Me da mucho miedo quitarme la mascarilla
Cuando ya no usemos FFP2 ni en los aeropuertos, el d¨ªa que caiga la ¨²ltima tela quir¨²rgica, prometo no olvidarme nunca de la m¨ªa
El tiempo es la flecha que un d¨ªa nos alcanza y nos cambia para siempre, como el amor. La covid-19 ha hecho que esa flecha nos atravesara a todos hasta arrasarnos la vida. Por eso nadie volver¨¢ a ser como hace un a?o despu¨¦s de lo vivido. Pero, al mismo tiempo, parece que muchas cosas est¨¢n dispuestas a seguir como siempre. Y aunque estoy feliz con la vacuna y la aplicaci¨®n de la tarjeta sanitaria virtual, confieso que me da mucho miedo quitarme la mascarilla. Creo que abandonarla ser¨¢ una forma de rendici¨®n y que algunos gritar¨¢n con alegr¨ªa que, una vez m¨¢s, nada ha cambiado.
Como todas las personas que conozco, he odiado la dichosa mascarilla. Y s¨ª. Es verdad que nos han robado muchos besos y que mis labios se han estrellado d¨ªas y noches contra la tristeza muda de su tela. Pero tambi¨¦n es cierto que estos bozales callaron por una vez el pico de oro del dinero. Y aunque un mercado en silencio es una ruina, seg¨²n nos han repetido hasta la saciedad, lo cierto es que su silencio nos permiti¨® escuchar ideas nuevas, incluso ideas nuestras. Las limitaciones del capitalismo tard¨ªo se mostraron desnudas y pudimos liberarnos de nuestros peque?os fracasos y hasta de nuestros grandes ¨¦xitos. Hubo quien se fue a vivir al campo, quienes dieron una oportunidad a sus amantes, directivos que comprendieron la precariedad de sus solventes empleos, parejas que se despidieron, sue?os que empezaron¡ Por una vez parec¨ªa que era obligatorio pensar antes de hablar.
Porque, si una cosa he aprendido despu¨¦s de quince meses luciendo FPP2, es que las mentiras se dicen siempre con la boca. A lo mejor por eso una persona que cubre la suya es alguien que est¨¢ un poco m¨¢s lejos de la mentira o del autoenga?o. Eso nos ha pasado a todos en los ¨²ltimos meses. Porque tapar nuestras bocas nos ayud¨® a darnos cuenta de qui¨¦nes somos en realidad, de qu¨¦ cosas nos gustar¨ªa dejar de hacer y cu¨¢les comenzar. Despu¨¦s de todo, la mascarilla no es una prenda cualquiera sino la primera dise?ada para recordarnos nuestra mortalidad. No me negar¨¢n que es bella, al menos como met¨¢fora. Empezamos a llevarla cuando la muerte se meti¨® descaradamente en nuestras casas y en nuestras camas. En millones de lechos se qued¨® para siempre, dormida y despreocupada. Y despu¨¦s de aquello, todos nosotros, pobres mortales, nos cubrimos con el s¨ªmbolo de nuestra debilidad: una nueva boca de tela.
Es dif¨ªcil olvidar la mortalidad cuando hasta los ni?os van al colegio con la muerte atada a la boca. Ha sido peor de lo que ahora podemos imaginar. Pero, por duro que sea, creo que debemos reconocer que las personas nos volvemos mejores cuando entendemos que vamos a morir. Creo que por eso comprendimos tan deprisa que cuidar de los dem¨¢s es la forma m¨¢s eficaz de cuidar de nosotros mismos. Aquella idea que aflor¨® entre aplausos, h¨¦roes y encierros, no solo salv¨® muchas vidas sino que adem¨¢s permiti¨® que tuvieran sentido. Fue entonces cuando el mundo se dividi¨® entre quienes asumimos nuestra mortalidad y los que se negaron a aceptarla. Estos ¨²ltimos renegaron de las mascarillas y a todos ellos los llamamos negacionistas porque su pensamiento atentaba contra la humanidad. La pena es que cuando dejemos de usarlas, estos sujetos peligrosos volver¨¢n a cubrir su ego¨ªsmo con la m¨¢scara de la normalidad. Entonces los encontraremos por las calles, los gobiernos o en nuestra cena de Nochebuena y ser¨¢ m¨¢s dif¨ªcil reconocerlos. Porque la normalidad camufla mejor a los monstruos que la desgracia.
Y los monstruos, por fin lo sabemos, existen y est¨¢n en todas partes, como los virus o los vampiros. El virus nos ha obligado a aceptar que lo invisible tambi¨¦n existe, incluso en un mundo tan demostrativo y empobrecido como el nuestro. Igual que existe todo cuanto no miramos y todo lo que no conocemos. Igual que existen los otros, los distintos, los ajenos, los pobres, los refugiados, las v¨ªctimas, los hambrientos, los muertos, todos los que pensamos que nunca seremos y forman parte de nosotros aunque no lo creamos o sepamos. Hemos tenido que vivir con miedo de nuestra propia respiraci¨®n para entender que negar lo que no vemos, terminar¨¢ mat¨¢ndonos. Por eso, desde un punto de vista pragm¨¢tico, lo m¨¢s ego¨ªsta y beneficioso que puede hacer una econom¨ªa consolidada es regalar dinero y oportunidades a quien no las tenga. La justicia deber¨ªa ser prioritaria para todo el que no quiera gastar el dinero dos veces. Ser justos es hoy m¨¢s eficaz que ser previsores u ordenados, dig¨¢moslo en voz alta de una vez. Yo me atrevo a decir que en este siglo, la solidaridad no tendr¨¢ que ver con la generosidad sino con la estricta supervivencia. Y cuando lo digo con una mascarilla en la boca es muy evidente que lo digo con raz¨®n.
Por eso, cuando ya no usemos FFP2 ni en los aeropuertos, el d¨ªa que caiga la ¨²ltima tela quir¨²rgica, cuando por fin regresen los besos y las bocas, prometo no olvidarme nunca de la m¨ªa. Seguir¨¦ llevando siempre una en el bolso o en el bolsillo de la chaqueta. Negra y profil¨¢ctica, como la muerte. Para no olvidar.
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