Primeras y ¨²ltimas veces
Me siento esta ma?ana viajando en el metro como un viajero en el tiempo que por un error de c¨¢lculo hubiera desembarcado en un porvenir que ya no es el suyo, y abro mi libro de tinta y papel
La vida de cada uno est¨¢ punteada de primeras veces y ¨²ltimas veces, casi nunca recordadas, ni siquiera advertidas en el momento justo en que suceden. Yo recuerdo la primera vez y la ¨²ltima vez que fum¨¦ un cigarro. Me acuerdo bien de la ¨²ltima vez que habl¨¦ con mi padre por tel¨¦fono, pero no de la ¨²ltima vez que lo vi, y eso deja un doloroso espacio en blanco en la memoria. Me acuerdo de la primera vez que o¨ª, en la consulta de un ginec¨®logo, saliendo de un peque?o altavoz, los latidos secos y muy r¨¢pidos del coraz¨®n de un hijo m¨ªo, y de la primera vez que vi su cara, reci¨¦n llegado al mundo, los p¨¢rpados muy apretados, protegi¨¦ndose de la primera claridad hiriente del mundo exterior. Tengo un recuerdo muy claro de la primera vez que di por terminada una novela, pero no del ¨²ltimo d¨ªa que pas¨¦ en el aula luminosa del instituto de ense?anza media, en el que sin embargo hab¨ªa pasado algunos de los a?os m¨¢s estimulantes de mi vida.
Cuando viv¨ªa por temporadas en Nueva York, ya con el equipaje en el vest¨ªbulo, a punto de cerrar la puerta y de salir al aeropuerto para el vuelo hacia Espa?a, miraba por ¨²ltima vez el sal¨®n de mi casa y me preguntaba no sin aprensi¨®n si volver¨ªa a verlo. Una vez, ya en el mostrador de facturaci¨®n, ca¨ª en la cuenta de que hab¨ªa olvidado un documento imprescindible. No me quedaba m¨¢s remedio que volver a casa y recogerlo, y tomar otro taxi con la esperanza de llegar a tiempo para el embarque. Por fortuna hab¨ªa ido al aeropuerto con una anticipaci¨®n exagerada de neur¨®tico. Abr¨ª la puerta y entr¨¦ en el apartamento al que apenas una hora antes hab¨ªa pensado que no volver¨ªa en varios meses y me sent¨ª casi un intruso en aquella soledad ordenada y misteriosa, que ya parec¨ªa plenamente instalada, como la casa de otro, como si se me hubiera permitido ver lo inaudito, un lugar cuando no hay nadie en ¨¦l. Inevitablemente, se me ocurri¨® la posibilidad de un cuento de fantasmas. A?os m¨¢s tarde, cuando ¨ªbamos a salir por ¨²ltima vez de esa casa, a cerrar por ¨²ltima vez la puerta con unas llaves que ya no eran nuestras, mir¨¦ hacia el interior y ya era un lugar deshabitado, del que no hab¨ªa costado nada que se borraran todas las huellas de nuestra vida tan tan intensa en ella, y hasta la luz que entraba por las ventanas y reluc¨ªa en el parquet era la de otra ciudad ya desconocida y extranjera, en la que nosotros ya no ¨ªbamos a vivir, en la que dej¨¢bamos un cat¨¢logo disperso de ¨²ltimas veces, una ausencia en la que casi nadie iba a reparar. Una primera vez puede ser tambi¨¦n una ¨²ltima vez, y una ¨²ltima ser el preludio de otra primera. Despu¨¦s de la ¨²ltima clase de la profesora en v¨ªsperas de la jubilaci¨®n llega la extra?a primera ma?ana de holganza en un d¨ªa que para los dem¨¢s es laboral.
A cada momento vas atravesando distra¨ªdo una sucesi¨®n de primeras veces y de ¨²ltimas veces, algunas capitales, muchas de ellas veniales, aunque quiz¨¢s solo en apariencia. Bajo al metro, en una estaci¨®n complicada y hasta futurista, con vest¨ªbulos grandes y perspectivas de niveles diversos y escaleras mec¨¢nicas en movimiento, y por todas partes hay carteles que ocupan muros enteros, proclamando: ¡°EL METAVERSO SER? VIRTUAL PERO SU IMPACTO SER? REAL¡±. En esta ma?ana hosca de invierno no se sabe si es una profec¨ªa, o una amenaza, o una de esas promesas venales y redentoras de las compa?¨ªas tecnol¨®gicas a las que tanto cr¨¦dito se les daba hace unos a?os. ¡°?TE GUSTAR?A ESTUDIAR ASTRONOM?A EN EL METAVERSO DE MARK?¡± Es la primera vez que veo estos anuncios. Sin la menor duda no ser¨¢ la ¨²ltima. Tampoco recuerdo cuando fue la primera vez que o¨ª o le¨ª la palabra metaverso, enunciada por ese personaje, Mark Zuckerberg (Mark, para todos nosotros) que cada vez tiene una cara m¨¢s perfecta de robot o avatar de s¨ª mismo.
Llega el tren lleno de gente y no haya nadie entre los pasajeros que no est¨¦ inmerso en la pantalla de un tel¨¦fono m¨®vil. Como somos tantos, y el tren es tan moderno, silencioso, flexible, sin separaci¨®n entre vagones, y todos llevamos mascarilla, parece que estuvi¨¦ramos en el metro de una de esas ciudades chinas de segundo orden que tienen diez millones de habitantes. Tambi¨¦n yo hago el gesto instintivo de buscar mi tel¨¦fono, nada m¨¢s sujetarme a la barra, pero por dignidad, o por llevar la contraria al mundo sin que nadie se entere, saco el libro que traigo en la mochila y me pongo a leer. A lo lejos distingo a un semejante m¨ªo con un libro abierto. C¨®mo ser¨ªa la primera vez que me mont¨¦ en el metro de Madrid, all¨¢ por 1970, en los mismos d¨ªas en que vi, por primera y ¨²ltima vez, al general¨ªsimo Franco, una momia al sol con gafas oscuras y uniforme, moviendo d¨¦bilmente una mano, en un descapotable enorme que ya ten¨ªa algo de catafalco anticipado, mientras la gente empujaba a mi alrededor y aplaud¨ªa, con un fervor bochornoso para mi rabia de ni?o antifascista. Entonces hab¨ªa colillas y c¨¢scaras de pipas en el suelo de los vagones y unos letreros sobre algunos asientos que dec¨ªan: ¡°Reservado para caballeros mutilados¡±.
Algo me saca de mis cavilaciones y de mi lectura, y tardo en comprender. Un chico barbudo y sonriente se ha levantado y me hace un gesto. Habr¨¢ un d¨ªa en el que alguien te ofrecer¨¢ por primera vez su asiento en el metro. He tardado en comprender porque nunca me hab¨ªa ocurrido antes. Niego con la cabeza, con estupor, hasta con indignaci¨®n, con desconsuelo. En seguida me doy cuenta de que por buena educaci¨®n mi negativa ha de tener un matiz visible de agradecimiento. C¨®mo no voy a ser un viejo para una mirada joven, todav¨ªa inexperta en calibrar edades, si en las fotos tengo el pelo y la barba m¨¢s blancos que en el espejo, y me acuerdo del desfile de la Victoria de 1970. Puerilmente pienso, en defensa propia, que en la mochila, aparte del libro, llevo la ropa de deporte, que vuelvo de entrenar con todo tipo de poleas y mancuernas y de correr sin fatiga durante mucho rato en una cinta. El chico amable se baja en la siguiente parada y entonces s¨ª que ocupo su asiento y me pongo a leer. Qui¨¦n sabe por qu¨¦ vidas o qu¨¦ mundos estar¨¢n viajando los pasajeros que a mi alrededor miran sus tel¨¦fonos, cada uno contribuyendo infinitesimalmente, como contribuimos todos, a la riqueza inmensa y el poder sin l¨ªmites de esos magnates rapaces y mesi¨¢nicos de las compa?¨ªas tecnol¨®gicas. A la del ya entra?able Mark, concretamente, yo no he contribuido; pero del yate monstruoso de Jeff Bezos tan desmedido que estuvieron a punto de desmontar un puente para que pudiera salir del astillero de Rotterdam donde lo construyeron, habr¨¦ sufragado al menos un perno, y puede que hasta todo un grifo, en los tiempos de mis compras impacientes de libros en Amazon.
Me siento esta ma?ana viajando en el metro como un viajero en el tiempo que por un error de c¨¢lculo hubiera desembarcado en un porvenir que ya no es el suyo. As¨ª que abro anacr¨®nicamente mi libro de tinta y papel y en un instante me veo teletransportado al modesto metaverso de la literatura.
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