El mal pasado de Am¨¦rica Latina
Una de las cosas que concitaban el consenso en la regi¨®n era el repudio de las dictaduras militares, en particular las de Pinochet y Videla. Pero algo empieza a cambiar en esas certezas y se empieza a justificar lo injustificable
Los latinoamericanos nos hemos puesto de acuerdo en muy pocas cosas. El nuestro ha sido un continente dividido sin remedio desde siempre, pues en el esp¨ªritu de estos pa¨ªses han cohabitado desde el comienzo el afecto hacia los militarismos de toda laya, por un lado, y, por el otro, la admiraci¨®n por las revoluciones que quieren echarlo todo abajo y construir un mundo nuevo. Ya saben ustedes: los sables y las utop¨ªas. Los dos fantasmas han estado all¨ª desde el comienzo, como digo, pero reencarnaron de manera dram¨¢tica en los tiempos de la Guerra Fr¨ªa, ese medio siglo de pa¨ªses que se alineaban o se negaban a hacerlo, de lealtades trazadas por la ideolog¨ªa del Gobierno de turno, de ineluctables temperamentos nacionales. Y por todo esto digo que nos hemos puesto de acuerdo en poca cosa: las viejas ideas liberales y conservadoras, el barro con el cual se modelaron nuestras primeras constituciones, se han modificado con el paso de los a?os, pero solo para asumir disfraces nuevos. Por eso tenemos a veces la impresi¨®n de estar caminando en c¨ªrculos.
A veces, sin embargo, hemos estado de acuerdo en algo, o por lo menos lo hemos fingido. Y una de las cosas que concitaban nuestro consenso era el repudio de las dictaduras militares que los dem¨¢s llamamos del Cono Sur: en particular, la de Pinochet y la de Videla. Hace un par de meses, sin embargo, me pareci¨® detectar que algo estaba cambiando en esas humildes certezas. Se conmemoraron los 50 a?os del ataque de los golpistas chilenos al palacio de La Moneda, y a lo largo y ancho de Am¨¦rica Latina se habl¨® en todos los tonos del golpe, del dictador Pinochet, de las 2.300 v¨ªctimas del informe Rettig (que cont¨® a los asesinados por la dictadura) y las 27.000 del informe Valech (que cont¨® a los secuestrados y torturados por el r¨¦gimen); y en medio de estas discusiones y estos lamentos surgi¨® en nuestras conversaciones la revelaci¨®n inveros¨ªmil de que nada de esto basta: nada de esto basta para que nos pongamos de acuerdo en la condena sin ambages de lo sucedido. Es decir, todav¨ªa hay quienes elogian a Pinochet o reivindican su legado, o lo consideran un estadista, o minimizan la gravedad de su dictadura asesina.
Pues bien, el pasado domingo los argentinos eligieron, y no por poca diferencia, a un hombre para el cual la dictadura de 1976 ¡ªcon sus centros de exterminio, sus secuestros y torturas, sus beb¨¦s robados, sus decenas de miles de desaparecidos y sus vuelos de la muerte¡ª fue un r¨¦gimen que cometi¨® ¡°algunos excesos¡±. La vicepresidenta que lo acompa?¨®, por su parte, es una mujer para la cual la dictadura fue una ¡°guerra de baja intensidad¡± en la cual el Estado se defendi¨® del terrorismo; y ha prometido multiplicar el presupuesto militar mientras Milei recorta (s¨ª, con motosierra) todo lo dem¨¢s: las ayudas sociales, la educaci¨®n p¨²blica, la sanidad. Hay muchas razones por las que la decisi¨®n de los argentinos es triste y preocupante. Yo puedo pensar en lo que dice de nuestro momento la elecci¨®n de un hombre abiertamente violento, insolidario, incapaz de hablar sin echar mano del insulto o del improperio, mentiroso con descaro, ignorante hasta la ostentaci¨®n e inseguro hasta la l¨¢stima; sobre todo esto se puede hablar, y muchos m¨¢s calificados que yo lo han hecho ya. Pero tambi¨¦n habr¨ªa que preguntarnos si la elecci¨®n de Milei no significa tambi¨¦n la lenta desaparici¨®n de ese consenso b¨¢sico sobre los horrores de la dictadura militar y el lamentable deterioro de nuestra voluntad, como sociedades democr¨¢ticas, de que no se repitan jam¨¢s.
La extrema izquierda suele prometer un mejor futuro; de unos a?os para ac¨¢, me parece claro que la principal promesa de la extrema derecha es un mejor pasado. Make Argentina Great Again, promete Milei, y echa mano de la riqueza de comienzos del siglo XX antes de empezar a justificar ladinamente la dictadura militar. Algo parecido est¨¢ pasando en muchas partes. Es m¨¢s: este rompimiento con la condena de un pasado violento puede ser una de las se?as de identidad de la nueva ultraderecha. Los memoriosos recordar¨¢n a Bolsonaro, por ejemplo, y su reivindicaci¨®n insistente de las dos d¨¦cadas de dictadura de Brasil. ¡°Es mentira que fuera una dictadura¡±, dijo alguna vez sobre aquel r¨¦gimen que encarcel¨® a sus opositores en c¨¢rceles secretas y asesin¨® o desapareci¨® a unas 500 personas, y en otro momento dijo que el error de los militares hab¨ªa sido torturar a sus prisioneros en vez de matarlos. El golpe de Estado de 1964 tambi¨¦n es un hijo de la Guerra Fr¨ªa, por supuesto, o un resultado del anticomunismo norteamericano que se hab¨ªa convertido en paranoia desde la Revoluci¨®n Cubana. Y los golpistas recibieron el apoyo inequ¨ªvoco de Estados Unidos: la Operaci¨®n Brother Sam inclu¨ªa combustible para ellos, la intervenci¨®n de aviones de apoyo y de combate y un portaviones que sali¨® de Virginia, listo para entrar en acci¨®n. Pero nada de eso se lleg¨® a usar, pues la defenestraci¨®n del presidente Goulart result¨® m¨¢s f¨¢cil de lo que pensaban muchos.
No s¨¦ si estos casos ¡ªel Brasil de Bolsonaro, cierto sector de la pol¨ªtica chilena y la Argentina de Milei¡ª se puedan englobar bajo el r¨®tulo de negacionismo, inveros¨ªmil apolog¨ªa o mera nostalgia. Pero a estas alturas no parece exagerado decir que se trata de un s¨ªntoma de algo m¨¢s profundo. (Aunque no quiero tampoco que alguien me recuerde la escena famosa de Cuando Harry encontr¨® a Sally: Harry le cuenta a su amigo que su mujer le est¨¢ poniendo los cuernos, el amigo le dice que la infidelidad es solamente un s¨ªntoma de que algo funciona mal, y Harry contesta: ¡°Pues ese s¨ªntoma se est¨¢ tirando a mi esposa¡±). Sea como sea, me parece evidente que hay un patr¨®n en estos pa¨ªses nuestros: el acercamiento de los gobiernos al socialismo en un ambiente de paranoia contenida, a veces con la participaci¨®n de grupos armados que no sab¨ªan lo que estaban sembrando; la reacci¨®n violenta de los diversos anticomunismos, mezcla de odios feroces que no eran ajenos a la religi¨®n y que tomaron la forma de Estados represores y aun terroristas; y luego, durante d¨¦cadas, el intento que han hecho nuestras sociedades por cerrar las heridas, las mil heridas abiertas. Esta ha sido nuestra dial¨¦ctica implacable.
Lo que resultaba menos predecible, por lo menos para los que no ten¨ªamos una bola de cristal, era nuestro clima presente y simult¨¢neo de justificaci¨®n de lo injustificable, de relativismo sin verg¨¹enza, de revisionismo hist¨®rico que amenaza con romper a¨²n m¨¢s nuestras sociedades rotas. Hay una lectura de Am¨¦rica Latina que puede hacerse con un inventario de palabras que se ponen con may¨²scula pero que no deber¨ªan tenerla: comisiones de la Verdad, por ejemplo, o leyes de Punto Final. Son todos testimonios de los esfuerzos que se han hecho en estos pa¨ªses por cerrar sus cap¨ªtulos m¨¢s oscuros, por encontrar a los responsables del dolor de tantos y llevarles a las v¨ªctimas un alivio que solo puede ser simb¨®lico. La lecci¨®n, si es que se puede sacar una lecci¨®n de todo esto, es que nunca se cierra nada: la violencia no solo engendra m¨¢s violencia, seg¨²n el lugar com¨²n que es implacablemente cierto, sino que envenena nuestra relaci¨®n con el pasado. O, por mejor decirlo, la violencia tiene un talento misterioso para no quedarse nunca en el pasado: para volver siempre, convertida en otra cosa, encarnando en otros monstruos.
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