Comprender el pasado para comprometer el futuro
Llevarnos a 1714, como hace el nacionalismo catal¨¢n, para hablar de enfrentamientos seculares mal resueltos es un ejercicio de desorientaci¨®n que los historiadores no podemos aceptar porque solo trata de cubrir reivindicaciones actuales con una p¨¢tina de verdad antigua
1714, una fecha que parece hoy una referencia lejana. Sin embargo, ha sido repetidamente mencionada en los debates ¨²ltimos en Catalu?a para proyectarse heroica en el reciente debate de investidura de Pedro S¨¢nchez. Los nacionalistas vascos sit¨²an su 1714 en 1839 para reivindicar el restablecimiento de una ¡°naci¨®n foral¡±. Lo sorprendente del caso es que, siendo tanta la insistencia de la cita de estos dos momentos, nadie parece interesado en una reconsideraci¨®n de tan remotas justificaciones para defender posiciones pol¨ªticas actuales.
La explicaci¨®n es bien sencilla. La tensi¨®n nacionalista de la ¨²ltima d¨¦cada se sustent¨® en buena medida en un relato que situaba su origen remoto en el mito de una guerra entre derechos hist¨®ricos y despotismo mon¨¢rquico. Lo ocurrido en Catalu?a a comienzos del siglo XVIII o el resultado de la guerra carlista en el Pa¨ªs Vasco son le¨ªdos por el nacionalismo como el final de una Monarqu¨ªa compuesta y el avance inexorable de un Estado centralista. Sin necesidad de mayores precisiones, acontecimientos tan remotos y, en principio, tan ajenos a la mayor¨ªa de la poblaci¨®n, sirven para cubrir con una p¨¢tina de verdad antigua (y, por ello, se supone que incontestable) reivindicaciones que tienen que ver con la pol¨ªtica de hoy. El resultado de ello est¨¢ a la vista. Los llamados nacionalismos perif¨¦ricos repiten incansables esa canci¨®n, que ha sonado con m¨¢s estridencia en Catalu?a y con mayor ¡°contenci¨®n foral¡± en el Pa¨ªs Vasco, pero el problema, al final, es el de Espa?a: el inc¨®modo marco donde se reproduce una y otra vez la querella de las identidades y las peri¨®dicas crisis pol¨ªticas que la han tallado. Las tradiciones inventadas siempre son, en definitiva, una mezcla de hechos que son innegables solo en un marco interpretativo nacionalista para creyentes.
Conviene por tanto alejarse de una interpretaci¨®n basada en constataciones tan manidas. Espa?a como marco de conjunto no fue siempre desafiada por nostalgias del pasado, sino que la realidad es siempre m¨¢s compleja. Por una parte, la construcci¨®n del Estado moderno desde el siglo XVIII no puede entenderse como un proceso ininterrumpido. M¨¢s bien al contrario, termin¨® en una crisis de grandes proporciones con la quiebra del imperio espa?ol y la invasi¨®n napole¨®nica, una crisis de la que nacen tanto las rep¨²blicas americanas como la Espa?a liberal de la Constituci¨®n de C¨¢diz. Por otro lado, dos procesos en paralelo dieron forma a la Espa?a contempor¨¢nea: la afirmaci¨®n del liberalismo a partir de aquel momento (de manera definitiva desde 1837) y el tr¨¢nsito de una econom¨ªa regionalizada y muy vinculada al mercado americano a otra asentada sobre el mercado interno. Lo fundamental aqu¨ª es que vascos y catalanes, as¨ª como castellanos, andaluces y todos los dem¨¢s no fueron sujetos pacientes, sino protagonistas efectivos tanto del pacto pol¨ªtico como del estructural, con las contradicciones que uno puede esperar en ambos planos. Por ejemplo, frente a los deseos de una mayor vinculaci¨®n con Inglaterra y Francia de andaluces y vascos, los catalanes fueron unos decididos defensores del mercado ¡°nacional¡±, que as¨ª lo denominaron siempre, y de la preservaci¨®n de las muy ricas posesiones antillanas (esclavitud incluida).
Fue con encajes de este estilo como se conform¨® el Estado naci¨®n del siglo XIX. Si Antoni de Capmany, liberal historicista y un perfecto conocedor del mundo anterior a la guerra de Sucesi¨®n, fue uno de los grandes personajes del C¨¢diz de 1812, los catalanes y vascos del ochocientos formaron parte de manera regular de los partidos liberales, moderados y progresistas. Tambi¨¦n lo fueron de aquellos que se mantuvieron fuera del sistema, como los carlistas y ultracat¨®licos o de los que lo desafiaron, como los republicanos, dem¨®cratas o socialistas. No ha de extra?ar as¨ª que Jaume Balmes, un eclesi¨¢stico catal¨¢n, fuera el m¨¢s s¨®lido te¨®rico de un pacto que diese solidez a una Espa?a capaz de resistir el peso hegem¨®nico de la influencia francesa en Europa.
Es cierto que las limitaciones representativas del parlamentarismo y las insuficiencias econ¨®micas y fiscales del siglo XIX contribuyeron al florecimiento de regionalismos fuertes que, en algunos casos, pocos, derivaron en nacionalismos. Conviene no perder de vista, sin embargo, que todo ello debe observarse en un mundo espa?ol cada vez m¨¢s integrado por razones econ¨®micas, por el desarrollo de las comunicaciones o la repatriaci¨®n de recursos y de capital humano procedente de las colonias americanas y de Filipinas tras la derrota frente a Estados Unidos en 1898, as¨ª como por las vinculaciones econ¨®micas de algunas regiones y sectores con las grandes econom¨ªas europeas. Las masivas migraciones interiores, consecuencia de la misma modernizaci¨®n, contribuyeron desde finales del siglo XIX de manera notable a esa integraci¨®n del espacio nacional.
Entendida como relaci¨®n entre diferentes sociedades, la historia espa?ola es, por tanto, tan problem¨¢tica como puede serlo la de los pa¨ªses vecinos, las de los pa¨ªses que participaron con costes elevad¨ªsimos en las dos guerras mundiales. Es crucial notar que las historias de las sociedades peninsulares no son procesos aislados (que eventualmente las enfrentan entre s¨ª en disputas por la soberan¨ªa, la naci¨®n o la desigualdad de oportunidades propia del capitalismo en todas partes), sino comprensibles solamente en el marco del conjunto peninsular. Somos la historia de esa relaci¨®n, de sus progresos y tragedias. Por supuesto, las que padecieron otras sociedades (ind¨ªgenas americanos, filipinos, africanos esclavizados o rife?os) y tambi¨¦n las que sufrimos nosotros mismos. La guerra fratricida de 1936 a 1939, la divisoria entre vencedores y perdedores, solo puede entenderse como cosa de todos, ata?¨® a todos. Siendo el franquismo una feroz defensa de los privilegios establecidos y una brutal expresi¨®n del nacionalismo espa?ol incubado en paralelo a los nacionalismos llamados absurdamente perif¨¦ricos, coopt¨® afines en todas partes. El precio m¨¢s alto lo pagaron las lenguas y culturas de los otros, junto con las libertades y derechos de todos. El triunfo de la democracia, la amnist¨ªa de 1977 y la Constituci¨®n del a?o siguiente fueron para todos el mayor logro desde C¨¢diz, como ya lo hab¨ªa sido el antifranquismo que sembr¨® el terreno.
Como dijo nuestro colega Pablo Fern¨¢ndez Albaladejo, esa es la ¡°materia de Espa?a¡±, de ese pasado estamos hechos. No verlo as¨ª a estas alturas resulta cuando menos chocante. Hacernos echar la vista atr¨¢s, hasta 1714 o 1839, para hablarnos de enfrentamientos seculares mal resueltos es un ejercicio de desorientaci¨®n que los historiadores no podemos aceptar. No por lo menos los que firman este texto con la evidente voluntad de participar en un debate p¨²blico del m¨¢ximo inter¨¦s: c¨®mo queremos que sea la Espa?a del siglo XXI y su Estado. Para ello creemos que nos sobran apolog¨ªas hist¨®ricas, tambi¨¦n las del imperio o de las dinast¨ªas reinantes, y nos falta pensamiento historiogr¨¢fico, necesariamente cr¨ªtico. Es lo que los historiadores podemos y debemos ofrecer.
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