Manual de sincron¨ªa navide?a
Hace cinco a?os muri¨® mi abuela y en mi familia se acab¨® la Navidad
Para m¨ª, la Navidad era mi abuela. Todos los a?os viaj¨¢bamos desde Madrid hasta su aldea y nos api?¨¢bamos ruidosamente en torno a su cocina econ¨®mica de hierro fundido, hurgando crust¨¢ceos, desmembrando cajas tor¨¢cicas y amontonando patatas asadas con ramos de grelos, coliflor y repollo cubiertos de una ajada fragante de piment¨®n dulce. Hab¨ªa que estar en la cocina porque la casa era tan fr¨ªa que, cuando ibas al ba?o, el aliento se transformaba en niebla por condensaci¨®n. Cuando me tocaba bajar por agua a la fuente, se me congelaban los mocos dentro de la nariz. Cualquiera de las otras casas de la familia habr¨ªan sido m¨¢s c¨®modas. A nadie se le ocurri¨® nunca celebrarla en ning¨²n otro lugar.
Los platos eran siempre los mismos. La magia de la Navidad est¨¢ en la repetici¨®n. Mi abuela vigilaba el caldo y cortaba a grandes rebanadas el bollo del pan, que era grande y redondo, de miga esponjosa y alveolada. Yo met¨ªa la nariz en sus grandes agujeros para aspirar el fuerte olor ¨¢cido de su masa madre y peleaba con mi madre por las esquinas con m¨¢s superficie de corteza crujiente. Mi t¨ªo asaba chorizos en la cocina vieja y mi padre, uruguayo irredento, preparaba chimichurri y cleric¨®, mezclando frutas frescas con espumante barato. Mi madre cortaba turrones y repart¨ªa falsas almendras hechas de oblea y rellenas de mazap¨¢n, comi¨¦ndose una de cada tres. Mi t¨ªa tra¨ªa la rosca trenzada del panadero, descendiente probable de la challah de Rosh Hashan¨¢, hecha con huevo y condimentada con fruta escarchada. Su olor a huevo dulce y agua de azahar es mi magdalena de Proust. Soy incapaz de tenerla delante sin comer hasta ponerme enferma.
Cada a?o se contaban las mismas an¨¦cdotas. La misma historia tonta de cuando me escapaba al monte con mi bisabuelo y ¨¦l se quedaba dormido, dej¨¢ndome sola entre los ¨¢rboles, persiguiendo hormigas con un zapato en la mano. O cuando mi t¨ªo volvi¨® de hacer la mili en Suiza con unas grandes patillas, pantalones de campana y un paquete de cigarrillos con los que yo, a los cinco a?os, decid¨ª aprender a fumar. Ese a?o ca¨ª v¨ªctima de una obsesi¨®n con Pedrito Fern¨¢ndez que me hac¨ªa cantar a gritos La de la mochila azul con la voz rota de pena. Hoy me he dado cuenta de que fue la primera y ¨²ltima vez que se cantaron canciones en mi casa. Hace cinco a?os muri¨® mi abuela, y en mi familia se acab¨® la Navidad.
Ayer com¨ª en casa de un amigo al que conozco poco pero al que ya quiero mucho. Me cont¨® que su familia es un clan inseparable de cuarenta y cuatro personas cuyo centro es su abuela, pero que el verdadero pegamento es su costumbre de cocinar juntos y de cantar canciones despu¨¦s de comer. Que tiene todo el sentido porque, cuando cantamos, bailamos o rezamos con otros, inhalamos el mismo aire que ellos han respirado, intercambiando microbiota y coordinando nuestra respiraci¨®n. Nuestro sistema nervioso se expande y se enmadeja con el del resto, sincronizando nuestro ritmo card¨ªaco. La sincron¨ªa es la clave de todos los rituales colectivos. Por eso no es lo mismo hablar por tel¨¦fono que dejarse mensajes de audio, y nunca podremos replicar los encuentros familiares, ni por realidad virtual ni por Zoom.
Mi abuela no cantaba en casa pero lo hac¨ªa en la iglesia desde peque?a, con una voz de soprano que yo reconoc¨ªa entre todas las dem¨¢s. Creo que ella fue la Navidad para mucha m¨¢s gente. Despu¨¦s de cocinar, comer y cantar con sus amigos, hijas, hermanos y primos en su casa, creo que mi nuevo amigo tambi¨¦n.
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