Hacen un desierto
En Afganist¨¢n, en 2001, los aviones americanos bombardeaban ruinas de otras guerras; en Gaza, la aviaci¨®n israel¨ª ha perfeccionado aquella estrategia b¨¦lica
Es instructivo asistir a un enloquecimiento colectivo en el que uno no participa, aunque haya compartido el duelo por la tragedia que lo desat¨®. Recuerdo la emoci¨®n de formar parte de una multitud silenciosa congregada en uno de esos tibios atardeceres suntuosos de septiembre en Manhattan, llenando todo el espacio de Washington Square, uno o dos d¨ªas despu¨¦s del ataque a las Torres Gemelas, cuando sobre las calles que se extienden desde el lado sur de la plaza segu¨ªa elev¨¢ndose la columna gigante de humo negro, y el aire ol¨ªa a ceniza mojada y a materia org¨¢nica pulverizada y en descomposici¨®n. Seg¨²n se hac¨ªa de noche se multiplicaban las velas encendidas, igual que las luces en los ventanales de los bellos edificios universitarios. Haber asistido de cerca a aquel golpe de barbarie y deambular entre las personas que exhib¨ªan fotos de seres queridos impresas en color, con sus nombres al pie, en los alrededores de los hospitales, por si alguien los hab¨ªa visto, era sentirse identificado con tanto dolor, y rebelarse contra la inconcebible destrucci¨®n, de tantas vidas aniquiladas en unos pocos minutos en nombre de una religi¨®n apocal¨ªptica. El dolor nos creaba lazos tempranos de solidaridad en aquella ciudad en la que a¨²n ¨¦ramos extranjeros.
Pero la locura colectiva que vino despu¨¦s nos devolvi¨® a nuestra extranjer¨ªa europea y espa?ola. Todo se llen¨® inmediatamente de banderas y de exhibiciones de un patriotismo vengativo. Nunca en mi vida he visto tantas banderas, en todas partes, en todos los formatos y tama?os, en la televisi¨®n, en los escaparates, en las ventanas, en los coches, en las camisetas, en los pa?uelos de cabeza, en las funerarias, en las tiendas baratas de souvenirs y baratijas electr¨®nicas de Chinatown y en las que parecen cofres de vidrio blindado en Madison y la Quinta Avenida. Personas con el pelo muy rizado aprovechaban para atravesarlo con palitos de banderas. Hab¨ªa banderas en los manillares de las bicicletas, en las enormes Harley-Davidson, banderas gemelas en los talones de los patinadores. George W. Bush y su camarilla de halcones aprovechaban la marea belicosa del patriotismo para acelerar la invasi¨®n de Afganist¨¢n. Alguien que conservaba algo de lucidez vaticin¨®: ¡°Vamos a bombardear ruinas¡±.
La locura colectiva sigui¨® creciendo hasta la invasi¨®n de Irak. En Afganist¨¢n, al menos, hab¨ªa estado Osama Bin Laden, aunque no llegaron a alcanzarlo las bombas que efectivamente cayeron sobre ruinas de una guerra anterior. Hay unanimidades terror¨ªficas: los medios de prestigio participaron en el entusiasmo b¨¦lico y en las mentiras que lo alimentaba exactamente igual que los tabloides populacheros. En el Senado el ¨²nico voto en contra de la guerra fue el de Barack Obama, que empez¨® a llamar la atenci¨®n por esa rareza. Habl¨¦ con un periodista muy conocido y nada reaccionario de Nueva York, cuando el Gobierno de Espa?a retir¨® nuestras escasas tropas, y me dijo abiertamente que tal vez el motivo de esa retirada era la cobard¨ªa de los espa?oles, que nos habr¨ªamos rendido al islamismo despu¨¦s del atentado del 11 de marzo. Le record¨¦ que nosotros llev¨¢bamos lidiando muchos a?os con una banda terrorista sanguinaria y hab¨ªamos aprendido que el terrorismo solo se combate con algo de eficacia gracias a las investigaciones de la polic¨ªa y de los jueces, y con un respeto absoluto por la legalidad democr¨¢tica. En esa ¨¦poca muy pocas voces se alzaban todav¨ªa en Estados Unidos contra el uso de bombardeos indiscriminados, la tortura y las ejecuciones sumarias.
Pasados los a?os vi un rebrote de aquella locura colectiva de venganza. El silencio del domingo por la noche en una zona tranquila de Nueva York qued¨® de pronto interrumpido por gritos y petardos, por ese bramido de masculinidad que celebra el triunfo de un equipo de f¨²tbol. Como en 2001 y 2003, la gente coreaba: ¡°U-S-A!, U-S-A!¡± La noche silenciosa se convirti¨® en una gran algarab¨ªa. Estaban celebrando la noticia del asesinato de Osama Bin Laden, el cumplimiento de una venganza que hab¨ªa tardado 10 a?os en llegar, y hab¨ªa dejado en su estela centenares de miles de muertos.
El otro d¨ªa vi las im¨¢genes de israel¨ªes j¨®venes y bronceados, ba?istas en una playa, saltando y abraz¨¢ndose por el mensaje que estaban transmitiendo unos altavoces, la muerte del l¨ªder de Ham¨¢s, Yahia Sinwar, ejecutado en un edificio de Gaza que ya estaba medio destruido por las bombas. En Afganist¨¢n, en 2001, los aviones americanos bombardeaban ruinas de otras guerras; en Gaza, la aviaci¨®n israel¨ª ha perfeccionado aquella estrategia b¨¦lica, y bombardea reiteradamente las ruinas que ella misma ha provocado unos d¨ªas antes, y aterroriza a los fugitivos que han escapado de bombardeos anteriores. No creo que haya una persona decente en el mundo que no comprendiera la rabia y el luto por las v¨ªctimas del asalto de Ham¨¢s el 7 de octubre, y no sienta asco hacia los signos de alegr¨ªa con que algunos de aquellos verdugos maltrataban a sus v¨ªctimas. Pero tampoco quedar¨¢n muchas personas decentes que no se indignen y cierren los pu?os de impotencia hacia la brutalidad genocida de la venganza de Israel, tan desmedida como la de Estados Unidos despu¨¦s del 11 de septiembre, tan aprovechada tambi¨¦n por turbios estrategas y fan¨¢ticos de la ¨¢spera crueldad del Antiguo Testamento para avanzar en un proyecto expl¨ªcito no ya de someter al adversario, sino de eliminarlo, en cumplimiento de las consignas de agresi¨®n y matanza emitidas en persona por Jehov¨¢ en los vers¨ªculos m¨¢s aterradores de la Biblia. No es un delirio minoritario, o secreto: lo manifiestan en p¨²blico cada d¨ªa esos ministros integristas israel¨ªes que llaman abiertamente a la aniquilaci¨®n o la expulsi¨®n de los enemigos palestinos, y esa parte al parecer mayoritaria de la poblaci¨®n que aprueba cada nueva escalada de barbarie en la guerra y ha devuelto la popularidad a un individuo tan indeseable como Benjam¨ªn Netanyahu. Me acuerdo de los israel¨ªes ¨ªntegros a los que he conocido, los defensores del laicismo, los que participan o participaban en organizaciones de defensa de los derechos de los palestinos, los que se manifestaban contra el apartheid en Cisjordania y contra el supremacismo jud¨ªo. Me pregunto cu¨¢ntos de ellos resisten sin claudicar a la locura. Me gustar¨ªa escuchar de nuevo la voz sensata y triste de David Grossman.
El lat¨ªn lapidario de T¨¢cito hace que cualquier traducci¨®n sea un exceso palabrero. Tambi¨¦n tiene una dureza inalterable al tiempo, como un pu?al de obsidiana. Sus palabras sirven igual ahora que hace dos mil a?os. La frase m¨¢s recordada de los Anales de T¨¢cito la dice un jefe de las tribus nativas de Britania sobre los legionarios romanos que acaban de conquistar el pa¨ªs: ¡°Hacen un desierto y lo llaman paz¡±. En Afganist¨¢n, en Irak, Estados Unidos hicieron m¨¢s desierto todav¨ªa lo que ya era un desierto, y lo llamaron paz, o Mission accomplished, misi¨®n cumplida, en las palabras de grotesca arrogancia de George W. Bush, justo cuando empezaba en Irak una insurrecci¨®n que iba a alimentar el integrismo islamista y a?adir ruinas a las ruinas, y cad¨¢veres a las monta?as de cad¨¢veres. Se cita menos la frase inmediatamente anterior de T¨¢cito: ¡°Al robo, a la matanza, al pillaje, le dan el nombre mentiroso de gobierno¡±. No sabemos todav¨ªa el nombre que el Gobierno de Israel le dar¨¢ a lo que est¨¢ haciendo en Gaza, en Cisjordania, en el sur del L¨ªbano. Ahora, adem¨¢s de ruinas de ruinas, han empezado a bombardear las ruinas romanas de la ciudad inmemorial de Tiro, con una furia destructiva parecida a la de los islamistas que dinamitaron los budas gigantes de Afganist¨¢n, o las magn¨ªficas ruinas cl¨¢sicas de Siria. El desierto al que alg¨²n d¨ªa llamar¨¢n paz ser¨¢ un bald¨ªo inhabitable, incluso para ellos.
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