Jordan Neely, el n¨¢ufrago en un vag¨®n del metro
Aprend¨ª en Nueva York que el trastornado sin hogar que guarda silencio en su burbuja de invisibilidad puede ser ignorado sin molestia. El que rompe a hablar y grita se vuelve una amenaza
En medio del ruido y de la multitud hay personas trastornadas que viven en Nueva York como en una isla desierta en la que llevaran muchos a?os sin ning¨²n trato humano. Hay quien se cubre la cabeza con un capuch¨®n tan grande, y tan ca¨ªdo sobre los ojos, que no llegan a distinguirse sus rasgos. El capuch¨®n es una cueva y ellos viven agazapados en lo m¨¢s hondo, en una oscuridad a la que no llega la luz del d¨ªa, ni tal vez el sonido de las voces. Cada vez que yo le¨ªa ...
En medio del ruido y de la multitud hay personas trastornadas que viven en Nueva York como en una isla desierta en la que llevaran muchos a?os sin ning¨²n trato humano. Hay quien se cubre la cabeza con un capuch¨®n tan grande, y tan ca¨ªdo sobre los ojos, que no llegan a distinguirse sus rasgos. El capuch¨®n es una cueva y ellos viven agazapados en lo m¨¢s hondo, en una oscuridad a la que no llega la luz del d¨ªa, ni tal vez el sonido de las voces. Cada vez que yo le¨ªa La isla misteriosa, el personaje que me impresionaba m¨¢s, aparte del redivivo capit¨¢n Nemo, era un marino llamado Ayrton, al que dejaron solo en una isla deshabitada durante cinco a?os, al cabo de los cuales hab¨ªa perdido la raz¨®n y hasta el uso del habla, reducido por la falta de compa?¨ªa humana a una animalidad de gru?idos roncos y gritos como ladridos. Casi todos los n¨¢ufragos que rondan las calles y las estaciones y los trenes del metro de Nueva York son enfermos mentales de los que no cuida nadie, pero su condici¨®n cl¨ªnica sin duda est¨¢ exagerada por la dureza de la vida a la intemperie en una ciudad de inviernos muy crueles, y por una forma particular de soledad que es la de aquellos que estando rodeados de gente no reciben nunca la mirada de nadie, ni tienen respuesta si alzan la voz.
Incluso en los a?os de menos inseguridad, en Nueva York uno aprend¨ªa r¨¢pido a observar de soslayo, a mirar sin que pareciera que uno estaba mirando, para detectar as¨ª anticipadamente no ya un peligro posible, sino una simple incomodidad. De ese modo, cuando unos metros por delante, en mitad de una de esas aceras generosas de la ciudad, hab¨ªa un pedig¨¹e?o agitando su vaso de papel, o alguien de un aspecto alarmante, uno se desviaba a tiempo y aceleraba el paso, sin que pareciera que lo hac¨ªa para evitar al otro, como si en realidad no lo hubiera visto. En el and¨¦n del metro bastaba ladear la cabeza para saber si hab¨ªa alguien inquietante por detr¨¢s, porque de vez en cuando se publicaba la noticia o se corr¨ªa el rumor de que hab¨ªa personas mal¨¦volas o dementes que empujaban a alg¨²n incauto contra las v¨ªas en el momento en que llegaba el tren, con ese estruendo met¨¢lico que parece anunciar siempre el advenimiento de un desastre.
Pero la supervisi¨®n instant¨¢nea y como distra¨ªda que uno aprend¨ªa antes era la del vag¨®n del metro en el momento de entrar. Pod¨ªa suceder que en un tren lleno de gente uno descubr¨ªa toda una fila de asientos libres, y se apresuraba a sentarse en uno de ellos. Y solo al estar sentado se daba cuenta de la trampa de novato en la que hab¨ªa ca¨ªdo, al ver, y con frecuencia oler tambi¨¦n, al viajero que era la causa de todo aquel espacio libre: un hombre, casi siempre un hombre, y casi siempre negro, forrado de harapos y bolsas de basura, durmiendo con las piernas abiertas contra una esquina, o tirado sobre varios asientos, rodeado de sus pertenencias inmundas, despidiendo un olor no ya de establo ni de vertedero, sino de pozo negro, de orines y sudor y mierda humana acumulada. El hedor marcaba de manera tajante el ¨¢mbito de la isla de soledad en la que ese hombre habitaba. Dedos de largas u?as sucias surg¨ªan de guantes invernales improvisados con trapos. La cara siempre estaba escondida bajo el capuch¨®n, en el fondo de una cueva de misantrop¨ªa y de locura.
Criaturas sociales, nuestra identidad est¨¢ hecha en gran parte por el trato con los otros. Si no nos hablan ni nos escuchan perdemos poco a poco el uso del habla. Si no nos miran nos volvemos invisibles. Un fantasma es alguien a quien los dem¨¢s se han puesto de acuerdo para no ver. En el c¨®digo social impl¨ªcito de Nueva York, y en las recomendaciones oficiales sobre seguridad, una cautela cardinal es eludir la mirada de quien parece amenazante. Cuando se generalizaron los m¨®viles, los ¨²nicos usuarios de las cabinas telef¨®nicas muchas veces destripadas de Nueva York eran los mendigos y los enfermos mentales que escarbaban los cajetines en busca de alguna moneda y usaban los auriculares in¨²tiles para enredarse en largas diatribas con interlocutores invisibles. En Nueva York, como en Madrid, las personas cuerdas van por la calle hablando a voces por los m¨®viles con gesticulaciones de dementes antiguos. Cuando yo volv¨ªa a Madrid, algo que me sorprend¨ªa siempre era la ausencia de esa poblaci¨®n de n¨¢ufragos mentales a los que me hab¨ªa acostumbrado en mi otra ciudad. Algunos va habiendo, igual que hay ya tambi¨¦n ese tipo de personas de aspecto com¨²n que rebuscan furtivamente en los contenedores de basura, indigentes avergonzados con su carrito de la compra buscando comida cuando ya es de noche y no queda gente en la calle.
El trastornado que guarda silencio en su burbuja de invisibilidad puede ser ignorado sin molestia. El que rompe a hablar y grita se vuelve una amenaza, aunque no est¨¦ dirigi¨¦ndose a nadie. He visto muchas veces en Nueva York a hombres negros que hablan solos, movi¨¦ndose muy r¨¢pido, con gestos de ira, haci¨¦ndole reproches a alguien que no ven, apilando interjecciones una tras otra, en una pelea feroz en la que no hay adversario, con una furia impotente que se agota en s¨ª misma. Por eso no me cuesta nada imaginar a ese hombre sin techo, Jordan Neely, en un vag¨®n de la l¨ªnea F, de pie entre la gente que finge no verlo, que se aparta de ¨¦l poco a poco, se contrae en el asiento, la cara inexpresiva, los ojos ausentes, mientras ¨¦l alza la voz por encima del ruido del tren y se va encendiendo al o¨ªrse a s¨ª mismo, aunque sus palabras parece que suenan en el interior de una campana de cristal. Tiene 30 a?os y lleva media vida viviendo en la calle. Ganaba calderilla haciendo imitaciones de Michael Jackson en las aceras llenas de turistas de Times Square. Cuando ten¨ªa 14, a su madre la asesin¨® un amante que dej¨® el cuerpo descuartizado en una maleta, en el arc¨¦n de una carretera del Bronx. Testigos que parec¨ªan no ir ni ver nada han contado lo que repet¨ªa gritando: ¡°No tengo nada que comer. Quiero agua. No me importa que me encierren en la c¨¢rcel para toda la vida. Estoy dispuesto a morir¡±.
Su destino pod¨ªa haber sido el de tantos enfermos mentales: la polic¨ªa los detiene por cualquier motivo, los llevan a la terrible prisi¨®n preventiva de Rikers Island, y como no pueden pagar una fianza los dejan encerrados, lo cual agrava su trastorno y suscita, por lo tanto, nuevos castigos, entre ellos el del t¨²nel sin fin de las celdas de aislamiento, desde donde ya no hay regreso hacia la cordura.
A Jordan Neely le call¨® la boca para siempre un pasajero del mismo vag¨®n que en lugar de hacerse el distra¨ªdo se sinti¨® un h¨¦roe y lo tir¨® contra el suelo inmoviliz¨¢ndolo con una palanca muscular contra el cuello, con toda la solvencia t¨¦cnica de un exmarine vigoroso de veinticuatro a?os. Como Neely se resist¨ªa y pataleaba, enseguida se unieron unos cuantos voluntarios a la haza?a. Cuando el tren se detuvo, Neely ten¨ªa la boca abierta y los ojos en blanco. Quiz¨¢s no le dio tiempo a comprender que la invisibilidad de fantasma y de n¨¢ufrago contra la que quiso alzar la voz era tambi¨¦n su ¨²nico refugio.