?ltimo oro
¡®La edad de oro¡¯ cumpli¨® su misi¨®n de escuchar y transcribir el relato de personas significativas de nuestra cultura. 25 a?os despu¨¦s de aquella iniciativa de este diario, muri¨® el ¨²ltimo de los retratados
Un d¨ªa de julio de 1995 visit¨¦ en su tranquilo retiro de J¨¢vea a Julio Alejandro, que iba a ser el primer personaje de una galer¨ªa de retratos conversados que yo publicar¨ªa en la edici¨®n dominical de este peri¨®dico a lo largo de aquel verano. La idea de la serie, que titulamos La edad de oro, era o¨ªr y transcribir el relato de personas muy mayores (en edad y significaci¨®n) de nuestra cultura, en su mayor¨ªa activas aunque no todas debidamente reconocidas. El encuentro previo en su despacho, a mitad de mayo, con Jes¨²s Ceberio, entonces director de EL PA?S, precis¨® el contenido de esas colaboraciones estivales y propici¨® su arranque; los nombres ser¨ªan todos indiscutibles, pero al lado de Victoria de los ?ngeles y Aurora Bautista, de Jorge Oteiza y Jos¨¦ Luis Sampedro, en mi lista habr¨ªa tambi¨¦n raros y olvidados, por ejemplo Julio Alejandro. Y quiso la casualidad que Ceberio, que hab¨ªa sido antes corresponsal en M¨¦xico, conociese bien la vida y los hitos del fascinante exmarino aragon¨¦s exiliado que acab¨® siendo el gran guionista del cine mexicano, autor, entre otros trabajos para Luis Bu?uel, de los guiones de Viridiana y Tristana. Aquella misma ma?ana de mayo se tom¨® la decisi¨®n de que La edad de oro empezar¨ªa con ¨¦l.
Fue para m¨ª un verano muy rico en ganancias humanas y aprendizaje hist¨®rico en directo. Los que al fin fueron 18 hombres y mujeres mayores de 70 a?os (ya que hubo en la serie segunda temporada al a?o siguiente), ten¨ªan mucho que contar, y juntas sus voces, en sus diferencias y hasta en sus discrepancias, quiero pensar que ofrecieron en esos extensos reportajes la imagen de un pa¨ªs mejor que no fue posible y de una Espa?a autoritaria y tr¨¢gica pero no paral¨ªtica. La intenci¨®n de aquellos ¡°primeros planos orales¡± era hacer p¨²blicos los nombres propios m¨¢s que el renombre, y creo que los art¨ªculos semanales, como el libro de 1997 que los recopilaba al completo, con las magn¨ªficas fotos originales de Ricardo Mart¨ªn, descubrieron trayectorias borrosas por el paso del tiempo y silencios forzados.
Guardo recuerdos muy vivos de muchos de mis interlocutores, con los que, seg¨²n el esquema de trabajo preestablecido, pasaba un d¨ªa m¨¢s o menos entero en su casa; solo el gran escultor guipuzcoano Oteiza prolong¨® la visita con un largo almuerzo, tan sabroso como chispeante, de cuyo reflejo humor¨ªstico en mi escrito discrep¨® cort¨¦smente en un cruce de Cartas al Director, incluidas tambi¨¦n en el libro las suyas y las m¨ªas. Y alguno de los m¨¢s sabios y ocurrentes, como el profesor Jos¨¦ Luis Aranguren o el genial poeta Joan Brossa, dijeron cosas muy brillantes, pero, ya delicados de salud en los encuentros, se fueron apagando en las horas de conversaci¨®n.
Pocas semanas despu¨¦s de iniciarse con ¨¦l la publicaci¨®n de la serie muri¨® Julio Alejandro de una embolia cerebral que le atac¨® mientras recib¨ªa la visita de Jos¨¦ Luis Garc¨ªa S¨¢nchez y Manuel Vicent, quienes hab¨ªan querido conocerle personalmente al leer su retrato en EL PA?S. A Julio Alejandro de Castro (tal era su nombre completo) le qued¨® tiempo de disfrutar de unos meses de reconocimiento tard¨ªo y edici¨®n de su obra escrita, y aunque no lleg¨® a tener una edad de oro en su propio pa¨ªs, s¨ª pudo dar su ¨²ltimo suspiro frente al Mediterr¨¢neo: ¡°el mar ha sido el espejo de una gran parte de mi vida, y me resulta dif¨ªcil vivir sin verlo¡±.
Al cumplirse los 25 a?os de la ¨²ltima entrega semanal de La edad de oro, muri¨® el pasado 30 de noviembre a los 95 el arquitecto Oriol Bohigas, ¨²ltimo superviviente de mis 18 personajes y el m¨¢s joven de todos junto a su amigo el editor Josep Maria Castellet; este fue de hecho el ¨²nico en ser incluido sin haber cumplido entonces, por unos pocos d¨ªas, los preceptivos setenta a?os de edad. Bohigas, al margen de sus construcciones y de su fenomenal erudici¨®n arquitect¨®nica, fue un hombre de ingenio, que en nuestro di¨¢logo mostr¨® de modo oblicuo su iron¨ªa respecto a lo que los catalanes, no se sabe si por insuficiencia fon¨¦tica o ganas de fastidiar, llaman ¡°Madrit¡±. La capital de Espa?a le dio motivo a Bohigas para alguna greguer¨ªa paleo-secesionista: ¡°Barcelona ha de aprender de Madrid a ser una capital, pero que Madrid aprenda de Barcelona a ser una ciudad¡±. O este aforismo a costa de El Escorial, ¡°un s¨ªmbolo de la no-incorporaci¨®n de Espa?a a la cultura europea. No hay m¨¢s remedio que verlo as¨ª: el monumento m¨¢s importante de aquella ¨¦poca espa?ola es un cuartel¡±. He dicho greguer¨ªa, pero en realidad la gracia sentenciosa que el arquitecto mostr¨® en sus r¨¦plicas y en m¨¢s de una p¨¢gina de sus Dietarios no concuerda con el humor de G¨®mez de la Serna, acerc¨¢ndose m¨¢s al de las glosas y m¨¢ximas de Eugeni d?Ors, de quien Bohigas fue, en su juventud, seguidor ac¨¦rrimo, sin llegar, creo, a la categor¨ªa de ¡°id¨®latra eug¨¦nico¡± que tuvieron en la vida del gran fil¨®sofo algunas distinguidas damas.
Tambi¨¦n recuerdo otros momentos estelares de gran comicidad: la narraci¨®n presencial del golpe de Estado de Tejero visto como sainete conyugal por el fin¨ªsimo periodista de la derecha ilustrada Augusto Ass¨ªa (seud¨®nimo de un primer Felipe Fern¨¢ndez-Armesto), y el despecho de mala leche del incombustible cineasta Ricardo Mu?oz Suay evolucionando desde el estalinismo al liberalismo valenciano. Las mejores veladas las pas¨¦ con dos artistas bien distintas y muy locuaces ambas, la incomparable actriz y cantaora Imperio Argentina, que ya era, tal vez sin saberlo, una mujer libremente incorrecta, y Gloria Fuertes, a la que por entonces la trataban de payasa quienes no hab¨ªan le¨ªdo su obra en verso, que se sit¨²a en mi opini¨®n (y en la de su ant¨®logo Jaime Gil de Biedma) entre las grandes voces de la poes¨ªa espa?ola del siglo XX.
Pero hab¨ªa asimismo grandes silencios recordados por mis dialogantes. La sombra protectora, tal vez desde ultratumba, de Encarnaci¨®n L¨®pez la Argentinita, que hab¨ªa muerto joven en 1945, sobre su hermana la bailarina Pilar L¨®pez, con quien habl¨¦ en la casa familiar del Barrio de Salamanca llena de reliquias y memorias de Federico Garc¨ªa Lorca, de Ignacio S¨¢nchez Mej¨ªas, de Edgar Neville. Y la voz rota del exilio, la de los pintores Ram¨®n Gaya y Eugenio Granell, tan diferentes ellos como personas y artistas, o el pesar de los exiliados interiores: el de Pep¨ªn Bello, amigo y cerebro en sordina de la Generaci¨®n del 27, tan diezmada y dispersa por la guerra; la creativa melancol¨ªa de los para¨ªsos perdidos de un T¨¢nger cosmopolita en ese sabio hombre de cine y de libros que fue Emilio Sanz de Soto.
Cuando La edad de oro se recompuso semana a semana, documentando el pasado desde un presente longevo y memorioso, ya no hab¨ªa en Espa?a militares golpistas, ni persecuciones de religi¨®n, ni exilios por la libertad ideol¨®gica. De ah¨ª mi sorpresa cuando, al despedirme de una maravillosa tarde confesional y po¨¦tica, Gloria Fuertes me pidi¨® omitir hasta despu¨¦s de su muerte (que por desgracia no tard¨® muchos a?os en producirse) el recuento vivaz, m¨¢s jocoso que doloroso, de sus amores l¨¦sbicos; de publicarse en vida, me dijo, eso podr¨ªa quitarle muchos lectores de sus cuentos infantiles, ¡°porque los libros de ni?os los compran los padres, y hay por ah¨ª cada padre¡¡±. Cumpl¨ª la condici¨®n, naturalmente, y el tiempo ha permitido no tener que ocultar del todo la verdad de uno mismo. O el poder vivirla.
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