Que venga a morir a casa
Hay que comenzar a pensar que la monarqu¨ªa se ha transformado mediante un cambio tan tranquilo como determinado y que tiene que ver m¨¢s con Leonor que con Juan Carlos
Hacia el final de la cuesta de Saint James¡¯s, la guarnicioner¨ªa londinense de J. Lobb afirma ser la tienda m¨¢s bonita del mundo: con un poco menos de romanticismo, podemos al menos convenir en que sea de las m¨¢s caras. Es un lugar, en todo caso, desconcertante para encontrar un pecio algo triste de la historia de Espa?a: hacia el fondo del establecimiento se halla expuesta una silla de montar que, rematada con la corona real espa?ola, fue encargada por el rey Alfonso XIII. Una placa explica que ¡ªentre el encargo y su conclusi¨®n¡ª se proclam¨® la Rep¨²blica en Espa?a y la silla nunca se pudo enviar al Palacio de Oriente.
Sportsman elegante, perfil ideal de los a?os de ¡°la p¨¦rgola y el tenis¡±, la ¨¦poca hubiera podido ayudar a Alfonso XIII a permanecer a modo de est¨¦tica. Ten¨ªa una dosificaci¨®n muy propia de casticismo y modernidad: el monarca que, continuador de la campechan¨ªa borb¨®nica de tiempos del majismo, pod¨ªa quitar plebeyez al chorizo y la tortilla de patatas, tambi¨¦n iba a alentar visiones de modernidad y altura como la Gran V¨ªa o la Ciudad Universitaria, por ce?irnos a Madrid. Pero ni siquiera la eleg¨ªa de Fox¨¢, al embellecer el ocaso de aquella Corte ¡°preocupada y magn¨ªfica¡± entre ¡°pastores de porcelana de Sajonia¡±, iba a lograrle una pervivencia benigna entre nosotros. ¡°El rey mir¨® con tristeza su capital hostil¡±. Al ver la reliquia alfonsina de la tienda de Lobb, de hecho, no resulta de gran frivolidad el pensamiento de que, ya en tiempos de D¨¢maso Berenguer, se tomasen con m¨¢s ligereza la cuesti¨®n del trono que la de las sillas de montar.
Las est¨¦ticas exageradas de la Espa?a post-Transici¨®n tampoco salvar¨¢n a Juan Carlos I ni a ¡°su cara antigua, pintada por Vel¨¢zquez¡±. Nada extra?o en un pa¨ªs que, desde el desarrollismo, y al contrario que otros ¡ªde Alemania a Italia o el Reino Unido¡ª no ha cuajado una estil¨ªstica moderna positiva. Por lo que hemos ido sabiendo, de hecho, los gustos del Em¨¦rito no son m¨¢s rebuscados que los de cualquier muchacho en plena algidez adolescente: motos con cromados, melenas color platino y hasta viseras para atr¨¢s. Pero ¨¦l es indistinguible de los a?os ochenta y noventa de nuestra euforia y, como Alfonso XIII con las capitales del norte, Juan Carlos I tambi¨¦n encarnar¨ªa un gusto epocal que iba a conllevar no poco movimiento de pelotas: Mallorca, Baqueira, las regatas. Recuerden esos a?os felices en que hab¨ªa que llevar corbatas, como ¨¦l, con elefantes con la trompa hacia arriba: daban suerte. No olvidemos, en todo caso, que esa fue la Hispania felix que hemos conocido.
Ojal¨¢ el reproche a don Juan Carlos hubiera sido solo est¨¦tico. Infelizmente, la sola descripci¨®n desapasionada de su paisaje de comisionistas, tipos perseguidos por la Interpol, cortesanas de alto standing y traficantes de armas quita hasta el filo ¡ªun hijo aqu¨ª, otra mordida all¨¢¡ª a cada nueva ola de rumores. Esa fue la inmensa corriente de benevolencia que, ganada con su labor como estadista, defraud¨® de modo personal¨ªsimo. El da?o ha sido sustancioso, de la erosi¨®n en la valoraci¨®n de la Corona ¡ªacu¨¦rdense de cuando encabezaba los escalafones¡ª al pr¨¢ctico sabotaje de los primeros a?os de su heredero. Por suerte, puede pensarse que el da?o est¨¢ hecho ya. No se espera un cambio en la forma de Estado y la cuesti¨®n de la inviolabilidad por infracciones privadas a¨²n ha de resolverse. A la vez, con sacrificios sobresalientes, con la inquina familiar de no pocas Cristinas y Froilanes, y con la ceguera de algunos que prefer¨ªan la defensa de don Juan Carlos antes que la de la Corona, ya hemos visto algo cierto en la instituci¨®n: un cambio tan tranquilo como determinado para su renovaci¨®n y la recuperaci¨®n paulatina de su respetabilidad de acuerdo con est¨¢ndares internacionales. Ya hay que comenzar a pensar que la Corona se ha transformado en algo que tiene m¨¢s que ver con Leonor que ¡ªconvertido en par¨¦ntesis¡ª con Juan Carlos.
?Qu¨¦ hacer ahora? Al arribar a Par¨ªs, reci¨¦n exiliado, Alfonso XIII y sus leales se quedaron por breve tiempo en el hotel Meurice, donde alg¨²n periodista iba a retratar la cara de estupor herido del monarca. Es, como una cuadratura de dolor, la misma expresi¨®n que cuentan aquellos que han ido a Abu Dabi a ver a su nieto, aun con una consideraci¨®n amarga hacia cuanto separa las decadencias alfonsinas de la rue de Rivoli del pozo negro ¨¦tico-est¨¦tico de la compa?¨ªa de algunos jeques. Por supuesto, si somos capaces de avergonzarnos a nosotros mismos con el protocolo de una simple fiesta auton¨®mica ¡ªrecordemos el 2 de mayo¡ª, es mejor no pensar en lo mucho que podemos abochornarnos el d¨ªa que hayamos de enterrar a un rey de Espa?a que quiz¨¢ muera fuera de Espa?a. Lo prudente en esta ocasi¨®n es ahorrarse el aparato de una nueva tragedia. Hasta el descr¨¦dito se agota: que alguien tenga la piedad de traerlo a morir a casa.
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