nos ha unido, esencial para enfrentar esta pandemia, tambi¨¦n nos ha esclavizado. No importa d¨®nde estemos, las pantallas nos acompa?an. En el bolsillo, en el bolso, en la mano, en la mu?eca. Los m¨¢s sensibles lo sintieron primero y sufrieron m¨¢s. Una amiga empez¨® a no ver lo que estaba en la pantalla. Mejor dicho, pod¨ªa verlo, pero muy borroso. No le encontraron ninguna enfermedad. Los relatos sol¨ªan se?alar s¨ªntomas que hac¨ªan imposible seguir frente a la pantalla. Hay personas que sufren migra?as y que nunca las hab¨ªan tenido. Gente que se enorgullec¨ªa de dormir como un tronco que empez¨® a tener insomnio o el sue?o ligero. Yo misma empec¨¦ marearme delante de la pantalla, pero eran mareos selectivos. Las reuniones de trabajo y los encuentros con mucha gente me dan n¨¢useas, incluso cuando adoro a todos los que est¨¢n en la pantalla.

Me siento como un cuerpo que ya no puede soportar tanta exposici¨®n. Mi capacidad subjetiva a¨²n no ha encontrado la forma de crear paredes y puertas en mi mente, de hacer un refugio donde no lo hay, de convertirme en la casa que he perdido. Todo y todos entran en casa, a la hora que quieren, por la pantalla del ordenador, del m¨®vil, de la tableta. Informaci¨®n que no ped¨ª, v¨ªdeos que no me prepar¨¦ para ver, comentarios que preferir¨ªa no o¨ªr. Personas desconocidas est¨¢n de repente en mi sala de estar o incluso en mi cama. Y ya no es tan f¨¢cil apagar todas estas pantallas porque el trabajo depende de ellas, la informaci¨®n que realmente necesito depende de ellas, la certeza del bienestar de las personas que amo y que est¨¢n pasando la cuarentena solas depende de ellas, la vida social depende de ellas. Nunca he socializado tanto como en esta pandemia y no soy exactamente alguien a quien le guste hablar todo el rato. Echo de menos estar realmente sola, estar realmente en silencio, tomarme realmente mi tiempo y hacerlo a mi ritmo.

Una puerta para importar lo que importa

Estos sentimientos y s¨ªntomas, sin embargo, son solo la aleta que se ve en la superficie. Debajo, hay un tibur¨®n entero. Obsesionados con planificar el regreso de algo que llaman ¡°normalidad¡±, nos olvidamos de mirar la profundidad de la transformaci¨®n que est¨¢n experimentando nuestras vidas. Somos el resultado, como especie, de un largo proceso de evoluci¨®n y adaptaci¨®n, por lo menos dos millones de a?os desde el Homo Erectus. Pero, como humanos contempor¨¢neos, nuestra existencia ha sufrido una transformaci¨®n brutal con Internet y, en 2020, con la primera pandemia en la ¨¦poca de las pantallas.

Nuestro cuerpo no procesa un cambio tan monumental en tan poco tiempo. Desde que apareci¨® el coronavirus, la principal preocupaci¨®n de los diversos sectores de la sociedad es el coste financiero de la pandemia. Es urgente que se hable mucho m¨¢s de los costes psicol¨®gicos, de los ni?os que solo conocen las paredes y tienen miedo de otros ni?os porque han aprendido que son amenazas, de los ancianos confinados en soledad, de los adultos sometidos a una presi¨®n y un nivel de convivencia sin precedentes. Este coste es alto y las secuelas pueden durar toda una vida.

Tratamos la pandemia como una anomal¨ªa, pero la anomal¨ªa real es el mundo que hemos creado dentro del mundo. O mejor: el mundo que la minor¨ªa dominante de los humanos ha creado dentro del mundo, sometiendo a todos los dem¨¢s, subyugando a la mayor¨ªa. El coste de este mundo amenaza nuestra existencia en el planeta, lo que llamamos crisis clim¨¢tica. La pandemia es una consecuencia de la corrosi¨®n de la vida que ha causado el capitalismo neoliberal, que ha destruido el h¨¢bitat de otras especies, y que ha causado un modo de producci¨®n en el que las mercanc¨ªas circulan amplia y velozmente por todo el mundo, del mismo modo que muchos de nosotros circulamos a bordo de aviones altamente contaminantes.

La segunda ola de covid-19 mostr¨® que la anomal¨ªa produce anomal¨ªa. Nuestra forma de vida es insostenible, lo que les hemos hecho a las otras especies ahora puede matarnos. Es una fantas¨ªa peligrosa creer que es posible volver a la anomal¨ªa que llamamos normalidad y seguir con nuestra la vida como si cada acto no tuviera consecuencias en cadena.

En 2020, hemos perdido definitivamente la casa. Que, adem¨¢s de no tener puerta, se ha convertido en una prisi¨®n, la peor clase de prisi¨®n, la que han creado nuestros actos. ?Y qu¨¦ es una prisi¨®n sino un lugar donde estamos confinados pero no tenemos privacidad, donde se accede a nosotros en cualquier momento, donde se controla y se vigila cada gesto, donde las visitas est¨¢n reguladas y no puede haber contacto f¨ªsico? ?Qu¨¦ es una prisi¨®n sino un lugar donde no podemos escoger lo que puede o no puede entrar? ?Qu¨¦ es sino un lugar donde estamos a merced de todas las otras fuerzas?

Afuera, en las calles, hay tres tipos de experiencias. La de aquellos a quienes se les ha arrancado el derecho fundamental a protegerse, porque su trabajo no puede hacerse desde casa y los empleadores y el Estado no les dan ayudas. La de aquellos que hacen servicios esenciales, como los profesionales de la salud. Y la de la mayor¨ªa de las personas, que podr¨ªan hacer cuarentena pero no la hacen, porque no les importa la vida de los otros y, de esta forma, contribuyen decisivamente a aumentar el contagio y el n¨²mero de v¨ªctimas. Este grupo numeroso de imb¨¦ciles es c¨ªnico hasta el punto de agitar la bandera de la libertad, un concepto que corrompen convirti¨¦ndolo en libertad para matar.

Para enfrentar la pandemia hay que enfrentar la emergencia clim¨¢tica y estancar la extinci¨®n de especies. Para enfrentar la emergencia clim¨¢tica y estancar la extinci¨®n de especies tendremos que crear muy r¨¢pidamente una vida realmente sostenible. Para crear una vida realmente sostenible tenemos que convertirnos en otro tipo de personas.

Dada la magnitud del desaf¨ªo, podemos empezar organizando la casa. Para organizar la casa tenemos que recuperar la casa, la que es un refugio. Y luego dejar de destruir la casa com¨²n, que es el planeta. No es casualidad que en el momento en que nos enfrentamos a las consecuencias de la destrucci¨®n de nuestra casa com¨²n tambi¨¦n nos enfrentemos a la experiencia subjetiva de perder la posibilidad de hacer de nuestra casa una casa. Es el mismo nudo. Para deshacerlo, tenemos que recuperar la puerta y, con ella, la posibilidad de volver a importar ¡ªponer puertas adentro, dejar entrar¡ª solo lo que realmente importa. La puerta de casa es la ¨²nica salida.

Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de Brasil, construtor de ru¨ªnas: um olhar sobre o pa¨ªs, de Lula a Bolsonaro.

Web: elianebrum.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter, Instagram y Facebook: @brumelianebrum.

Traducci¨®n de Meritxell Almarza

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