Viejos a?os nuevos
Esta ha sido la tercera Navidad en el destierro de Madrid despu¨¦s de pasarla a?os en Nicaragua y quiz¨¢s ser madrile?o signifique sentir que se vuelve a casa al aterrizar en Barajas
En los a?os de mi infancia las celebraciones de diciembre en Masatepe se agotaban con la Nochebuena, y aunque el peque?o ¨¢rbol de Navidad de material sint¨¦tico sobreviv¨ªa hasta pasado el fin de a?o en una esquina de la sala, los 31 de diciembre nos ¨ªbamos a la cama antes de la medianoche, y me despertaba al estallido de los cohetes que sonaban lejanos, viniendo de los barrios ind¨ªgenas de Jalata, Nimboja y Veracruz, mientras el resto del pueblo permanec¨ªa en silencio, y a oscuras.
O es que, quiz¨¢s, de alguna casa donde celebraban ¡ªpereque se llamaba entonces a las fiestas ruidosas¡ª ven¨ªa la m¨²sica de un tocadiscos que una y otra vez tocaba la cumbia El a?o viejo, cantada por el vocalista tapat¨ªo Tony Camargo, ¡°Ay, yo no olvido al a?o viejo/ Porque me ha dejao¡¯ cosas muy buenas/ Mira/ Me dej¨® una chiva, una burra negra/ Una yegua blanca y una buena suegra¡¡±, del colombiano Crescencio Salcedo, el campesino analfabeto que compuso otras joyas como ¡°La m¨²cura que est¨¢ en el suelo¡¡±, que fue a dar a la voz de Benny Mor¨¦, y ¡°Se va el caim¨¢n, se va para Barranquilla¡¡±, cantada por el inigualable bachiller Jos¨¦ Mar¨ªa Pe?aranda, que elev¨® las vulgaridades de palabra a la categor¨ªa de arte, baste recordar su c¨¦lebre ?pera del mondongo.
El a?o viejo, que data del a?o 1953, era un cl¨¢sico infaltable, que sonaba insistente en las radios y en las rocolas los 31 de diciembre, m¨²sica estacional por excelencia, al que se aparear¨ªa a?os despu¨¦s, ya cuando yo hab¨ªa abandonado Masatepe y terminaba mis estudios de derecho, Cinco pa¡¯ las doce, otra canci¨®n de pegajosa nostalgia del venezolano Oswaldo Oropeza, cantada por otro venezolano, N¨¦stor Zavarce, m¨¢s de vena sentimental que festiva, pues invoca el infaltable tema de la madre preterida, popular como pocos en las mesas de cantina: ¡°Faltan cinco pa¡¯ las doce, el a?o va a terminar/ Me voy corriendo a mi casa a abrazar a mi mam¨¢¡¡±.
No se le pod¨ªa disputar la preponderancia a la noche del 24 de diciembre en un pueblo peque?o, donde la tradici¨®n religiosa se impon¨ªa sobre las festividades profanas; y sobre todo en un hogar modesto como el m¨ªo, donde los recursos no alcanzaban para dos celebraciones rumbosas seguidas. Para la cena de Nochebuena, un chompipe, el pavo ind¨ªgena, de primac¨ªa tradicional en Nicaragua antes de la moda importada del pavo gringo, que se criaba y alimentaba a lo largo del a?o en el patio de la casa, y cuando iba a ser sacrificado recib¨ªa como gracia final un trago de ron que se le administraba como parte de la ceremonia ritual, abri¨¦ndole el pico en medio de aleteos de resistencia, sospecho que no con la intenci¨®n de hacer m¨¢s llevadera su muerte, sino que para ablandarle la carne.
Era una de las ocasiones en que mi madre entraba en la cocina, dotada de una estufa de hierro colado con horno y una chimenea que aventaba el humo oscuro por encima del techo, para dorar el chompipe y preparar el relleno, una rica mezcla barroca donde entra el pan rallado, la carne de cerdo, la mantequilla abundante, el dulce de rapadura, uvas y ciruelas pasas, aceitunas en salmuera, alcaparras y cebollas encurtidas, cuya receta Tulita, mi mujer, conserva en la memoria; la receta de su madre, pues hay una por cada familia nicarag¨¹ense.
Se cenaba el ¨²ltimo d¨ªa del a?o en mi casa de Masatepe, pero temprano, y el chompipe dejaba paso a un humilde nacatamal, que para m¨ª era igual de suculento, la masa de ma¨ªz adobada con achiote y compuesta con carne de cerdo, papas, arroz, y otra vez las uvas y ciruelas pasas y las alcaparras de ultramar, en su envoltorio de hojas de pl¨¢tano soasadas, y que en nuestra temporada de Berl¨ªn en los a?os setenta Tulita sol¨ªa hacer, con mi modesta ayuda, en tributo a la nostalgia culinaria que siempre persigue a los exiliados, envolvi¨¦ndolos en papel de aluminio porque las hojas de pl¨¢tano s¨®lo era posible conseguirlas rob¨¢ndolas en el Botanischer Garten.
Entonces en Europa lo latinoamericano era todav¨ªa ex¨®tico, y los alemanes se fascinaban con los ardides del realismo m¨¢gico. Si ahora quisi¨¦ramos celebrar el a?o nuevo con nacatamales en Madrid, en este a?o tercero de nuestro segundo destierro, las hojas de pl¨¢tano son f¨¢ciles de conseguir a la vuelta de la esquina, en las tiendas de comestibles de los banglades¨ªes e hind¨²es de Lavapi¨¦s, o bien los nacatamales, clonados a la perfecci¨®n por manos nicarag¨¹enses, se pueden encargar a domicilio.
Pero regreso a mis viejos a?os nuevos. Las fiestas del 31 de diciembre fui a conocerlas en mis tiempos de estudiante en Le¨®n, cuando me hice novio de Tulita y la acompa?aba al baile de gala del club social, ocasi¨®n en que las jovencitas eran presentadas en sociedad y desfilaban de traje largo, del brazo de sus padres vestidos de etiqueta, y yo disfrutaba de la fiesta mientras no sonara la orquesta, porque nunca aprend¨ª a bailar, mientras ella s¨ª era una virtuosa en la pista.
De la ¨¦poca de Costa Rica, donde nos fuimos en 1964 a vivir despu¨¦s de casarnos y nos quedamos por 12 a?os, no me queda memoria de los fines de a?o, porque para las vacaciones de diciembre volv¨ªamos a Nicaragua y las pas¨¢bamos en Masatepe. All¨ª est¨¢bamos cuando ocurri¨® el terremoto que destruy¨® Managua, reci¨¦n pasada la medianoche del s¨¢bado 23 de diciembre de 1972, una sacudida subterr¨¢nea de 30 segundos que dej¨® 400 manzanas de la ciudad arrasadas, primero por el sismo y despu¨¦s por los incendios, con 20.000 muertos y un n¨²mero similar de heridos, y el ¨¦xodo forzado de la poblaci¨®n entera.
Por su cercan¨ªa con la capital, Masatepe comenz¨® a llenarse de refugiados que llegaban a bordo de pick ups y camiones donde cargaban las pocas pertenencias que pudieron haber rescatado, y acampaban en las aceras y en el atrio de la iglesia, deambulaban en el parque central y frente a la tienda de mi padre, que ocupaba la pieza esquinera de nuestra casa, una multitud como en las fiestas patronales s¨®lo que silenciosa y desconcertada; y no hubo celebraci¨®n navide?a, ni tampoco de a?o nuevo, porque era un duelo, y a nadie se le ocurr¨ªa congregarse para festejar a la vista de tanta desgracia pase¨¢ndose frente a las puertas.
Este ha sido nuestro tercer fin de a?o en Madrid. No s¨¦ bien que significa volverse madrile?o a fondo, que debe ser algo as¨ª como meterse de verdad dentro de las gentes y dentro de la ciudad. Yo, al menos, pruebo a hacer m¨ªa la vista que se abre desde mi ventana sobre los techos de Lavapi¨¦s, la torre de la iglesia de San Lorenzo, m¨¢s all¨¢ la de El Salvador y San Nicol¨¢s, y que Tulita ha pintado en uno de sus cuadros colgado ahora en mi estudio.
Quiz¨¢s un a?o nuevo madrile?o sea sentarse frente al televisor para ver la celebraci¨®n de la Puerta del Sol, y comerse mientras tanto las uvas que ya vienen en cajitas de 12 unidades. Y quiz¨¢s ser madrile?o signifique que cuando aterrizo en Barajas siento, de alguna manera, que estoy volviendo a casa.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.