Lo que el Rey no ha pedido
El jefe del Estado se comporta en la investidura obedeciendo actos debidos y sin poder alguno de reserva que le permita priorizar un candidato, mediar o buscar alternativas. No existe monarqu¨ªa parlamentaria que haga tal cosa
El resultado de las elecciones de 1950 en el Reino Unido, que hab¨ªa ganado el laborista Clement Attlee por estrecho margen, suscit¨® la duda de si Jorge VI deb¨ªa mantenerle como primer ministro o convocar de nuevo a las urnas. En un pa¨ªs habituado a mayor¨ªas claras y carente de Constituci¨®n codificada no exist¨ªa norma o costumbre que guiase la conducta del monarca. La soluci¨®n que se le ocurri¨® a su secretario, sir Alan Lascelles, fue publicar bajo nombre falso una breve carta en The Times, donde expon¨ªa tres razones poderosas para evitar la repetici¨®n electoral. As¨ª que Lascelles ¡ªque controlaba el funcionamiento de Buckingham, como bien refleja el personaje que le encarna en las primeras temporadas de la serie The Crown¡ª asumi¨® sin m¨¢s el criterio del texto que ¨¦l mismo hab¨ªa enviado al entonces peri¨®dico de referencia en Londres. De ese modo tan informal se hab¨ªa generado una convenci¨®n constitucional a aplicar cuando se planteara disolver el Parlamento anticipadamente.
En el derecho espa?ol, tan positivizado y solemne, muchos se escandalizar¨ªan de que la gobernabilidad del pa¨ªs y la previsibilidad del soberano pudieran basarse en una mera carta al director sin firmar. Sin embargo, cada vez que hay elecciones generales poco concluyentes (es decir; siempre desde hace diez a?os y ya van cinco seguidas) volvemos al debate recurrente sobre c¨®mo interpretar el prolijo art¨ªculo 99 que regula la investidura del presidente del Gobierno. Quienes han estudiado ese precepto coinciden en su imperfecci¨®n t¨¦cnica, pero luego discrepan sobre su contenido y hay tesis variadas sobre el margen de discrecionalidad que tendr¨ªa el jefe del Estado ¡ªcuya obligaci¨®n es proponer un candidato al Congreso¡ª para jugar con los calendarios, tratar de aproximar a las fuerzas pol¨ªticas, o incluso ser proactivo en qui¨¦n debe ser designado. El escenario que ha dejado el 23-J plantea sobre todo el dilema de si Felipe VI ha de optar por el dirigente con m¨¢s esca?os o, en cambio, por el que parece contar con m¨¢s posibilidades de ser al final investido. Un panorama confuso que podr¨ªa enrarecer todav¨ªa m¨¢s nuestro clima pol¨ªtico y erosionar la legitimidad de la monarqu¨ªa.
En esas circunstancias, resultando imposible que el jefe de la Casa del Rey escriba con seud¨®nimo en EL PA?S o ABC la pauta a seguir, s¨ª se puede discernir una suerte de convenci¨®n constitucional que ya existe. Un an¨¢lisis sistem¨¢tico de los usos, en general muy sensatos, que se han venido practicando desde 1978 permite saber qu¨¦ ocurrir¨¢ en las pr¨®ximas semanas. Para decepci¨®n de arbitristas y leguleyos, lo que cabe esperar es bastante sobrio, sin que ning¨²n responsable pol¨ªtico ni menos a¨²n la Corona puedan instrumentalizar el procedimiento.
Una vez constituidas las Cortes, el Rey iniciar¨¢ de inmediato consultas con todas las fuerzas pol¨ªticas que tienen representaci¨®n, siguiendo un orden inverso de tama?o. Al finalizar las audiencias designar¨¢ candidato a quien tenga en ese momento amarrada la elecci¨®n, aunque no sea el dirigente del principal grupo, pues es as¨ª como funcionan las democracias parlamentarias. No obstante, en caso de que nadie cuente con apoyos suficientes de partida, no tendr¨¢ otra opci¨®n que proponer a quien tenga mayor n¨²mero de esca?os, sin entrar a valorar ¡ªpues no le corresponde ponderar percepciones que solo pueden generarle problemas¡ª si otro podr¨ªa quiz¨¢ ara?ar algunos votos adicionales. Sin garant¨ªa de investidura lo que prima es activar enseguida el reloj con el primer partido (como ocurri¨® en 1996, 2016 y 2019, pese a que las posibilidades de ¨¦xito eran inciertas) pues la herramienta de desbloqueo en ¨²ltima instancia es la repetici¨®n de elecciones y estas solo pueden convocarse dos meses despu¨¦s de haber fracasado la primera candidatura. Tan fundamental resulta evitar la interinidad pol¨ªtica indefinida que, en caso de que el l¨ªder del partido con m¨¢s diputados decline la oferta, se repite el ciclo para proponer al segundo (as¨ª fue en 2016) y, en su caso, se acudir¨ªa al tercero o siguientes.
Realizada la propuesta e iniciado el c¨®mputo temporal para la disoluci¨®n parlamentaria, el Rey ya ha cumplido su obligaci¨®n constitucional y no debe intervenir en negociaci¨®n alguna, que solo compete a los pol¨ªticos. Si a lo largo de esos dos meses fuera notorio que otro aspirante (o incluso el previamente rechazado) pudiera ser investido y este muestra su disposici¨®n a intentarlo, el proceso se reactivar¨ªa con otra ronda para que el Rey le designe candidato. Si, en cambio, no se lograse ning¨²n acuerdo, cuando est¨¦ a punto de cumplirse el plazo se realizar¨ªa una consulta final para constatar que solo cabe volver a llamar a los espa?oles a votar.
Todo se hace con el refrendo de la presidencia del Congreso pero, justo por estar tan claros los pasos a dar, no es necesario que esta impulse el proceso y le basta vigilar que no haya desviaciones. Por eso el Rey se re¨²ne a solas con los dirigentes de los partidos y por eso es el Palacio de la Zarzuela y no el de las Cortes el que emite los comunicados sobre los avances. La presidencia de la C¨¢mara s¨ª puede jugar luego con los tiempos y atrasar el pleno de investidura para ayudar al candidato a cerrar apoyos, pero eso ya queda fuera de la parte dignificada que es la que implica al monarca y que se realiza a un ritmo casi tan ceremonial y tasado como el del D¨ªa Nacional. En ese sentido, el boicoteo a la ronda de audiencias reales que alg¨²n grupo peque?o gusta practicar no tiene mucha mayor importancia que las ausencias de ciertos presidentes auton¨®micos al celebrar el 12 de octubre.
En definitiva, el Rey se comporta en la investidura obedeciendo actos debidos y sin poder alguno de reserva que le permita priorizar un candidato, mediar o buscar alternativas. No existe monarqu¨ªa parlamentaria que haga tal cosa. Algunas han apartado por completo de la investidura a sus respectivos soberanos y all¨ª donde mantienen cierto papel, como en el ejemplo brit¨¢nico al principio mencionado, resulta prioritario dejar claro que est¨¢ reglado, es apartidista y solo persigue contribuir al correcto funcionamiento institucional. Habr¨¢ quien sostenga que un presidente de Rep¨²blica, que s¨ª podr¨ªa ser m¨¢s ejecutivo en la elecci¨®n de primer ministro cuando el Parlamento no es capaz de hacerlo, resulta aqu¨ª m¨¢s funcional. Pero, vistos con perspectiva, los precedentes en Italia, Grecia o Portugal traslucen m¨¢s inconvenientes que ventajas.
El posible valor a?adido de la monarqu¨ªa en esta cuesti¨®n concreta residir¨ªa entonces en la imposibilidad de que el jefe del Estado pueda separarse de un proceso pautado y predecible. En la seguridad de que no habr¨¢ sorpresas. Solo una vez en el ¨²ltimo medio siglo, rigiendo todav¨ªa la endiablada regulaci¨®n franquista para designar presidente, el Rey de Espa?a fue activista con una causa justificada y pidi¨® al presidente de las Cortes, Torcuato Fern¨¢ndez-Miranda, que lograse sacar adelante la candidatura de Adolfo Su¨¢rez. Desde que hay Constituci¨®n, no ha pedido nada. Sencillamente, no puede hacerlo sin exceder los l¨ªmites pol¨ªticos y morales en el ejercicio de su poder simb¨®lico. Y por eso tampoco pueden los partidos pedirle ni esperar que asuma una responsabilidad y un riesgo que solo a ellos corresponde.
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