En lucha contra la apisonadora
La met¨¢fora visual que resume con descaro c¨ªnico este tiempo es ese anuncio de un nuevo modelo de iPad que la compa?¨ªa Apple se ha apresurado a retirar
Cada ¨¦poca encuentra sus met¨¢foras: im¨¢genes que resumen la realidad y el esp¨ªritu de un tiempo igual que una f¨®rmula qu¨ªmica contiene la composici¨®n de una materia. La met¨¢fora visual que resume con descaro c¨ªnico este tiempo es ese anuncio de un nuevo modelo de iPad que la compa?¨ªa Apple se ha apresurado a retirar nada m¨¢s estrenado, con la rapidez culpable de quien quisiera borrar unas palabras reci¨¦n dichas sin darse cuenta o un gesto incontrolado que revelan justo aquello que m¨¢s quisiera ocultar. Los due?os de Apple, que en gran parte son los due?os del mundo, cultivaban en otras ¨¦pocas m¨¢s cr¨¦dulas una fantas¨ªa publicitaria de creatividad desatada, de una especie de misticismo futurista que estaba entre la psicodelia pop de los ¨²ltimos sesenta y los vapores corporativos de la new age, que parec¨ªan irradiar de la presencia de su l¨ªder, surgiendo como una visi¨®n religiosa o un holograma en aquellos escenarios lejanos como altares, o como cimas de esas monta?as sobre las que desciende una cegadora divinidad, en este caso alg¨²n modelo nuevo y m¨¢s bien superfluo de cualquiera de sus muchos productos. Las religiones establecidas tienen la ventaja de que ya no van a darnos ninguna sorpresa, y algunas hasta contienen principios ¨¦ticos admirables, y bellos pasajes de poes¨ªa en sus textos sagrados. Las religiones de la pol¨ªtica del siglo XX ¡ªel estalinismo, el nacionalismo, el fascismo¡ª no tuvieron m¨¢s patrimonio est¨¦tico ni ¨¦tico que los embustes y las exageraciones intoxicadoras de la propaganda; las religiones tecnol¨®gicas del XXI no han dado de s¨ª por ahora m¨¢s que unos cuantos anuncios y unas efigies de gur¨²s vestidos de dise?o que imitan en todo el hieratismo lit¨²rgico de los antiguos profetas salvadores, as¨ª como su omnipotencia y su omnipresencia, en alg¨²n caso, como el de Steve Jobs, prolongada despu¨¦s de la muerte. Multitudes de sus fieles m¨¢s devotos lo lloraron cuando muri¨®, con el desconsuelo de que se fuera tan pronto, y el desconcierto de que no fuera inmortal; y cada vez que su sucesor en la tierra lanza un nuevo producto, alz¨¢ndolo bajo un rayo de luz en un escenario en penumbra, como si mostrara el Grial, o el c¨¢liz consagrado, esos mismos devotos repartidos por toda la anchura del mundo velan durante noches enteras para conseguirlo cuanto antes, con la misma mansa impaciencia que los peregrinos exhaustos ante la puerta cerrada de un santuario.
El cristianismo pas¨® en un par de siglos de las catacumbas de la clandestinidad a la alianza con los grandes poderes terrenales. En mucho menos tiempo, Apple ha pasado de la est¨¦tica del hippismo y la revelaci¨®n espiritual comprimida en la forma de un iPhone a la cruda amenaza de una apisonadora apocal¨ªptica. Quien no haya visto todav¨ªa el anuncio suprimido debe apresurarse a buscarlo en YouTube. Es obsceno en su brutalidad, en su arrogancia desp¨®tica, en su descarada voluntad de destrucci¨®n y supremac¨ªa. Una canci¨®n de pop blando y ac¨²stico empieza a sonar en un disco de vinilo. ¡°Soy todo lo que necesitas¡±, dice el estribillo en ingl¨¦s. Sobre una ancha mesa met¨¢lica se acumulan todo tipo de objetos, como en aquellas ¡°vanidades¡± del Barroco en las que los pintores reun¨ªan unos libros, una partitura, una copa de oro, un reloj, un cetro, una vela encendida, una calavera, para simbolizar lo transitorio de las vidas y las obras humanas. Quiz¨¢s alguno de los talentos mercenarios del anuncio se inspir¨® en las acumulaciones de esos cuadros: en lo m¨¢s alto una trompeta, y debajo una guitarra, metr¨®nomo, un mont¨®n de cuadernos y libros, tarros y botes de pinturas, una m¨¢quina de escribir, una bater¨ªa, una bola iluminada del mundo, una claqueta, una mesa de sonido, un maniqu¨ª de sastre, una de esas figuras articuladas de madera que se usan en las escuelas de dibujo, un piano sobre el que hay una partitura, una maqueta de arquitecto, una c¨¢mara de fotos, un busto cl¨¢sico, una l¨¢mpara de estudio de brazo flexible, unas cabezas amarillas de goma con los ojos saltones. Mientras sigue sonando la canci¨®n tonta y risue?a, una prensa apisonadora empieza a descender lentamente y va aplastando uno por uno todos esos instrumentos de saberes y oficios. Hay una delectaci¨®n en los detalles: la trompeta aplastada que cruje, el metr¨®nomo que se rompe, la madera y las cuerdas del piano trituradas, el mu?eco de madera cayendo hacia atr¨¢s como una silueta humana aniquilada, los tarros de cristal que se rompen provocando una catarata de pinturas que lo mancha todo. Al final de todo, a la pelota amarilla se le salen los ojos bajo la presi¨®n de la apisonadora, que completa su tarea de aplastamiento sin dejar una fisura.
La religi¨®n triunfadora barre de los altares las estatuas de los antiguos dioses y funde el oro y la plata de sus objetos lit¨²rgicos. En un barato ¨¦xtasis musical, entre nubes de polvo o de humo, la plancha se levanta y en su superficie no queda ni rastro de todas las cosas destruidas. Lo que aparece, inexplicable y misterioso, como los pergaminos o las l¨¢minas doradas de una nueva fe, a la vez inmaterial y tangible, ingr¨¢vido, viviente, es el nuevo iPad. En un cuento de Borges, los guerreros de una tribu invasora queman todos los libros de una civilizaci¨®n, por temor a que contengan injurias a su dios, ¡°que era una espada de hierro¡±. A los se?ores de Apple no les basta con eliminar los libros impresos: como as¨¦pticos talibanes aspiran tambi¨¦n a destruir los instrumentos musicales, las partituras, los altavoces; como iconoclastas de su integrismo tecnol¨®gico quieren borrar las im¨¢genes y triturar las estatuas. El anuncio es la met¨¢fora imp¨²dica de un absolutismo que nos va privando d¨ªa tras d¨ªa de la biodiversidad de tantas cosas cotidianas condenadas a desaparecer en beneficio de un monopolio que se apodera de todo, el monote¨ªsmo de un solo objeto que elimina todos los dem¨¢s, una especie invasora que empobrece y acaba arrasando un ecosistema.
Estas palabras las escribo en un Mac. Al alcance de la mano tengo un smartphone, apagado para asegurarme el silencio mientras trabajo. Pero miro a mi alrededor y me gusta recrearme en la variedad de las cosas que me acompa?an, las necesarias y las in¨²tiles, las que duran mucho tiempo y no se estropean, las que alimentan mi memoria y las que me son tan familiares que cuando estoy us¨¢ndolas no s¨¦ distinguir entre el trabajo y el puro deleite: botes con l¨¢pices, una goma de borrar y un estuche que hacen su servicio y guardan intacto el olor de la escuela, una caja de cart¨®n que contuvo un juguete y en la que he guardado entradas de conciertos y de cine, posavasos de bares, tarjetas de restaurantes, un tarro de cristal con varios tornillos herrumbrosos del puente George Washington que recog¨ª hace a?os a la orilla del r¨ªo Hudson, fotos de mi mujer y de mis hijos en ¨¦pocas diversas de la vida. Y tambi¨¦n cuadernos y borradores y papeles sueltos en los cajones, como un humus f¨¦rtil que tal vez d¨¦ fruto alguna vez, y un calendario en el que apunto a l¨¢piz citas y fechas de entrega, y tinteros con tintas de varios colores, y una pluma de segunda mano con la que he escrito los borradores de dos novelas, y una estanter¨ªa de libros y otra de ced¨¦s en las que puedo ver desplegada como la biograf¨ªa de mis aficiones literarias y musicales, no mediadas por ning¨²n algoritmo, sino por mi capricho soberano. No quiero renunciar a nada. La m¨²sica en ced¨¦ o en vinilo suena mucho mejor que en streaming. Quiero que la tecnolog¨ªa me facilite ciertas cosas en la vida pero no quiero vivir sometido a ella, a las maquinaciones codiciosas de unos plut¨®cratas disfrazados de gur¨²s. No es nostalgia. Es resistencia y rebeld¨ªa contra la apisonadora.
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