El estallido de Santiago de Chile desde mi balc¨®n
A dos a?os de las protestas multitudinarias en Chile, pienso en lo poco que esta sociedad ha reflexionado sobre la resoluci¨®n de sus grandes problemas a trav¨¦s de la violencia
Un estallido social trae consigo efectos colaterales, como se dice con cierto cinismo en los modernos ataques a¨¦reos. Pero cuando un estallido civil, pero violento, dura seis meses y se concentra sobre un barrio, los efectos colaterales golpean y desfiguran la realidad de ese territorio.
A m¨ª me toc¨® vivir en el rinc¨®n m¨¢s conflictivo de Santiago durante el medio a?o de revent¨®n callejero. He sido testigo desde mi ventana y a trav¨¦s de mis paseos, del deterioro y destrozo progresivos de calles, veredas, monumentos y edificios residenciales. Y he sido tambi¨¦n testigo del miedo aloj¨¢ndose en el coraz¨®n de los vecinos, he observado ese s¨²bito desarraigo que obliga a muchos a dejar sus viviendas y negocios.
Fueron las pymes las que experimentaron mayor da?o: la Carmencita costurera, la Hilda peluquera, Juan Pablo el de la lavander¨ªa, los due?os de algunos quioscos, cuyo nombre no recuerdo. Casas de comidas, peque?os ultramarinos, librer¨ªas, farmacias, bancos, rincones y plazuelas de convivencia, todo el tejido comercial y social del barrio se diluy¨® a las pocas semanas.
Lo m¨¢s pat¨¦tico es que los dos mendigos del vecindario, aquejados de severas limitaciones f¨ªsicas, tuvieron que abandonar sus lugares de calle. Silvia y Juan han sido y son mis amigos. Eran un trozo entra?able del barrio. Recuerdo cuando a la tarde, despu¨¦s de su jornada laboral de mendicidad, Silvia, que no mide m¨¢s de un metro, y Juan, inmovilizado en su silla de ruedas, volv¨ªan a sus lejanos hogares. Silvia y Juan eran una pareja de enamorados: ella empujaba delicadamente la silla rodante de Juan, el cual pon¨ªa la conversaci¨®n. Nunca he visto tal ceremonia p¨²blica de afecto.
Comprendo que para ciertos esp¨ªritus fuertes estas consideraciones no est¨¦n a la altura de los acontecimientos. Pero intento ponerme del lado de personas que perdieron arraigo, cotidianidad, puestos de trabajo. Este movimiento no solo produjo estupor entre las clases acomodadas, sino tambi¨¦n miedo entre grupos que no eran exactamente de ganadores.
Los manifestantes que surgieron de la calle eran j¨®venes justicieros. Y ten¨ªan raz¨®n. Una sociedad disciplinada bajo el m¨¢s severo neoliberalismo, hab¨ªa creado un universo intolerable de alfas, betas y gammas, en que las diferencias econ¨®micas eran abismantes. Aquello fue una gran liturgia de catarsis que todav¨ªa dura.
Nadie sabe exactamente c¨®mo salt¨® la chispa de la indignaci¨®n, pero un primaveral 18 de octubre (hace ahora dos a?os) los astros se alinearon de parte de la furia reivindicativa y de los graffitis de p¨¢nico. En una semana las paredes de la ciudad ard¨ªan de ira. Hab¨ªa tarde-noches en que mi estrecha calle reventaba de una turba de j¨®venes armados de c¨®cteles molotov y, sobre todo, de mochilas suministradoras de piedras. Hollywood nunca ha logrado tal n¨²mero de extras para una escena de rabioso levantamiento. Pero aqu¨ª la cosa iba en serio: los j¨®venes se enfrentaban con los carabineros (polic¨ªas); estos respond¨ªan con munici¨®n de goma que desojaron a muchos j¨®venes que protestaban.
La imagen de un Chile legal, confiable y pr¨®spero salt¨® por los aires a golpe de internet y de bombas lacrim¨®genas. Aquel Beirut de violencia no pod¨ªa ser el centro de la tranquila ciudad de Santiago. Quiz¨¢s lo que m¨¢s impresion¨® a los santiaguinos fue el ensa?amiento con varias estaciones de Metro devoradas por la rabia que no se deten¨ªa ni ante este servicio que traslada diariamente a millones de capitalinos. El Metro de Santiago es el m¨¢s prestigioso de Am¨¦rica Latina, pero con unos boletos muy caros para las condiciones econ¨®micas de una gran mayor¨ªa. El ¡°evade¡±, es decir, pasa sin pagar, se alzaba ya como lema recurrente entre los estudiantes. Fue una de las muchas se?ales que los pol¨ªticos no pudieron o no quisieron entender.
De nada sirvi¨® la dureza de la polic¨ªa ni incluso la ef¨ªmera apelaci¨®n por parte del Gobierno a las Fuerzas Armadas para que ocuparan las calles. Las generaciones postdictadura est¨¢n troqueladas contra el miedo y los manifestantes no temen enfrentarse a los militares o a una polic¨ªa altamente militarizada. La corrupci¨®n de partidos de derecha e izquierda, de la Iglesia Cat¨®lica, de Carabineros, de cierta dirigencia deportiva, del Ej¨¦rcito, de algunas grandes empresas han privado de legitimidad a las m¨¢s relevantes instituciones p¨²blicas y privadas del pa¨ªs. Es esa falta de legitimidad la que ha impedido que el Estado y la sociedad adulta hayan podido responder con jerarqu¨ªa moral al movimiento juvenil. Perdieron, as¨ª, el control de la calle.
Miro desde mi balc¨®n: veo una iglesia quemada y sin techo como castigada por alg¨²n bombardeo, veo unos bloques de cemento que defienden desdentados el manch¨®n verde de un min¨²sculo parque. Una palmera est¨¢ encorvada como mostrando impotencia. Hay cristaleras rotas, algunas ya repuestas y otras acumulando polvo y tristeza. Pienso en lo poco que esta sociedad ha reflexionado sobre la resoluci¨®n de sus grandes problemas a trav¨¦s de la violencia.
Es preciso pasear, ejercer el oficio de mirar. Oteo entre este oc¨¦ano de graffitis que desnudan los sentimientos, a veces terribles, de una juventud herida. Se les vendi¨® desde ni?os que Chile funcionaba, que eran los jaguares del Pac¨ªfico, que su pa¨ªs era la excepci¨®n de Am¨¦rica Latina. No era tan as¨ª y cay¨® la m¨¢scara.
Lo que m¨¢s llama la atenci¨®n de la actual coyuntura no es el movimiento juvenil en s¨ª, sino la alt¨ªsima aprobaci¨®n que marca seg¨²n todas las encuestas. Se sab¨ªa de los graves abusos, pero mucho menos de la profunda conciencia que ten¨ªa la poblaci¨®n de ser abusada. Esto ha dado un giro a la mirada pol¨ªtica e hist¨®rica, incluso antropol¨®gica, sobre Chile.
Quiz¨¢s una experiencia que viv¨ª pueda revelar el car¨¢cter furioso y amable de este estallido. Era un d¨ªa de noviembre de 2019. Faltaban unos minutos para el toque de queda y sal¨ª a curiosear a la calle. Caminando divis¨¦ una ins¨®lita escena que parec¨ªa sacada de alg¨²n manual revolucionario. Un grupo de j¨®venes estaba absorto en la tarea de derrumbar una farola. Eran seis: cavaban minuciosamente para alcanzar las ra¨ªces del artefacto. De vez en cuando empujaban con sus hombros para calibrar la eficacia de su faena. La gente pasaba con indiferencia y el equipo de peonas y peones reactivaba el ¨ªmpetu de sus picachos y azadas.
Hab¨ªa un l¨ªder que dirig¨ªa la operaci¨®n. Flaco, bien plantado, ojos oscuros, gestos secos. No pude dejar de preguntarle: ?Para qu¨¦ hacen esto? Se volvi¨® hacia m¨ª ante una interrogante que ¨¦l sin duda consideraba est¨²pida. En aquel ambiente de revuelta, con docenas de sem¨¢foros rotos, se?al¨¦ticas retorcidas, aceras destrozadas, con un auto despanzurrado delante de nuestras narices, la respuesta estaba ah¨ª: la ten¨ªa el viento.
El l¨ªder se desentendi¨® de la farola. Me encar¨®:
- ?Cu¨¢ntos muertos?
No supe qu¨¦ responder.
- Yo tengo cinco muertos, me miraba fijo.
Entend¨ª: estaba vengando a sus muertos de la dictadura.
-Pero las farolas, repliqu¨¦, benefician a los vecinos¡
- Se equivoca: vamos contra las empresas¡ Las empresas tendr¨¢n que pagar. Y deriv¨®: aqu¨ª es necesario cortar cabezas como en la revoluci¨®n francesa.
Recurr¨ª a mis conocimientos de secundaria:
- Pero en la revoluci¨®n francesa degollaron a un rey y, al fin, tuvieron un emperador.
La precisi¨®n hist¨®rica no obtuvo comentario. Mi interlocutor se puso a cavar de nuevo: ten¨ªa prisa.
De repente apareci¨® a lo ancho de la calle una cortina de reclutas barriendo el territorio. Ven¨ªan r¨ªtmicos, solo se o¨ªa el retumbo de sus botas. Alguien me tom¨® amigablemente por los hombros. Al volverme, me percat¨¦ de que era uno de los j¨®venes tumbadores de farolas.
-Venga conmigo, me dijo. Esto se ha puesto peligroso.
Me dej¨¦ arrastrar por su seguridad y buenas formas. Me llev¨® hasta mi bocacalle. All¨ª un manifestante algo desaforado romp¨ªa una publicidad pl¨¢stica a martillazos.
- Hermano, le pidi¨® mi acompa?ante, deja pasar al colega.
El martillero abandon¨® por unos segundos su herramienta: mi guardi¨¢n desapareci¨®, yo me escurr¨ª por la calle.
De repente escuch¨¦ lejano el desplome de una farola.
Sent¨ª ternura, sent¨ª rabia.
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