Todo por so?ar

¡°Tambi¨¦n a m¨ª me gustar¨ªa parecerme a Cary Grant¡±, sol¨ªa decir el propio Cary Grant fuera de la pantalla. Parecerse a las grandes estrellas del cine suele ser un sue?o muy h¨²medo. Confieso que tambi¨¦n a m¨ª me hubiera gustado fumar como lo hac¨ªa Robert Mitchum, con el humo subiendo hacia su ojo entornado con el que parec¨ªa mirar con desprecio a todo el mundo. Tambi¨¦n lo hubiera dado todo por tener un puesto de sand¨ªas y melones en una calle de Roma y que fuera derribado por la Vespa pilotada por Audrey Hepburn y Gregory Peck. Son legi¨®n los espectadores que han so?ado con llamarse Rick y ser due?os de un bar en Casablanca y al entrar un d¨ªa Ingrid Bergman en el local mandar a Sam que tocar¨¢ otra vez la canci¨®n: A medida que el tiempo pasa. Ciertamente hubo un tiempo en que hab¨ªa que odiar a John Ford porque representaba el capitalismo norteamericano; en cambio hab¨ªa que adorar a Jean-Luc Goddard que llev¨® la pedanter¨ªa cinematogr¨¢fica hasta el extremo del tedio, si bien en secreto muchos hubieran deseado matar tambi¨¦n a Liberty Valance con el mismo rifle Winchester que uso John Wayne. Mi generaci¨®n lleva en el subconsciente asimilada la seducci¨®n de las grandes estrellas de la pantalla con el olor a pachuli y desinfectante zotal del patio de butacas. En la adolescencia fue Marilyn Monroe, aquella carne dorada que se mov¨ªa como una tr¨¦mula compota de fresa; en la edad adulta fue la pistola que llenaba por completo la mano de James Cagney o de Edward G. Robinson; en la madurez hubi¨¦ramos querido morder la misma manzana de Diana Keaton paseando por Central Park y entrar luego en una galer¨ªa de arte del Soho; lo d¨¢bamos todo por una iron¨ªa cruel de Billy Wilder, por la c¨ªtara que toca Anton Karas en El tercer hombre, por la avioneta de Robert Redford en Memorias de ?frica y por el sombrero hasta las cejas y medio puro en la boca de Clint Eastwood. Y as¨ª hasta el infinito.