Pendiente de un hilo
Aurora Intxausti, Juan Palomo y su hijo, a los que ETA trat¨® de asesinar hace 24 a?os, forman parte de la borrosa multitud de quienes no pueden permitirse el lujo del olvido
No hay vida que no est¨¦ a cada momento pendiente de un hilo. Uno empuja la puerta al salir de casa de una cierta manera o aprovecha la espera en la parada del autob¨²s para llamar por tel¨¦fono y no sabe que est¨¢ jugando temerariamente a la ruleta rusa. Una ma?ana de noviembre, a la hora urgente de los trabajos y las escuelas, un hombre se adelanta en el pasillo a su mujer y a su hijo de a?o y medio, abre la puerta, va a salir al rellano, con la prisa de todos los d¨ªas, pero quiz¨¢s hoy va con retraso y por eso abre m¨¢s bruscamente, y nada m¨¢s hacerlo, en vez de seguir el automatismo de todos los d¨ªas, se detiene un momento, porque en el felpudo hay una maceta, quiz¨¢s un regalo que ha dejado alguien la noche anterior. La imagen banal aunque tambi¨¦n chocante de la maceta se corresponde con un ruido raro, ¡°como el de un petardo¡±, recuerda este hombre, el periodista Juan Palomo, 24 a?os despu¨¦s. Entonces cierra la puerta, con un sobresalto que le acelera el coraz¨®n, y va a la habitaci¨®n m¨¢s cercana a ella, donde su mujer, Aurora Intxausti, le est¨¢ poniendo el gorro de lana al ni?o, al que estaban a punto de llevar a la guarder¨ªa. Hay pormenores que el tiempo no borra, marcadores de alarma en lo m¨¢s profundo de los sistemas neuronales de supervivencia: ese ruido al abrir, la maceta inesperada, el gorrito de lana que la madre est¨¢ poni¨¦ndole al hijo tan peque?o, a?o y medio, cuando todav¨ªa no dicen m¨¢s que unas pocas palabras, y caminan como equilibristas inexpertos con las piernas muy abiertas, tan desvalidos que da pena despertarlos temprano en las ma?anas de fr¨ªo y dejarlos en la guarder¨ªa.
Hay razones que agudizan el miedo. Es San Sebasti¨¢n, es el a?o 2000, uno de los m¨¢s negros en la historia del terrorismo vasco. Comprobar los datos es una prueba escandalosa de la eficiente rapidez del olvido. Tan solo ese a?o, los matarifes de la patria vasca asesinaron al socialista Fernando Buesa y al escolta que lo acompa?aba, a cinco concejales del PP, al exministro socialista Ernest Lluch, al fiscal jefe de Andaluc¨ªa, a un subteniente jubilado del Ej¨¦rcito, a un funcionario de prisiones; a un magistrado, a su ch¨®fer y a su escolta; al ex gobernador civil de Gipuzkoa Juan Mar¨ªa J¨¢uregui, al presidente de la patronal de esa provincia, a dos guardias civiles, al periodista Jos¨¦ Luis L¨®pez de Lacalle, una ma?ana de domingo, cuando volv¨ªa tranquilamente a casa del kiosco, con varios dominicales bajo el brazo. A Jos¨¦ Ram¨®n Recalde lo esperaron de noche en la puerta de su casa y le dispararon un tiro en la cara, pero no pudieron matarlo, porque hizo un gesto reflejo con la mano que desvi¨® el ca?¨®n del arma y as¨ª salv¨® el hilo fr¨¢gil de la vida. La peor ruleta rusa es la que otro juega en contra nuestra. Ese a?o, los h¨¦roes de la libertad, amparados y bendecidos siempre por la generosidad pastoral de la iglesia vasca, y por su cabeza visible de entonces, monse?or Seti¨¦n, decidieron concentrarse en periodistas no serviles ni amedrentados, y enviaron paquetes bomba, por fortuna sin ¨¦xito, a Carlos Herrera, a Ra¨²l del Pozo y al diario La Raz¨®n. Juan Palomo y Aurora Intxausti ten¨ªan motivos para estar en guardia, porque los dos informaban con integridad y valent¨ªa sobre el terrorismo y sus servidores abyectos, algunos de los cuales los hab¨ªan se?alado con sus nombres en el diario Gara, sucesor del infame Egin, que ten¨ªan la peculiaridad de informar de los asesinatos incluso antes de que se cometieran.
En septiembre de aquel a?o, durante el festival de cine de San Sebasti¨¢n, a algunos invitados se nos aconsejaba que no nos dej¨¢ramos ver por la parte vieja, y hab¨ªa veces que al salir del hotel en el que m¨¢s o menos viv¨ªamos enclaustrados encontr¨¢bamos algunas miradas que nos induc¨ªan a dar la vuelta. Fue en esos d¨ªas de septiembre cuando las avenidas burguesas de San Sebasti¨¢n se vieron desbordadas por primera vez por una multitud que clamaba abiertamente, sin ambig¨¹edades ni sobreentendidos, contra la banda ETA.
Pero la voluntad de rebeld¨ªa y concordia de 50.000 personas puede muy poco contra la determinaci¨®n de unos cuantos por imponer la muerte, el terror y el silencio. Cuatro individuos que estos d¨ªas se han sentado juntos ¡ªmuy semejantes entre s¨ª, fornidos, austeros, con un aire de neutra solvencia, sin rastros visibles de arrepentimiento¡ª en una sala de la Audiencia Nacional, se tomaron el trabajo de comprar una maceta, tal vez en una de las opulentas florister¨ªas de la ciudad, y de esconder en ella, dice la cr¨®nica de J. J. G¨¢lvez en estas p¨¢ginas, ¡°2,3 kilos de un explosivo industrial a base de nitrato am¨®nico y 2,5 kilos de metralla (tuercas y tornillos)¡±. No sabemos cu¨¢l de los cuatro dedic¨® una parte de su tiempo a vigilar a esa pareja de periodistas y a su hijo, rondando el edificio en el que viv¨ªan, anotando horas de salida y regreso, las menudas rutinas de la vida de cualquiera, dos profesionales j¨®venes haciendo los equilibrios usuales entre el trabajo y la crianza de un ni?o peque?o, todo bien anotado por el esp¨ªa en alguna libreta. Hay una aritm¨¦tica, una contabilidad de pesos y medidas de la muerte. ?Qu¨¦ cantidad de explosivo har¨¢ falta para asesinar a dos adultos y un ni?o? ?Cu¨¢ntos tornillos y tuercas son aconsejables para que destrocen algo tan vulnerable como la carne humana? Veo las fotos de estos cuatro acusados y me los imagino un cuarto de siglo m¨¢s j¨®venes, con sus recias barbillas y p¨®mulos y frentes de gran solidez ¨®sea, impenetrable a todo pensamiento humano, salvo a una sarta de vulgaridades de matonismo patriotero, preparando colegiadamente su ¡°acci¨®n¡±, desalentados luego al saber que no hab¨ªa tenido ¨¦xito, a pesar del cuidado que hab¨ªan puesto en los preparativos. El hilo de las vidas algunas veces se quiebra y otras no.
El juicio contra estos cuatro criminales no parece que haya despertado mucha atenci¨®n informativa. Qui¨¦n tiene tiempo de acordarse de los que sufrieron en propia carne el terrorismo, si ya se ha borrado el recuerdo p¨²blico de los miles de ancianos muertos en las residencias de Madrid durante la pandemia, y hasta la memoria de la gran calamidad de Valencia se desdibuja ya tras el ruido insufrible del canibalismo pol¨ªtico espa?ol. Todo el mundo sabe perdonar y olvidar magn¨¢nimamente las injurias, a condici¨®n de que las hayan sufrido otros. Juan Palomo y Aurora Intxausti forman parte de la borrosa multitud de quienes no pueden permitirse el lujo del olvido. En la conciencia despierta y en los sue?os esa hora precisa de la ma?ana del 10 de noviembre de 2000 est¨¢ sucediendo siempre. Cada d¨ªa es una conmemoraci¨®n indeleble. Dice Intxausti: ¡°Hoy, 24 a?os y 15 d¨ªas despu¨¦s, sigo medicada¡±. Uno se pregunta si la memoria de los malogrados asesinos es tan fiel como la de sus v¨ªctimas. Los cuatro, tan semejantes entre s¨ª en sus palabras como en su aspecto f¨ªsico, taciturnos pero visiblemente no atribulados, han dicho, uno tras otros, exactamente lo mismo: ¡°S¨ª, lo reconozco¡±.
En todo esto hay una figura, y no la menos importante, sobre la que no he llegado a leer nada en el peri¨®dico. Es ??igo, el hijo de 18 meses al que su madre le pon¨ªa el gorrito, el que pudo haber sido borrado del mundo por la explosi¨®n de la metralla cuando apenas estaba empezando a vivir, una biograf¨ªa en blanco, una nada hecha de piedad y de horror. ??igo ser¨¢ ahora un muchacho de 25 a?os, no un superviviente, sino un ciudadano de pleno derecho de este presente libre de pistoleros que el coraje de su padre y su madre ayud¨® a garantizar. Lo que ??igo no puede recordar forma parte de ese mundo extra?o que para todos nosotros se extiende antes del tiempo de nuestros primeros recuerdos. Da bastante verg¨¹enza que este de ahora sea el pa¨ªs que ten¨ªamos reservado para ¨¦l.
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