La primavera de los asesinos
Las tramas de la literatura polic¨ªaca est¨¢n siendo superadas por la desmesura de los grandes criminales que act¨²an en la realidad
La afici¨®n por las intrigas polic¨ªacas se me ha desgastado con los a?os. El g¨¦nero que me gust¨® tanto se ha ido llenando en los ¨²ltimos a?os de sangre y de v¨ªsceras, por esa inclinaci¨®n a los barroquismos y las complicaciones superfluas que es propia de la ¨¦poca. Pero quiz¨¢s, m¨¢s que la saturaci¨®n de psic¨®patas y efectos especiales de casquer¨ªa, lo que me aleja de las ficciones policiales contempor¨¢neas es el vuelo tan corto de las haza?as criminales que inventan, comparado con el lujo siniestro, con la ilimitada desmesura de los grandes asesinos de la realidad. Las reglas del g¨¦nero satisfacen y cansan: la aparici¨®n de un cad¨¢ver en circunstancias misteriosas, el proceso de la investigaci¨®n, que es una met¨¢fora tan seductora de la b¨²squeda del conocimiento, el descubrimiento del culpable, el castigo.
Son convenciones agotadas. El asesino solitario, sombra sim¨¦trica del detective que lo busca, no podr¨¢ coleccionar a todo lo largo de una carrera sanguinaria ni una parte ¨ªnfima de los cad¨¢veres que provoca en unos segundos una de esas bombas con que el ej¨¦rcito israel¨ª ataca a civiles indefensos, las v¨ªctimas m¨¢s f¨¢ciles de todas, los ancianos, las mujeres, los ni?os despavoridos, los enfermos y los heridos que mueren atrapados hasta bajo las ruinas de los hospitales en los que buscaron vanamente refugio. Los asesinos antiguos aspiraban al anonimato y procuraban borrar las huellas que los delataran. A los asesinos modernos no hace falta detective que los descubra y los desenmascare, porque ellos mismos, en vez de esconderse, hacen p¨²blicos sus propios cr¨ªmenes con orgullo de matarifes y vanidad de adictos a las redes sociales, como esos descerebrados que graban una violaci¨®n o una paliza mientras las est¨¢n cometiendo. Los verdugos de Ham¨¢s que asesinaron a m¨¢s de 1.200 israel¨ªes inermes el 7 de octubre del a?o pasado manejaban las c¨¢maras de sus m¨®viles con la misma destreza con la que disparaban contra sus v¨ªctimas, con la perversa euforia de quien impone sin ninguna dificultad el terror y la muerte a otros seres humanos. En ¨¦pocas anteriores de barbarie la tecnolog¨ªa fue m¨¢s tosca, pero la vanidad manifestaba la misma pujanza: algunas de las fotos que atestiguaron la culpabilidad del ej¨¦rcito alem¨¢n en el exterminio de los jud¨ªos las enviaban los soldados como recuerdo a sus familias, usando las Leica ligeras que llevaban al cuello como turistas del infierno. Una de las m¨¢s c¨¦lebres de todas, la del soldado a punto de disparar el fusil justo en la sien de una mujer que lleva un ni?o en los brazos, ten¨ªa una dedicatoria cari?osa en el reverso. Hace unas semanas, The New York Times hizo p¨²blica una cantidad ingente de fotograf¨ªas y v¨ªdeos subidos a las redes sociales por soldados israel¨ªes que celebraban alegremente la destrucci¨®n que iban sembrando a su paso, asaltando viviendas, ametrallando por gusto aulas escolares reci¨¦n abandonadas, humillando a civiles palestinos a los que maltrataban o deten¨ªan sin motivo.
No hay intriga literaria posible cuando es el propio criminal quien hace p¨²blico su delito, ni esperanza de castigo cuando los gobiernos se constituyen el organizaciones criminales, y los asesinos son tratados como h¨¦roes. Hay ministros israel¨ªes que proclaman sin reparo la voluntad de arrasar Gaza y de expulsar e incluso aniquilar a su poblaci¨®n. A los pocos d¨ªas de la muerte de Alex¨¦i Navalni, los m¨¢ximos esbirros responsables de la prisi¨®n en la que muy probablemente fue asesinado han recibido un ascenso y una felicitaci¨®n personalmente firmada por Putin. El antiguo sigilo con el que se encubr¨ªan los cr¨ªmenes ahora se ha convertido en descaro: justo en los d¨ªas de la Conferencia de Seguridad de M¨²nich, donde los gobiernos occidentales mostraban pat¨¦ticamente la fragilidad de sus alianzas, Putin les arroj¨® el cad¨¢ver de Navalni como esos jefes mafiosos que dejan el cad¨¢ver de un delator reci¨¦n ejecutado a la misma puerta del cuartel general de una banda enemiga.
Tampoco hay misterio nunca, y la crecida de la tensi¨®n conduce siempre a un desenlace previsto. En esta primavera adelantada los asesinos aceleran sus tareas y ultiman a la luz del d¨ªa planes de matanza: Putin, la temible ofensiva que se espera sobre Ucrania; Netanyahu, el ataque de todo un ej¨¦rcito contra un mill¨®n y medio de seres humanos ya diezmados por la destrucci¨®n y el hambre y atrapados en el callej¨®n sin salida de Gaza. Matan industrialmente y a ciegas y tambi¨¦n matan uno a uno. No hay lugar en el mundo donde un amenazado de muerte pueda encontrar refugio. No hay huida que no termine en un callej¨®n sin salida y en una trampa. Hasta hace muy poco tiempo, los gobiernos brit¨¢nicos y las instituciones financieras de Londres acog¨ªan con los brazos abiertos a los oligarcas enriquecidos por el expolio de Rusia, les ofrec¨ªan la nacionalidad, les vend¨ªan equipos de f¨²tbol y hasta t¨ªtulos nobiliarios: mientras tanto, en los mismos barrios de lo que empez¨® a llamarse Londongrad, disidentes rusos que se cre¨ªan protegidos por el asilo pol¨ªtico eran envenenados uno a uno por ejecutores profesionales que actuaban con la misma cruda eficiencia de la NKVD o la KGB. Trotski anduvo errante y acosado por varios continentes durante algo m¨¢s de diez a?os y hasta en la fortaleza almenada de su casa en Coyoac¨¢n pudo infiltrarse Ram¨®n Mercader y cumplir as¨ª con un golpe afilado de martillo de escalador la sentencia de muerte dictada por Stalin.
Trotski era una celebridad internacional. La rebeld¨ªa temeraria de Navalni estaba en las primeras p¨¢ginas y en las pantallas de los canales de noticias. Maxim Kuzm¨ªnov no era nadie. Nadie fuera de Rusia y Ucrania hab¨ªa o¨ªdo su nombre ni visto su cara hasta que se hizo p¨²blico su asesinato. Ahora la vemos en las fotos y ya es retrospectivamente la cara de un muerto. Trotski, Navalni, la periodista Anna Politk¨®vskaya, a la que acribillaron a tiros en el ascensor de su casa en 2006, pagaron a conciencia el precio de llamar la atenci¨®n, denunciando los cr¨ªmenes y las corrupciones del r¨¦gimen de Putin. A lo que aspiraba Maxim Kuzm¨ªnov era a volverse invisible. Hab¨ªa desertado del ej¨¦rcito ruso pasando en helic¨®ptero al otro lado de la frontera de Ucrania. Los servicios secretos ucranios le proporcionaron una identidad falsa, dinero suficiente para emprender otra vida en otro pa¨ªs, lo m¨¢s lejos posible. Despu¨¦s de su desaparici¨®n, un alto cargo del Gobierno ruso dijo en un programa de noticias: ¡°Por supuesto que lo vamos a encontrar. Tenemos brazos muy largos que llegan a todas partes¡±.
A algo que s¨ª nos ha ense?ado la literatura es a imaginar la vida de un perseguido que aguarda. Pienso en el cuento indeleble de Hemingway, The Killers, o en otro de Borges, La espera: lo que predomina en los dos es una sensaci¨®n de fatalidad, de cansancio, de angustia inoculada en los pormenores de lo cotidiano, en ese extra?o lugar que ahora es el refugio inseguro. En las fotos y en los v¨ªdeos, Kuzm¨ªnov es un hombre muy joven, que no aparenta sus 28 a?os, la cara carnosa, el pelo negro y brillante, peinado a raya. No le dio tiempo a acostumbrase a su nuevo nombre y quiz¨¢s menos todav¨ªa al nuevo pa¨ªs ex¨®tico, a esa urbanizaci¨®n para veraneantes cerca del mar, en Villajoyosa, Alicante, en la que imaginar¨ªa que nadie iba a reconocerlo. En una acera, delante de un garaje, un escenario para turistas en ba?ador con sombrillas y cubos de pl¨¢stico, Maxim Kuzm¨ªnov pudo tal vez reconocer a sus verdugos nada m¨¢s verlos, antes de que le apuntaran con las armas, con la lucidez ¨²ltima del miedo. Cuando le dieran al o¨ªdo la noticia, la sonrisa muerta de Putin se alargar¨ªa unos mil¨ªmetros. Hay grandes expectativas para esta primavera.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.