Cr¨®nica del d¨ªa en que Madrid enmudeci¨®
Un recorrido del 11-M a trav¨¦s de los recuerdos de Montserrat Soler, que aquella ma?ana de hace 20 a?os perdi¨® a su hermana en el mayor atentado terrorista de la historia de Espa?a
Montserrat Soler asegura que aquella ma?ana se despert¨® rara, con un presentimiento oscuro y para describirlo hace un gesto con la boca de desagrado. Tal vez esa sensaci¨®n sea simplemente un recuerdo inventado por el peso de lo que vino despu¨¦s. O tal vez no, y algo en Montserrat fue capaz de adivinar lo que se avecinaba. Ella cuenta que, aquel jueves, se monta a las siete y algo de la ma?ana en el coche para recoger a una amiga e ir juntas al trabajo. A la altura del puente de Juan Bravo ¡ªMontserrat rememora esa jornada con una precisi¨®n escalofriante¡ª le pasa su tel¨¦fono Nokia, aquellos de la antenita plegable, a su amiga. Quiere que llame a su hermana Susana, a fin de coordinar el 50 cumplea?os de Montserrat, el 18. Pero su hermana, cuatro a?os menor, no coge el tel¨¦fono, no contesta. Las dos amigas charlan, camino de Nuevos Ministerios, sin encender la radio, sin enterarse de lo que pasa, de lo que acaba de pasar.
Entre las 7.38 y las 7.40 han estallado 10 bombas en cuatro trenes distintos de la l¨ªnea de cercan¨ªas en los que viajan unas 6.000 personas: uno se encontraba en la estaci¨®n de Santa Eugenia; otro, en la de El Pozo; otro, en la calle T¨¦llez, a un paso de Atocha, y el cuarto en la misma estaci¨®n principal de Madrid. En el tren que se par¨® en la calle T¨¦llez, los terroristas escondieron cuatro bombas en cuatro vagones. En uno de ellos viaja Susana Soler, que cuando iba apurada de tiempo, en vez de arriesgarse con el autob¨²s, se decid¨ªa por el tren.
Los vecinos de la calle T¨¦llez, cuya casa da a las v¨ªas y que se asoman a la ventana en ese momento, asustados por la detonaci¨®n, solo ven al principio una nube de humo negro que se disipa r¨¢pidamente. Despu¨¦s, alcanzan a distinguir a algunos viajeros que salen como pueden de los vagones y que, aturdidos por el ruido, confundidos por la explosi¨®n, se ponen a caminar por las v¨ªas sin saber bien hacia d¨®nde. Susana no va entre ellos: ha quedado malherida en uno de los vagones.
A las ocho menos 10 de la ma?ana, la radio ya informa de manera muy imprecisa: habla de una explosi¨®n en las v¨ªas del AVE, de un vag¨®n vac¨ªo, de que no hay heridos. Poco despu¨¦s, Montserrat llega al trabajo, en una empresa de aluminio de la que ella es secretaria del presidente. Para entonces ya se conoce algo m¨¢s, hay m¨¢s detalles. Sus compa?eros la informan, la alertan, le preguntan, saben que su madre y su hermana viven en el barrio de Santa Eugenia. Ella echa cuentas, calcula los horarios de Susana y vuelve a llamarla, pero el tel¨¦fono contin¨²a mudo. ¡°Luego me llamaron del trabajo de ella, preocupados porque no hab¨ªa llegado. Mis compa?eros se pusieron a ayudarme, a despejar tel¨¦fonos para poder llamar a m¨¢s sitios. Llam¨¦ a los hospitales, a mi hermano, a mi prima, a mi cu?ado¡¡±.
No solo Montserrat llama. A esa hora, Madrid entero se est¨¢ llamando por tel¨¦fono. Las emisoras de radio difunden que los telefonazos se centralicen en el 112 y piden adem¨¢s que dejen las calles libres en la zona de los atentados. En los 20 minutos siguientes a la explosi¨®n, se reciben 200 llamadas de angustia en el 112. Los heridos llegan sobre todo al hospital Gregorio Mara?¨®n, el m¨¢s cercano a los lugares de los estallidos. Por eso, la calle del Doctor Esquerdo es una alucinaci¨®n ensordecedora de sirenas de ambulancias y de pitidos de taxis y de coches con heridos lanzados a toda velocidad rumbo a la entrada de Urgencias. En poco m¨¢s de una hora, ingresan 229 personas. Jam¨¢s ese hospital hab¨ªa soportado una presi¨®n semejante.
A eso de las 10 de la ma?ana, Montserrat, que sigue atada a los tel¨¦fonos, cada vez m¨¢s asustada, recibe la llamada de su prima, que ha ido precisamente al Gregorio Mara?¨®n a donar sangre. ¡°Me dijo: ¡®Susi est¨¢ aqu¨ª¡¯¡±, cuenta. ¡°El jefe me prest¨® su coche con el ch¨®fer para que fuera m¨¢s r¨¢pido. Cuando llegu¨¦, ya estaba mi cu?ado, el marido de Susana, y mi hermano. Jam¨¢s olvidar¨¦ el vest¨ªbulo del hospital porque era un caos¡±. Hay cientos de familiares que se agolpan en los mostradores gritando nombres. Algunos piden informaci¨®n, otros la dan: aportan a los enfermeros o a los celadores datos o pistas que ayuden a identificar a las personas de las que a¨²n no saben nada: un piercing, una operaci¨®n de apendicitis, un diente de oro¡ Otros esperan con la angustia en la boca las listas de heridos o a que alguno de los m¨¦dicos nombre a su hijo o a su padre o a su amigo. Hay un mostrador bajo un cartel aterrador que reza: ¡°Familiares que no est¨¢n en las listas¡±.
A Montserrat, a su prima, a su cu?ado Mariano y a su hermano los conducen a una sala aparte. Les ense?an un pendiente de Susana que Montserrat reconoce. Una enfermera y un psic¨®logo les explican que lleg¨® con un hilo de vida, pero que muri¨® en el quir¨®fano. Ni siquiera hay tiempo para dejarse llevar, para hundirse en el espanto de lo que acaban de o¨ªr. ¡°Nuestra preocupaci¨®n era el ni?o, que ten¨ªa ocho a?os, el hijo de Susana y Mariano, que a esa hora, las 11 m¨¢s o menos, estaba en el colegio. Le preguntamos al psic¨®logo c¨®mo ten¨ªamos que actuar¡±. Con las instrucciones de c¨®mo dar la peor noticia de su vida a un ni?o de ocho a?os y con la advertencia de que los avisar¨ªan en cuanto trasladaran el cad¨¢ver, la familia sale en direcci¨®n de Santa Eugenia. Mariano intuye que su hijo Rodrigo algo sabe del atentado, porque al llevarlo esa ma?ana al colegio han visto las ambulancias en la estaci¨®n. En el colegio los espera el director, que les cede el despacho. Se sientan enfrente del ni?o. El padre empieza con una pregunta: ¡°?Te acuerdas de las ambulancias de esta ma?ana?¡±. Mariano le explica a su hijo. Lo hace despacio, suavemente, con palabras claras, sin mentirle en ning¨²n momento, con toda la delicadeza de que es capaz. Despu¨¦s, Rodrigo se abraza a su padre y a su t¨ªa y pregunta por su abuela, la madre de su madre, de 80 a?os, que tambi¨¦n vive en Santa Eugenia.
Barrio enloquecido y desquiciado
Montserrat recuerda el barrio enloquecido y desquiciado de esa ma?ana, sacudido por la explosi¨®n, atemorizado por lo que ve en los telediarios, conmocionado por la muerte de sus vecinos. Recuerda llegar a la casa de su madre, el dolor incalculable de esa casa, tambi¨¦n desquiciada y enloquecida. Recuerda estar pendiente de su madre y de su sobrino. Despu¨¦s la avisan de que Susana, junto al resto de los cad¨¢veres, va a ser trasladada a una nave del IFEMA, los recintos feriales de Madrid. El Ayuntamiento, tras sopesar otras posibilidades y ante el n¨²mero creciente de muertos, ha decidido convertir los pabellones vac¨ªos en una improvisada y gigantesca funeraria.
A unos 50 metros del pabell¨®n 6, los familiares son recibidos por una legi¨®n de psic¨®logos y de personal de servicios de urgencia. Hay una sala de reuniones en el recinto acondicionada para acoger a aquellos que deben enfrentarse a la muerte de un ser querido. Poco a poco, a partir de la una de la tarde, el IFEMA se va llenando de gente desesperada que ha peregrinado sin ¨¦xito de hospital en hospital, sin encontrar nunca en la lista de heridos el nombre que buscan. Hay psic¨®logos, sanitarios, voluntarios, personal de protecci¨®n civil, incluso una cuarentena de sacerdotes enviados por el arzobispado. Todos tienen la misma misi¨®n: confortar a los que van llegando, bien porque saben que el cad¨¢ver de su familiar est¨¢ ah¨ª, bien porque empiezan a sospecharlo.
Montserrat y Mariano llegan tambi¨¦n al IFEMA. Permanecer¨¢n all¨ª toda la tarde y toda la noche. El tiempo viene pautado por los anuncios de megafon¨ªa del nombre y los dos apellidos de una v¨ªctima, seguido de los gritos ag¨®nicos de los familiares de la persona mencionada. Montserrat asegura que se acuerda perfectamente, 20 a?os despu¨¦s, de esos gritos. Tambi¨¦n del batall¨®n de personas que los ayudaban. ¡°Si desfallec¨ªas por lo que fuera, si te apoyabas en una columna porque estabas cansado, acud¨ªa un psic¨®logo a preguntarte, a echarte una mano¡±.
Desde la tarde, Madrid es una ciudad noqueada, golpeada, dolorida. La nerviosa actividad solidaria de los primeros momentos (los taxis cargando heridos, los donantes de sangre colapsando los hospitales, la gente tratando de ayudar en lo que sea) ha dejado paso a una necesidad de recogerse, de refugiarse. Los restaurantes est¨¢n vac¨ªos, las calles laten casi sin pulso. En la calle de Ibiza, sin embargo, al lado del Gregorio Mara?¨®n, hay un bar repleto que no cierra a altas horas de la madrugada: al entrar, se ven decenas de personas con rasgos de agotamiento en la cara, sentadas en c¨ªrculo, viendo en silencio la televisi¨®n, que emite en bucle noticias e im¨¢genes del atentado. Son los familiares de los heridos, que pasan la noche en el hospital.
A esa hora, no muy lejos de ah¨ª, en un descampado de Vallecas, un artificiero especialista de la polic¨ªa trata de desactivar una de las bombas que viajaban en los trenes, pero que, por un mal acople de los cables, no explot¨®. Fue encontrada hace horas en la comisar¨ªa de Vallecas, en una mochila, confundida entre los cientos de bolsos abandonados por los viajeros del tren de El Pozo. El especialista, jug¨¢ndose la vida, consigue finalmente desactivar la bomba. El tel¨¦fono m¨®vil que sirve de temporizador y detonante ser¨¢ el hilo del que empiece a tirar la polic¨ªa para detener a los culpables de la matanza, que, en contra de lo que asegura repetida e intencionadamente el Gobierno de Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar, no tienen nada que ver con ETA.
El viernes 12 ser¨¢ un d¨ªa feo, nublado y triste en Madrid. Ya ha amanecido cuando Montserrat y Mariano comprenden que les ha llegado el turno. Por el circuito de megafon¨ªa se oye: ¡°Familiares de Susana Soler Iniesta¡±. No hay sitio en el tanatorio de la M-30 para velarla. Van al de Carabanchel. El s¨¢bado, la incineran en el cementerio de La Almudena. Esa tarde de s¨¢bado, en la que no para de llover, cientos de miles de personas se manifiestan en el centro de Madrid, desde la plaza de Col¨®n hasta Atocha. El silencio y el recogimiento de la marcha saltan en pedazos cuando llega el presidente Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar y la concentraci¨®n se revuelve en el ya famoso grito ¡°?Qui¨¦n ha sido?¡±. La pregunta es una manera de decirle a la cara al Gobierno que saben que los est¨¢ enga?ando y no les cuenta toda la verdad, que est¨¢ jugando con el atentado para ganar las elecciones del domingo.
Mientras, en esa mala tarde lluviosa, en un peque?o piso del barrio de Santa Eugenia, Montserrat acompa?a a su madre, a su cu?ado y a su sobrino, ajena a la manifestaci¨®n y a todo lo que no sea el dolor sin fondo de su familia y el suyo propio. El domingo, despu¨¦s de enterrar en el cementerio de Vallecas las cenizas de Susana, acudir¨¢ a votar. Lo har¨¢ sin rabia, sin ser consciente de la pol¨¦mica que devora el pa¨ªs, empujada tan solo por un deber c¨ªvico y la convicci¨®n de que si Susana no hubiera muerto habr¨ªan ido juntas. ¡°Vot¨¦ por ella y por m¨ª¡±.
D¨ªas despu¨¦s, comenzar¨¢ a leer los peri¨®dicos y a enterarse.
Y 20 a?os despu¨¦s, reconoce que la denominada teor¨ªa de la conspiraci¨®n ¡ªel bulo que atribuye, sin pruebas, que la autor¨ªa del atentado en el que murieron 192 personas y resultaron heridas 1.900 no recae en los yihadistas condenados¡ª le ha hecho mucho da?o. ¡°Me ha revictimizado. A veces hasta me siento culpable y siento que tengo que pedir perd¨®n a una parte de la sociedad porque a mi hermana no la mataron los de ETA, sino los otros¡±.
A punto de cumplir 70 a?os, a Montserrat le obsesiona que el atentado se olvide, que la sociedad olvide a los muertos, y por eso forma parte de la Asociaci¨®n 11-M Afectados por el Terrorismo.
Mariano, el marido de Susana, vendi¨® la tienda de fotograf¨ªa de la que viv¨ªa a fin de compaginar mejor los horarios con los de su hijo.
Rodrigo, el hijo, es hoy un hombre de 28 a?os a punto de terminar un m¨¢ster. ¡°Un m¨¢ster de Psicolog¨ªa¡±, precisa con un punto de orgullo la t¨ªa. ¡°Al final, nos ha salido psic¨®logo¡±.
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