Dictadores con cara de palo
El silencio que una tiran¨ªa impone no permite los ecos de la risa en la caverna. El dictador no aceptar¨¢ nunca que es un personaje risible. El poder absoluto solo sonr¨ªe, apenas, ante la adulaci¨®n
En El oto?o del patriarca, el dictador arquet¨ªpico de Garc¨ªa M¨¢rquez, que no tiene nombre ni edad, asiste, oculto en el palco presidencial, a un recital de gala ofrecido por Rub¨¦n Dar¨ªo y, embelesado ante la cascada sonora de los versos de Marcha triunfal, exclama: ¡°?C¨®mo es posible que este indio pueda escribir una cosa tan bella con la misma mano con la que se limpia?el culo?¡±.
Esta escena imaginaria es una ocurrencia dentro de la novela, porque los tiranos que hemos padecido, y a¨²n padecemos en Am¨¦rica Latina en la era posmoderna, ni leen libros ni pierden el tiempo en recitales de poes¨ªa. Son, a sus ojos, ocupaciones deleznables.
O, corrijamos: el dictador de Garc¨ªa M¨¢rquez, al ser arcaico, pertenece a esa especie ya extinta de los tiranos ilustrados que hab¨ªan le¨ªdo La nueva Elo¨ªsa y El esp¨ªritu de las leyes, y se sintieron atra¨ªdos por el mundo sonoro de los poetas modernistas, para volverse luego se?ores de horca y cuchillo, fieles creyentes de que el poder se conserva a cualquier precio. Y para siempre.
Stalin, a¨²n hoy con muchos devotos en el tr¨®pico, que rezan ante su altar, manten¨ªa el ojo fijo sobre los escritores y artistas porque los consideraba peligrosos por naturaleza, y vigilaba que se atuvieran a la obligaci¨®n de contribuir a la construcci¨®n del nuevo hombre sovi¨¦tico, como si se tratara de alba?iles. Y como ten¨ªa ¨ªnfulas de juez de las artes y las letras, asist¨ªa a los estrenos teatrales y musicales, oculto en un palco, como el patriarca de Garc¨ªa M¨¢rquez, y ¨¦l mismo escrib¨ªa en Pravda las cr¨ªticas, bajo seud¨®nimo. Fue as¨ª como se larg¨® un furibundo art¨ªculo contra la ¨®pera de Shostak¨®vich Lady Macbeth de Mtsensk que puso al compositor en la lista negra de enemigos del proletariado.
Pero, volviendo a la lectura, nunca imaginar¨ªa a Pinochet, a Videla o a Stroessner, en su tiempo, o ahora a Maduro, a Diaz Canel o a Ortega, metidos en la cama con un libro abierto hasta pasada la medianoche, ni cerr¨¢ndolo con un golpe airado, para levantar entonces el tel¨¦fono y llamar al jefe de los esbirros orden¨¢ndole capturar al escritor d¨ªscolo que le ha quitado el sue?o, el que al d¨ªa siguiente ser¨¢ encerrado en una celda de castigo, acusado de incitaci¨®n al odio, de subvertir el orden p¨²blico, o de traici¨®n a la patria.
En cambio, no hay duda de que leen con fruici¨®n los partes de la polic¨ªa secreta, que enlistan las actividades subversivas, donde da igual el informe de un infiltrado en un grupo opositor, que delata conspiraciones falsas o reales, o el dictamen de un p¨¢rrafo donde un bur¨®crata de tercera l¨ªnea llama la atenci¨®n sobre un libro, no por su contenido de denuncia pol¨ªtica, sino por su irreverencia contra el poderoso, burlas o sarcasmos juzgados intolerables.
Los libros, como tales, les preocupan poco, y el hecho mismo de escribirlos no es sino una excentricidad. Un tuit, lo saben bien, es mil veces m¨¢s peligroso que un libro.
Las ideas pol¨ªticas se quedan en el encierro de la p¨¢gina y de las exiguas tiradas que cogen polvo en los estantes de las pocas librer¨ªas.
Excepto que el bur¨®crata anote en el parte que el autor se burla del tirano, o de su familia, o se hace mofa de su poder. Porque el dictador carece de todo sentido del humor, y entonces se trata ya de un agravio personal que reclama venganza. C¨¢rcel, o exilio.
El silencio que una tiran¨ªa impone no permite los ecos de la risa en la caverna. El dictador no aceptar¨¢ nunca que es un personaje risible. El poder absoluto tiene cara de palo. Solo sonr¨ªe, apenas, ante la adulaci¨®n.
En este caso, se vuelve al modelo cl¨¢sico del tirano iletrado. Lejos de las man¨ªas ideol¨®gicas de Stalin, Somoza, que no pretend¨ªa m¨¢s que enriquecerse mandando, se preciaba de su sentido del humor, buen contador de chistes procaces que era; pero humor no ten¨ªa ninguno, porque no aguantaba las bromas a sus costillas en los peri¨®dicos, ni en prosa ni en verso, y a los graciosos los mandaba a secuestrar a medianoche para ponerlos, en calzoncillos, al otro lado de la frontera, condenados al destierro por burlarse de la suprema autoridad.
Esta es la ofensa m¨¢s grave, la que da?a la vanidad, el orgullo, o la suficiencia del tirano, porque cuando no se le toma en serio, pierde el equilibrio. Si lleva el pecho cuajado de medallas, es porque se las merece todas. Si los textos de historia est¨¢n llenos de sus haza?as de guerra, es porque se trata de hechos reales, no de invenciones. Se merece la posteridad, y vive en ella, y si alguien juzga sus glorias como una bufonada, comete delito de lesa majestad.
Ese es el escritor peligroso, no el que incluye en una novela una parrafada ret¨®rica contra las satrap¨ªas del tirano, sino el que exhibe sus extravagancias y sus man¨ªas, ridiculiza las falsedades de su discurso redentor en contraste con la opulencia de la corte, desentra?a la corrupci¨®n que crea el estamento de los nuevos ricos a la sombra de su poder, desnuda a los aduladores, y retrata a los serviles.
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