Funci¨®n de gala
En el Festival Iberoamericano de Circo volv¨ª al mundo prodigioso de los lanzadores de cuchillos, los acr¨®batas a¨¦reos y los voladores que se elevan por los aires colgados del pelo
Cuenta Rub¨¦n Dar¨ªo que tendr¨ªa unos 13e a?os cuando se despert¨® en ¨¦l ¡°una er¨®tica llama¡± provocada por ¡°una apenas p¨²ber saltimbanqui norteamericana, que daba saltos prodigiosos en un circo ambulante¡±. Se llamaba Hortensia Buislay. ¡°Como no siempre consegu¨ªa lo necesario para penetrar en el circo¡±, dice, ¡°me hice amigo de los m¨²sicos y entraba a veces, ya con un gran rollo de papeles, ya con la caja de un viol¨ªn; pero mi gloria mayor fue conocer el payaso, a quien hice repetidos ruegos para ser admitido en la far¨¢ndula. Mi inutilidad fue reconocida. As¨ª, pues, tuve que resignarme a ver partir a la tentadora¡±.
Cuando el circo levant¨® la carpa para irse a otra plaza, el poeta ni?o, que as¨ª lo llamaban porque ya ten¨ªa fama de versificador prodigioso, quiso irse tras la maromera de sus desvelos, quiz¨¢s de acomodador de las silletas port¨¢tiles de las lunetas; pero los adultos, due?os de la sensatez que es siempre tan aburrida y mon¨®tona, se lo impidieron.
He recordado este episodio, y los de mi propia infancia que tienen que ver con trapecistas, malabaristas, amazonas e ilusionistas, anoche que fui invitado por mis vecinos del circo Price a una espl¨¦ndida funci¨®n en la que se presentaban los artistas del Festival Iberoamericano de Circo; y como si entrara de cabeza en el t¨²nel del tiempo volv¨ª al mundo prodigioso de los lanzadores de cuchillos, los acr¨®batas a¨¦reos, y los voladores que se elevan por los aires colgados del pelo.
Me basta detenerme frente a Los saltimbanquis de Dor¨¦, El payaso musical de Renoir, El circo azul de Chagall, la Familia de acr¨®batas con mono de Picasso, o Gente de circo de Botero, y vuelve a mis o¨ªdos el cabrioleo juguet¨®n del clarinete de mi t¨ªo Carlos Jos¨¦ Ram¨ªrez que acompa?aba la salida de los payasos, contratado para tocar en las funciones cada vez que un circo ambulante acampaba en Masatepe.
Julio Verne inaugur¨® el circo de Amiens en 1889 con un discurso que mereci¨® repetidas interrupciones de aplausos, y qu¨¦ envidiable me resulta la imagen de un escritor hablando bajo la luz de los reflectores, antes de la entrada triunfal de los payasos; y en La vuelta al mundo en ochenta d¨ªas Jean Passepartout, el escudero de Phileas Fogg, que entre muchos otros oficios en su vida ha sido cirquero, asegura el pasaje en barco para llegar a California, la siguiente etapa del viaje, volviendo a trabajar en un circo.
A la ni?ez nos devuelve Chaplin en El circo, Charlot, el fugitivo perseguido por la polic¨ªa, de pronto en la cuerda floja, de pronto encerrado en la jaula del le¨®n. Y a la ni?ez vuelve Ingmar Bergman con su circo Alberti en Noches de Circo, ese desfile de los artistas por la calle para anunciar la funci¨®n que est¨¢ en mis propios recuerdos, la m¨²sica de la banda que estalla de pronto y te empuja a correr a la puerta de la casa, los payasos que avanzan subidos a los zancos, los tragafuegos que avientan llamaradas por la boca, las l¨¢nguidas contorsionistas con sus pobres mallas remendadas que saludan con sonrisas congeladas.
Y el inolvidable homenaje de Fellini a los circos de su infancia en Los payasos, que tambi¨¦n est¨¢ en mis propios recuerdos, porque una imagen vista lleva siempre a otra imagen vivida. El faquir, tan flaco que se le pueden medir las costillas, enterrado vivo bajo siete cuartas de tierra, la mujer forzuda de pelo en pecho capaz de derrotar a una tropa de machos valientes; la mujer sirena de gre?as hirsutas que se alimenta de pescado crudo, y los viejos payasos, los m¨¢s tristes del mundo, que cuentan sus vidas frente a la c¨¢mara; una pel¨ªcula rodada en el circo de Amiens que ahora se llama, y no hay desperdicio en el homenaje, circo Julio Verne, igual que deber¨ªa haber un circo Fellini con sus mujeres barbudas, sus gigantes de siete leguas y sus terneros de dos cabezas.
Los circos de mi propia infancia eran pobres de solemnidad, y la luz que los ilumina en mi memoria no deja de ser mortecina. A falta de un le¨®n sal¨ªa a escena una cabra matem¨¢tica que sab¨ªa contar con las patas, o hab¨ªa un mono l¨²brico cuya gracia era abalanzarse sobre las mujeres con intenciones poco recatadas.
O don Torcuato, el burro de Firuliche, el m¨¢s c¨¦lebre de los payasos centroamericanos, que atend¨ªa la indicaci¨®n de su due?o de saludar con una inclinaci¨®n de cabeza a mi padre, alcalde municipal, sentado en la primera fila; o el mago Fuller que atravesaba con filosas espadas la caja rojo granate donde hab¨ªa encerrado a su ayudante vestida de lentejuelas.
Y porque estos circos sin fortuna las m¨¢s de las veces no ten¨ªan carpa, entonces, en los tinglados a la luz de la luna, como ahora desde mi asiento en el circo Price, contemplaba el vuelo de los trapecistas que ejecutaban su triple salto mortal mientras estallaba el crescendo del redoblante.
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