El pijer¨ªo contra la meritocracia
El progresismo puede averiguar c¨®mo volver a dar oportunidades a quienes no las tienen con el fin de lograr una vida digna, no s¨®lo para volverse l¨ªderes sociales. Es la diferencia entre blandir fetiches o entender la condici¨®n humilde
Al progresismo le aporta poco poner la proa contra el concepto de meritocracia. Suena m¨¢s a fetiche elitista de think tank de pensamiento que a un debate que est¨¦ en la calle. Cualquier familia humilde aprecia de sobra que hay clases sociales al encender la televisi¨®n o ver pasar un coche de alta gama. Intuye que sus hijos no van a tener las mismas oportunidades, al no codearse con la ¨¦lite empresarial o diplom¨¢tica. Y aunque la idea de meritocracia sea al menos un paradigma enga?oso, y nada tenga que ver con ello, a los trabajadores tiende a parecerles un insulto lo que suene remotamente a cuestionar su esfuerzo.
Primero, porque van a seguir creyendo en esforzarse, ya que s¨®lo tienen eso. Educan a sus ni?os bajo la premisa de que nadie te va a regalar nada, ya sea para que el peque?o haga los deberes o para que el mayor se levante para ir al trabajo. No tienen capital social, no tienen dinero, y aunque el mero esfuerzo no sea suficiente, asumen que la ¨²nica forma de que puedan salir adelante es intentarlo. Por tanto, su creencia es intr¨ªnseca, utilitaria. Viene de una asunci¨®n realista ante las propias condiciones de vida, de aprovechar cualquier opci¨®n al alcance, pese a que estas sean menores o m¨¢s inciertas.
De qu¨¦ les sirve entonces compararse, o insistir en que otros no se van a deslomar tanto para lograr mucho m¨¢s porque nacieron entre algodones, o que es mentira que tal magnate empezase en un garaje. En qu¨¦ cambia la vida de alguien saber que otros tienen la pasarela puesta, o que si sus cr¨ªos sacan mejores notas es porque en casa tienen muchos libros y no comparten habitaci¨®n con el hermano. Resulta improductivo blandir ese manique¨ªsmo entre clases, si encima los gobiernos progresistas son luego timoratos subiendo impuestos a los m¨¢s ricos o fiscalizando a determinadas empresas.
La ¨²nica catarsis de todo esto es entender que el ascensor social ha reventado, que la econom¨ªa fabrica trabajadores precarios y salarios m¨ªseros. Eso ahorra culpa, ansiedad y pesadumbre vital, sobre todo en los j¨®venes, que se preguntan qu¨¦ han hecho mal si hicieron todo lo que de ellos se esperaba. Ahora bien, tampoco deben negarse los datos: estudiar un grado o una Formaci¨®n Profesional estad¨ªsticamente va a ofrecer siempre m¨¢s oportunidades que no haber estudiado nada. Esforzarse mucho en la empresa a¨²n garantiza que el jefe te quiera hacer indefinido o contratarte.
Segundo, el debate de la meritocracia tampoco corrige la precariedad de nadie. Familias privilegiadas las ha habido siempre; la diferencia es que la calle espera hoy respuestas tangibles para que la econom¨ªa produzca mayor bienestar. Esto no s¨®lo va de redistribuir la riqueza, sino tambi¨¦n de crearla, algo en lo que el progresismo no suele centrar sus relatos; falta en su discurso. ?Cu¨¢l es la propuesta de la izquierda para que la econom¨ªa sea menos precaria, m¨¢s all¨¢ de ingresos m¨ªnimos vitales, subidas del salario m¨ªnimo o nada que no pase por el BOE?
La prueba evidente es que el humilde tiene hoy m¨¢s miedo de acabar siendo pobre, esa persona que espera en una cola del hambre, o dependiente del Estado que de molestarse porque un rico viaje en primera clase y se haga superrico a cada crisis que pasa. Por eso, los mantras de la ultraderecha son m¨¢s perversamente h¨¢biles. Es el caso de esa coletilla del ¡°¨²ltimo contra el pen¨²ltimo de la sociedad¡±, azuzando el p¨¢nico a estar cada vez peor. Ha dejado de funcionar el resentimiento contra el de arriba de la escalera social. La gente tiene miedo a ser el de m¨¢s abajo.
Tercero, la antimeritocracia choca con algo tan humano como el sentimiento de dignidad de los humildes. Muchas familias est¨¢n orgullosas de trabajar duro, aunque sea limpiando casas o en una f¨¢brica. A nadie le gusta pensar que su jornada tiene menos valor o ah¨ªnco. Ser¨¢n sus 900 euros, pero al camarero le agrada tanto como a un consejero delegado del Ibex creer que su vida posee alg¨²n sentido. Es decir, luchando por ser due?o de su destino, donde su autonom¨ªa o su dignidad no venga determinada por la clase. La sensaci¨®n de logro se espolea a¨²n m¨¢s entre las antiguas clases medias, que ya han consolidado posiciones que jam¨¢s so?aron sus padres.
Ah¨ª entra en juego algo que cierta izquierda obvia, y son las expectativas. No todo el mundo aspira a ser presidente del Gobierno ni catedr¨¢tico de Harvard. Es un fracaso que haya quien no pueda llegar a ello porque en su casa no ten¨ªan ni el imaginario ni los contactos. Pero entonces el debate no es la meritocracia; es la desigualdad. Y quiz¨¢s el progresismo ah¨ª s¨ª pueda hacer algo: averiguar c¨®mo volver a dar oportunidades a quienes no las tienen con el fin de lograr una vida digna, no s¨®lo para volverse l¨ªderes sociales. Es la diferencia entre blandir fetiches pijos o entender la condici¨®n humilde. A saber, la condici¨®n humana.
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