Los muertos tutelares
Durante un tiempo pareci¨® que los rituales funerarios se volv¨ªan superfluos. Fallecer era algo del pasado, una de tantas costumbres que hab¨ªamos dejado atr¨¢s en nuestra modernidad personal y colectiva, en nuestra adolescencia impaciente por llegar al porvenir
En el anochecer adelantado y lluvioso del 1 de noviembre me acuerdo de aquellas velas llamadas mariposas que se encend¨ªan a esta hora para honrar a los muertos en las casas donde viv¨ª de ni?o. En aquel mundo tan despojado de todo, las mariposas encendidas eran un lujo de la poes¨ªa simple de las cosas. Estaban hechas con unas obleas de cart¨®n, casi siempre recortes de naipes, a cada una de las cuales se a?ad¨ªa una mecha diminuta. Flotaban en un taz¨®n de aceite que nutr¨ªa la llama. Se pon¨ªan en las habitaciones retiradas de las tareas diurnas de la casa, en los dormitorios, sobre las c¨®modas, en las mesas de noche, en aquellos comedores formales que no se usaban nunca. El calor de la llama provocaba corrientes m¨ªnimas que mov¨ªan la mariposa sobre la superficie del aceite, haciendo que las sombras se desplazaran en el espacio en penumbra, por las paredes en las que colgaban im¨¢genes de santos, o fotos de boda en las que nuestros padres y nuestros abuelos sonre¨ªan en una juventud desconcertante. Las fotos que m¨¢s impresionaban en la claridad incierta de las mariposas de aceite eran las de los muertos antiguos, bisabuelos o parientes a los que nosotros no hab¨ªamos llegado a conocer, con algo de bustos funerarios romanos, con marcos oscuros que resaltaban su solemnidad y su lejan¨ªa de antepasados. Antonio L¨®pez Garc¨ªa ha pintado cuadros a partir de aquellas fotos, hombres de caras recias y como congestionadas por los cuellos duros de las camisas, mujeres con el pelo liso y la raya en medio, con un aire de tristeza exhausta y vejez prematura.
Aquellos rituales imprim¨ªan en la imaginaci¨®n infantil el misterio de los muertos, que hab¨ªan habitado aquellas mismas habitaciones, y cuyos rasgos el ni?o atento reconoc¨ªa a veces en las caras de los vivos. Era posible que hubieran dormido en aquella misma cama, con sus barrotes antiguos de hierro y de lat¨®n dorado; incluso que hubieran muerto en ella, porque casi todas las cosas, todos los muebles, lo que hab¨ªa en la casa, parec¨ªan de otra ¨¦poca, muy gastados por el uso, en v¨ªsperas de los cambios que iba a traer la primera oleada de modernidad y consumo, las camas bajas, los colchones Flex, las cocinas de gas, las neveras puestas no en la cocina, sino en el comedor o el sal¨®n, para que la vieran las visitas, el televisor con sus dos antenas futuristas como antenas de insectos. El agua corriente vino despu¨¦s, y los cuartos de ba?o y las lavadoras mucho m¨¢s tarde, cuando por fin desaparecieron de los cobertizos en los corrales las pilas de lavar, sobre las que las mujeres se inclinaban en¨¦rgicamente con los codos desnudos, incluso en el invierno, con las manos enrojecidas por el fr¨ªo y la aspereza del jab¨®n.
En alg¨²n momento, alg¨²n primero de noviembre, dejaron de encenderse las mariposas de aceite, borradas igual que las mesas de noche con repisa de m¨¢rmol en las que se hab¨ªan depositado y las c¨®modas de volumen imponente, y aquellos colchones de lana que pesaban tanto y en los que uno se hund¨ªa bajo el peso de las muchas mantas necesarias para protegerse del fr¨ªo, en los dormitorios de baldosas heladas. Desaparecieron las mariposas de aceite, y la cal de las paredes dio paso a la pintura sint¨¦tica y hasta al gotel¨¦, y los retratos dobles de aquellos muertos cuyos nombres ya se hab¨ªan perdido acabaron en la basura o en los fondos polvorientos de las chamariler¨ªas.
Durante un tiempo pareci¨® que los rituales funerarios se volv¨ªan superfluos. La muerte era una cosa del pasado, una de tantas costumbres, herramientas, objetos, que hab¨ªamos dejado atr¨¢s en nuestra modernidad, la personal y la colectiva, en nuestra adolescencia hosca y desconsiderada, impaciente por llegar cuanto antes al resplandor del porvenir, a la otra vida en las ciudades. Hasta que tuve 31 a?os no muri¨® nadie en mi familia. Abuelos, padres, t¨ªos, primos, perduraban indemnes, casi en el mismo papel y con el mismo aspecto que les hab¨ªa conocido desde la ni?ez, con cambios menores, desde luego, sobre todo porque yo a¨²n no hab¨ªa aprendido a fijarme bien en las personas reales, y menos a¨²n en las que se quedaban atr¨¢s, detenidas y fieles en los mismos lugares de los que yo me hab¨ªa ido. Vi a mi abuelo paterno tendido en un ata¨²d, con sus manos de campesino juntas y curiosamente empeque?ecidas sobre un traje oscuro y muy formal que ¨¦l no habr¨ªa llevado nunca en vida. Era la primera vez que ve¨ªa muy de cerca el hermetismo y la lejan¨ªa de la muerte en una cara conocida y querida que ya es la de un completo extra?o. En el cementerio, mi padre hu¨¦rfano se abraz¨® llorando a m¨ª con un desvalimiento que cambiaba de golpe la relaci¨®n entre nosotros: ahora era yo quien ten¨ªa que sostenerlo a ¨¦l, y no me daba cuenta de que estaba empezando a prepararme para mi propia orfandad futura.
En este anochecer de noviembre de muchos a?os despu¨¦s me gustar¨ªa haber tenido mariposas de aceite para encenderlas en los dormitorios de mi casa en memoria y en honor de los muertos, que ya son tan numerosos, para otorgar una formalidad objetiva a la a?oranza, de modo que no la gaste la costumbre ni la deslealtad del olvido. Donde hay forma hay alma, dice Fernando Pessoa. Las velas, las mariposas de aceite, los ramos de flores sobre las tumbas, hacen visible y casi presente la ausencia de los muertos, le dan una forma que restituye su lugar en el mundo, como esas linternas de papel que arden intern¨¢ndose en el mar o desliz¨¢ndose en las corrientes de los r¨ªos en la fiesta japonesa del Obon, ardiendo y consumi¨¦ndose, no en lo sombr¨ªo de noviembre, sino en las noches c¨¢lidas de agosto, como farolillos en las verbenas de verano.
En la casa donde yo viv¨ªa de ni?o no se habr¨¢ encendido ninguna luz esta primera noche de noviembre. En mi calle de Madrid hab¨ªa esta ma?ana puestos de flores, manchas festivas de color que contrastaban con la luz gris de llovizna, pero las tumbas en las que yo podr¨ªa ir a depositarlas est¨¢n muy lejos, y eso me provoca una tristeza s¨²bita, manchada de remordimiento. Donde hay ahora mismo m¨¢s personas queridas para m¨ª es en ese cementerio en el que asist¨ª como un novato en el luto al entierro de mi abuelo paterno, el primero de todos en el desfile familiar de la muerte. Muy cerca de su nombre est¨¢ ahora el de mi padre, que se fue tambi¨¦n pronto. Los muertos se quedan rezagados en el tiempo, mucho m¨¢s lentos que los vivos, desalentados por esa fatiga que advertimos en ellos cuando los encontramos en un sue?o. La imaginaci¨®n y la memoria, por s¨ª solas, son demasiado insustanciales o volubles; necesitan un anclaje en las cosas concretas, en rituales, en lugares, en fechas establecidas de conmemoraci¨®n. Mi padre y mis abuelos van conmigo siempre, en mi recuerdo y en la herencia gen¨¦tica, pero me gusta saber que sus tumbas est¨¢n en un cierto lugar, y me entristece no haber subido hoy al cementerio y depositado flores en sus tumbas. En otro cementerio, en lo alto de una colina de tierra rojiza, delante de un valle regado por r¨ªos tan caudalosos como los r¨ªos del Ed¨¦n, hay un hombre y una mujer que quisieron yacer juntos exactamente all¨ª, y a los que tambi¨¦n debo una parte de lo mejor de mi vida. No hace falta creer en la inmortalidad del alma para sentir y agradecer la presencia tutelar de los muertos.
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