Una educaci¨®n sentimental
La cultura es un organismo vivo y en evoluci¨®n, y no debemos ser conservadores al juzgar los gustos del presente, pues es muy probable que lo hagamos desde nuestros prejuicios del pasado
Lo he contado otras veces pero, como las buenas historias (al menos para m¨ª lo es), creo que merece volver a hacerlo, porque fue algo demasiado transcendente que, de manera muy precisa, marcar¨ªa el inicio de una educaci¨®n sentimental.
Ocurri¨® una noche de 1964, cuando yo andaba por mis nueve a?os y un pariente m¨ªo se apareci¨® en mi casa acompa?ado por un amigo porque nuestro viejo tocadiscos familiar todav¨ªa funcionaba. Y, en la Cuba de ese entonces, en la que hac¨ªa a?os no se vend¨ªa ese ni creo que ning¨²n otro equipo el¨¦ctrico dom¨¦stico, tener un televisor que se viera o un tocadiscos que funcionara era poseer un tesoro.
Mi primo y su amigo me distinguieron esa noche con el privilegio de asistir a un milagro: porque quer¨ªan probar una ¡°placa¡± antes de pagar por ella la fortuna que supongo les ped¨ªan. Una placa, necesario resulta explicarlo, era una circunferencia de cart¨®n, del tama?o de los discos de 78 rpm, sobre la cual se adher¨ªa una l¨¢mina magnetizada en la cual, por alqu¨ªmicos procedimientos, pod¨ªa grabarse m¨²sica. No me pregunten c¨®mo, el caso es que aquello funcionaba. Y la placa de marras conten¨ªa, reci¨¦n llegadas a Cuba, dos canciones de unos muchachos ingleses que estaban revolviendo el mundo. Esos cuatro j¨®venes hab¨ªan formado una agrupaci¨®n llamada The Beatles y la placa tra¨ªa estampados dos de sus m¨¢s recientes ¨¦xitos: A Hard Day¡¯s Night y And I Love Her.
Esa noche, mientras escuch¨¢bamos esas canciones, yo estaba sufriendo una de mis conmociones m¨¢s memorables. Una verdadera epifan¨ªa. Porque esa m¨²sica se convirti¨® no solo en una muesca en mi sensibilidad, sino y sobre todo, en una adquisici¨®n indeleble pues me estaba creando una adici¨®n de la que ya nunca me recuperar¨ªa.
Fue tambi¨¦n por esos a?os cuando hab¨ªa comenzado a bosquejar mis gustos literarios. Era aquel tiempo en que perd¨ªamos la virginidad intelectual leyendo novelas de Julio Verne y Emilio Salgari. Sin embargo fue cuando le¨ª El Conde de Montecristo, la novela de Alejandro Dumas, y sufr¨ª cada uno de los avatares de sus personajes, el momento en que descubr¨ª el poder de seducci¨®n y manipulaci¨®n de la buena literatura.
En ese mismo pa¨ªs y ¨¦poca en que muchas veces acced¨ªamos a m¨²sicas y libros por caminos alternativos, con mis amigos del barrio sol¨ªamos irnos a los cines habaneros y, sin tener una idea definida del privilegio de que ¨¦ramos beneficiarios, pudimos ver las pel¨ªculas de directores como Fran?ois Truffaut, Luchino Visconti, Akira Kurosawa, Andrzej Wajda, Stanley Kubrick, Carlos Saura o Federico Fellini, e incorporamos a nuestras posesiones las historias del Gatopardo, de Rocco y sus hermanos, del perverso pero simp¨¢tico Ripley de A pleno sol.
Crec¨ªamos, ya ¨¦ramos casi adultos cuando pudimos vivir el momento no menos iluminador en que, como una explosi¨®n con ruido y todo (?boom!), casi por mandato generacional debimos leer a unos escritores que se pusieron de moda, porque el riesgo de no hacerlo era que pod¨ªas perder referencias, ser excluido de las conversaciones. Y nos hicimos fieles lectores de Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Julio Cort¨¢zar, Juan Rulfo, Alejo Carpentier, y de Guillermo Cabrera Infante, que a?ad¨ªa el morbo de que deb¨ªamos leer su obra con la portada forrada para ocultar que se trataba Tres tristes tigres. Y sac¨¢bamos esos libros, creo, de debajo de las piedras, quiz¨¢s de las mismas de las que extra¨ªamos los casetes de esa m¨²sica salsa que no se radiaba en Cuba y que nos pon¨ªan a bailar, mientras aprend¨ªamos las canciones de Silvio Rodr¨ªguez y Pablo Milan¨¦s y las interpretaciones de un Joan Manuel Serrat que llev¨® a leer a Antonio Machado¡ Y con aquella banda sonora, esas im¨¢genes en movimiento, esos libros, nos hicimos adultos y due?os de unas preferencias art¨ªsticas que nos confirieron una privilegiada educaci¨®n sentimental.
Cada ¨¦poca, se sabe, tiene la expresi¨®n cultural que le corresponde. Y la que a mi generaci¨®n le toc¨® en suerte en sus a?os formativos sucedi¨® en aquel tiempo en el cual a¨²n ni se so?aba con que existir¨ªan ordenadores personales y tel¨¦fonos m¨®viles ni medios de comunicaci¨®n e informaci¨®n como internet, el correo electr¨®nico o las redes sociales. La revoluci¨®n tecnol¨®gica que se comienza a vivir unos a?os m¨¢s tarde, ese salto mortal que signific¨® el paso a la era digital, seguramente ha sido una de las m¨¢s grandes revoluciones sociales y culturales que ha vivido la humanidad. El acceso a la informaci¨®n y al consumo art¨ªstico se abarata y democratiza, se multiplican las v¨ªas de acceso al conocimiento y disfrute est¨¦tico, y los j¨®venes que crecen en el siglo XXI podr¨ªan considerarse mucho m¨¢s privilegiados que aquellos con posibilidades tan rudimentarias como las que tuvimos los de mi tiempo formativo.
Pero algo ha pasado en las sociedades, o algo se ha hecho que suceda en ellas y ese proceso mucho est¨¢ teniendo que ver con la educaci¨®n sentimental que van recibiendo quienes hoy viven la plenitud de la adolescencia y la juventud. Para empezar, los referentes han cambiado y, por ejemplo, muchos de los best sellers que leen vienen firmados por influencers o youtubers reciclables.
Y, bueno, ya se sabe que la cultura es un organismo vivo, que evoluciona, y no debemos ser conservadores al juzgar las preferencias del presente, pues es probable que lo hagamos desde nuestros prejuicios de seres llegados del pasado. Admitamos que hoy, como reflejo de los tiempos, los m¨¢s j¨®venes habitantes de nuestros entornos pueden preferir modalidades musicales como el reguet¨®n o el dembow adoptado por m¨²sicos hispanos del Caribe, y que son cultivados por megaestrellas como Bad Bunny, Karol G., Yail¨ªn la M¨¢s Viral, o la dominicana Tokischa.
Esa angelical Tokischa¡ªella asegura que su nombre significa ¡°un ¨¢ngel ca¨ªdo del cielo¡±¡ª, estrella rutilante del dembow, ha tenido ¨¦xitos notables con piezas como Delincuente, que interpreta junto a sus colegas Anuel AA y ?engo Flow, una creaci¨®n cuyo v¨ªdeo alcanz¨® cerca de 100 millones de visualizaciones y en el cual los artistas entregan toda una visi¨®n del mundo. La canci¨®n, mel¨®dicamente elemental como corresponde al g¨¦nero, atraviesa lo soez para asomarse al porno, verbalmente expresado e ilustrado con im¨¢genes escatol¨®gicas y sexistas de nalgas y pelvis en movimientos que llegan a parecer m¨¢s zool¨®gicos que humanos, mientras se enfoca a alguien defecando. Tan expl¨ªcita en sus mensajes es Delincuente, como la colaboraci¨®n entre la muy famosa Rosal¨ªa y Tokischa, el super¨¦xito Linda, en que una de ellas afirma que llega tarde a la cita amorosa homo pues estaba teniendo sexo (dicho con otras palabras) con otra amante voraz¡ Lo m¨¢s llamativo de las presentaciones de varios de estos artistas es que su trabajo tiene el soporte de grandes consorcios del espect¨¢culo y los negocios. O sea, que de su origen de ¡°urbano¡± e inconforme, ya no suele quedar ni el recuerdo. El dembow y sus parientes hoy forman parte del mainstream cultural.
Ya se sabe que las fiebres juveniles pueden tener expresiones extremas. Pero tambi¨¦n que las trazas de una educaci¨®n sentimental marcan, mucho, el destino de las personas. Y si manifestaciones como el dembow es un reflejo del arte en boga de este tiempo (en realidad es una consecuencia de determinadas causas), pues voy a rescatar mi viejo tocadiscos para escuchar por en¨¦sima vez A Hard Day¡¯s Night.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.